Un rasgo notable del carácter de Cristo, presente en el anuncio del evangelio.
Otra vez Jesús les habló, diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Entonces los fariseos le dijeron: Tú das testimonio acerca de ti mismo; tu testimonio no es verdadero. Respondió Jesús y les dijo: Aunque yo doy testimonio acerca de mí mismo, mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde he venido y a dónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo, ni a dónde voy. Vosotros juzgáis según la carne”.
– Juan 8:12-15.
Este fue el gran problema de los judíos: juzgar según la carne. Este era un lenguaje nuevo en aquellos días. Aquellos que se creían sabios, que dependían de su sabiduría natural, y de su tradición religiosa, juzgaban según la carne, y esto les llevaba a una conclusión absolutamente errónea. Ellos tuvieron la verdad, la luz, delante de sus ojos, y no pudieron reconocerla. De tal manera fue errado su juicio que desecharon y condenaron a muerte al Autor de la vida.
Pero el Señor Jesús está en otro plano. Su juicio es justo y verdadero. Nosotros queremos andar por ese juicio, y ver lo que él ve. Queremos que el Señor se nos muestre como él es; que él nos hable de sí mismo, pues su testimonio es verdadero.
El enviado de Dios
Jesús agrega: «Yo soy el que doy testimonio de mí mismo, y el Padre que me envió da testimonio de mí» (Juan 8:18). En los evangelios, en más de una ocasión, leemos que el Padre habló con voz audible: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mat. 3:17). Este es el testimonio del Padre acerca de su Hijo.
«Porque sé de dónde vengo y a dónde voy». Aquí hay un tránsito, un movimiento. Está presente en este mundo. Es el Verbo encarnado, Jesucristo hombre. «Sé de dónde he venido y a dónde voy». Y todo cuanto él hizo y habló, estaba determinado por esa profunda convicción de su procedencia y destino.
«Salí del Padre, y he venido al mundo; otra vez dejo el mundo, y voy al Padre» (Juan 16:28). Es lo mismo dicho con otras palabras. Este mundo fue visitado por el Enviado de Dios, una Persona extraordinaria pisando esta tierra. Aquel que estuvo con el Padre eternamente, habitó entre nosotros.
Él habla con autoridad. Los demonios se le sujetan. La tempestad le obedece. El pan se multiplica. Los enfermos se sanan; los muertos resucitan. «Sé de dónde he venido y a dónde voy». «Estoy cumpliendo mi labor; estoy acabando mi obra. Vuelvo a dejar el mundo, y regreso a la gloria que tuve con mi Padre antes que el mundo fuese».
Hoy Cristo está siendo formado en nosotros, por obra del Espíritu Santo. Esta es la grandeza del evangelio, que no solo nos hace hijos de Dios, sino que nos va transformando de gloria en gloria en su misma imagen. Esta convicción ha de ser trasladada a nuestro corazón; de otro modo, nuestras palabras serán vacilantes, nuestra conducta errante y nuestro destino incierto.
Su carácter tiene que ser formado en nosotros. Él dijo: «Yo soy la luz del mundo». Luego dijo: «Vosotros sois la luz del mundo». Lo mismo que él es, somos nosotros también. Así como él tiene una procedencia, nosotros también la tenemos; así como él tuvo una misión, nosotros también. Y así como él siguió su camino de retorno al Padre, nosotros debemos tener muy claro hacia dónde vamos.
Tres posiciones del Señor
Es preciosa la palabra de Dios, porque distintos pasajes confirman la misma verdad. Hebreos 1:3 nos muestra tres posiciones del Señor, «el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder…». Esto habla de la eternidad del Señor.
«…habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo». Declaración que resume el punto culminante de su obra en la tierra. Luego, «se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas», su actual posición. Este pasaje de Hebreos confirma todo lo dicho por nuestro Señor en Juan capítulo 8, agregando mayor revelación acerca de Su Persona y obra. ¡Qué certeza del Espíritu! Permita el Señor que podamos transmitirlo así también, con toda firmeza, sin vacilar.
«Puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios» (Heb. 12:2). ¡Qué precioso! Ya hemos leído cuatro pasajes, y todos hablan de lo mismo.
Veamos también Lucas 9:51: «Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén».
En el contexto, se está hablando de su obra en la tierra. Se estaba cumpliendo el tiempo de su ministerio, interiormente percibía tanto el dolor como la gloria que tenía por delante. La expresión «afirmó su rostro», nos habla de convicción. En la tentación del desierto, Satanás le ofreció un camino alternativo, pero ya sabemos que aquello fue terminantemente descartado. Jesús no vaciló, sino que avanzó con decisión, hasta cumplir a plenitud su misión en este mundo.
¿Qué le esperaba en Jerusalén? La negación de Pedro, la traición de Judas, el abandono de sus más íntimos, el juicio público, la corona de espinas, los azotes, y todas las humillaciones, hasta la muerte de cruz. Pero él lo menospreció todo y llegó hasta el final, hasta cumplir la voluntad del Padre.
Yo sé a quién he creído
Veamos ahora el cumplimiento práctico de este principio, de saber de dónde venimos y a dónde vamos, en la vida del apóstol Pablo, luego veremos cómo estas palabras pueden tener también cumplimiento en cada uno de nosotros.
«Habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad» (1 Tim. 1:13). El resto de los hombres somos distintos del Señor Jesús. Saulo de Tarso podía decir: «Yo era un blasfemo; no soy digno de ser llamado apóstol, mas fui recibido a misericordia». Esta es la gloria del evangelio, que puede transformar al hombre más vil en un precioso siervo del Señor.
Pablo escribe desde la prisión: «…el evangelio, del cual yo fui constituido predicador, apóstol y maestro de los gentiles» (2 Tim. 1:10-11). ¡Cómo cambió su estado! «Por lo cual asimismo padezco esto; pero no me avergüenzo, porque yo sé a quién he creído» (v. 12). ¡Cómo se parecen éstas a las palabras del Señor: «Sé de dónde vengo y sé a dónde voy»! El apóstol, por el Espíritu, puede declarar: «…sé a quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día».
Estamos viendo a Pablo en tres estados. Su posición anterior de incredulidad; su posición actual, como predicador, apóstol y maestro de los gentiles. Y también tiene la mirada puesta en un día que está por delante. Pablo sabe de dónde viene, conoce su misión y procura cumplirla con fidelidad, aunque le cueste la cárcel o la vida misma, finalmente sabe que una corona le espera. Al decir: «mi depósito», se refiere a la gracia, la vida y el poder de Dios, es Cristo viviendo en él. Esto es tener el evangelio, el fuego del Dios vivo encendido en su corazón.
Nosotros estamos en la generación final, en los días más cercanos al retorno del Señor, y él quiere hablarnos al corazón. Algo de esta convicción gloriosa que habitó en él, que fue un rasgo destacado del carácter del Señor, y también en sus primeros apóstoles, debe estar presente en los creyentes de esta generación. Cada uno de nosotros debe proclamar con firmeza: «Porque yo sé a quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día». Que sea esto una bendita realidad en nuestros corazones.
Es inconcebible que, después de años de caminar en la fe, todavía seamos personas vacilantes, que mostramos muchas veces tibieza, debilidad, falta de convicción; por tal razón muchos creyentes ceden ante una tentación, desmayan frente a una dificultad, o se desalientan por una disciplina.
Aprendamos de Pablo: «He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida» (2 Tim. 4:7-8). Pablo sabía su procedencia, conocía su llamado y tenía la convicción profunda de gloria al final de su carrera.
No me avergüenzo del evangelio
«Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego» (Rom. 1:16). ¡Con qué seguridad hablaba! Él no tuvo temor de proclamar su fe. Frente al rey Agripa, alzó su voz y dijo: «¡Quisiera Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino también todos los que hoy me oyen, fueseis hechos tales cual yo soy, excepto estas cadenas!» (Hech. 26:29).
Imaginamos su rostro resplandeciente ante la mirada de todos, estupefactos. Ellos no podían creer que un hombre compareciendo ante el tribunal, custodiado por la guardia romana, se considerase más privilegiado que el rey. «Deseo que ustedes tengan la fe que yo tengo». ¡No se avergonzó ante nadie!
En estos días, el Señor quiere hallar esta misma convicción en todos nosotros. Sabemos en quién hemos creído, y no podemos avergonzarnos del evangelio porque no es un anuncio trivial; es una proclama acerca de un Rey, acerca de un juicio venidero y de una salvación eterna concedida por gracia.
«No me avergüenzo del evangelio». Nosotros tenemos el evangelio eterno. Es buena noticia para el que lo recibe; pero una terrible noticia para el que la rechaza. ¿Y qué haremos? Estamos puestos en estrecho. No podemos acomodar el mensaje y dulcificarlo, como algunos lo hacen en estos días.
No temamos. Cuando se presente la ocasión, encomendémonos en las manos del Señor, porque tú y yo, somos intermediarios entre el cielo y la tierra, portavoces de las cosas celestiales. Anunciamos en la tierra lo que el cielo quiere decir a esos corazones. No nos avergoncemos. A través de la predicación, bajo la unción del Espíritu Santo, con convicción, quienes nos oigan quedarán sin excusa, y serán atraídos a los pies de su Salvador.
Una necesidad impuesta
«Pues si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio! Por lo cual, si lo hago de buena voluntad, recompensa tendré; pero si de mala voluntad, la comisión me ha sido encomendada» (1 Cor. 9:16-17).
El Señor nos manda a anunciar el evangelio. No tenemos por qué gloriarnos, no lo haremos por mero impulso nuestro; es una necesidad impuesta. Dios mismo hizo resplandecer Su luz dentro de nosotros. La luz siempre busca la forma de salir, y este mensaje hace presión dentro de nosotros. Esto nos habla del ministerio de Pablo, su causa, su razón de vivir en el mundo. Nosotros somos llamados a ser y hacer lo mismo.
Es una anormalidad que el evangelio no tenga expresión. Si éste no sale, y queda encerrado, algo anda mal. Y el Señor está apuntando a eso. ¿Qué estamos enfatizando nosotros? ¿Hacia dónde estamos enfocando hoy nuestra atención?
El Señor mismo hable a nuestros corazones, corporativamente. Anunciar el evangelio es una necesidad impuesta. Que esta verdad también se encarne en nosotros. ¡Ay de mí si no lo anunciare! Pablo llevaba esta carga por dentro, y él sufría si no podía proclamarlo.
Mensaje que salva
Muchos se alegrarán, te abrazarán y te amarán el resto de su vida, agradeciendo el día en que llegaste a su casa, el día que conocieron a Cristo a través de ti. Te tendrán en alta estima. ¡Cómo es amado un siervo de Dios! Cuando él llevó la salvación a una casa, las vidas cambiaron, una sonrisa nueva vino a iluminar los rostros otrora entristecidos, un nuevo orden llegó. La grandeza del evangelio produjo un cambio notable. Pero la gloria nunca será para los mensajeros, sino para Quien los envía.
Sin embargo, hay una contraparte. Muchos te cerrarán la puerta, se burlarán, te rechazarán, te condenarán. Y la palabra que para unos es vida, para otros es muerte. ¿Y qué haremos?, ¿callaremos? En esa tensión somos llamados a vivir.
El cielo está mirando hacia este lugar, esperando que haya otros corazones que se enciendan de la misma manera. Pablo no puede ser único en este sentido. Se necesitan muchos como él, en tu nación, en tu ciudad, en tu barrio, en tu familia. En todo lugar, el Señor tiene siervos escogidos; él te tiene a ti. En el lugar donde tú trabajas, ¿quién les hablará del Señor? Él quiere hablar a través de ti. Tus colegas, tus compañeros de trabajo, tus alumnos, tus pacientes, tus vecinos, ¿por quién oirán su Palabra?
¡La grandeza del evangelio tiene que hacer presión dentro de nosotros, hasta que salga! Esto no es de hombres ni por hombres, sino por Jesucristo y por Dios el Padre, que le resucitó de entre los muertos.
Estamos hablando de hombres y mujeres de convicción profunda. Eso es lo que había en el corazón de Pablo en el tiempo de su ministerio. Esta era su causa, su vida, su propósito, su razón de vivir.
Ahora, nosotros
Pablo ya es historia; él ya corrió. Ahora, nosotros, ¿de dónde venimos, en qué estamos, y para dónde vamos? Pablo lo define así: «Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (Rom. 3:23). Esta es nuestra procedencia.
Luego dice: «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Rom. 5:1). ¿Tenemos esta realidad? Gracias a Dios, de destituidos, fuimos trasladados a justificados. Sabemos de dónde venimos y sabemos dónde estamos hoy: en Cristo Jesús.
Esto lo hizo la grandeza del evangelio. En Romanos, capítulos 5 y 6 se nos enseña que hemos sido trasladados de Adán a Cristo.
He aquí nuestra convicción: ya no estamos en Adán, porque todo lo que es de Adán es destitución, es un peso de muerte. No queremos lo que es de Adán, porque en él todos mueren; en él está el pecado, la desobediencia, el dominio de Satanás. Queremos permanecer en Cristo.
Nos gusta Romanos, porque nos enseña un camino ascendente. El creyente nuevo, el niño en Cristo, tiene que madurar, porque se puede estar en Cristo y seguir siendo carnal. Los hermanos en Corinto estaban en Cristo, tenían revelación y tenían dones de Cristo, pero eran niños, eran carnales.
Y allí está la progresión que nos enseña Romanos 7 y 8, donde se descubre el fracaso de vivir «por la carne» y se nos enseña a avanzar, a un vivir en el Espíritu. La carne ve todo desde un plano terrenal, tan básico. Tenemos que pasar de la carne al Espíritu, y la carne ser parte del pasado. Para ya no vivir según la carne, sino según el Espíritu.
Finalmente, Romanos nos lleva a salir de la vida individual. Hemos dejado de ser individuos; somos miembros los unos de los otros, nos necesitamos los unos a los otros (Rom. 12:5). Necesitamos no solo el aliento; muchas veces necesitaremos el consejo, y aun la reprensión, que nos hará un bien. «Que el justo me reprenda será un excelente bálsamo que no me herirá la cabeza» (Sal. 141:5).
El escrutinio del Señor
Ya sabemos de dónde venimos y dónde estamos. De destituidos a justificados, de Adán a Cristo, de la carne al Espíritu, del individualismo a la vida corporativa.
Ahora, ¿hacia dónde vamos? ¿Qué evento nos espera? Y esto sí que es serio. El Señor nos socorra para entender esta palabra. «Y su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel; sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor» (Mat. 25:21).
Hay un día, un día ciertísimo, que nos espera, cuando el Señor nos examinará, y entonces, todas nuestras justificaciones se harán pedazos. ¿Qué has recibido de Dios? ¿Qué conocimiento tenemos de él? ¿Cuánta vida ha producido en nosotros la palabra de Cristo? ¿Cuánto nos afectan o nos regulan sus palabras? El Señor tenga misericordia de nosotros. El Señor nos habla hoy, porque corremos el riesgo de que, en vez de aprobarnos, nos mire a los ojos y nos diga: «Siervo malo y negligente, sabías que siego donde no sembré, y que recojo donde no esparcí» (Mat. 25:26).
Anticipando aquel día, el Señor Jesús hizo esta solemne advertencia acerca de aquellos que con osadía reclamarán diciendo: «Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?» (Mat. 7:22). Y él les dirá: «Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad». Porque lo que decía la boca de ellos no concordaba con la realidad. ¡El Señor nos libre de toda irrealidad!
Ya hemos hablado de la victoria de Jesús y también del apóstol Pablo en tres aspectos. El problema somos nosotros, porque nosotros tenemos dos partes. Confiamos en que la primera está cumplida. Sabemos de dónde vinimos y no queremos regresar allá. Pero hay un tiempo presente, en el cual estamos a medias. ¿Qué será de ti, y qué será de mí? ¿En qué nos vamos a invertir de aquí en adelante? ¿Qué haremos en los días venideros?
Que nos defraude el mundo no será novedad, pero el Señor es fiel, nunca nos defraudará. Hoy nos sigue diciendo: «Yo di mi vida por ti; derramé mi sangre, pagando el más alto precio por tu eterna redención. Envié mi Espíritu a habitar dentro de ti, te enriquecí con mi palabra y te di una tarea». ¿Nos dirá: «Bien, buen siervo y fiel»? Solo quisiéramos oír esa voz, nada más, y caer postrados a sus pies.
Convicción que se cultiva
Concluimos diciendo que la convicción, un rasgo sobresaliente del carácter de nuestro Señor, tiene que estar presente en nosotros. Pero esto no es algo que aparece de forma automática. La convicción se cultiva en el tiempo, a través de la palabra, atentos a ella, valorándola, obedeciéndola y poniéndola por obra. Viviendo en comunión con el cuerpo de Cristo, bajo la unción del Espíritu Santo.
La grandeza del evangelio de nuestro Señor Jesucristo ha sido la carga que nos inspira en estos días. La convicción y también la sensibilidad, mostrada por nuestro Señor, en su vida y obra, lo llevaron a cumplir su tarea a plenitud. Que mediante su gracia, podamos también nosotros vivir y batallar, en el tiempo que nos resta, con estas mismas virtudes, que hoy están siendo forjadas en sus hijos por el trabajo paciente del Espíritu Santo.
Síntesis de un mensaje oral impartido en Rucacura (Chile) en enero de 2018.