Y todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo”.
– Hechos 2:21.
¿Cómo es posible esto? Lo es, porque Dios ha cumplido otra profecía de Joel que anuncia: “Derramaré de mi Espíritu sobre toda carne”. Una vez que el Espíritu Santo ha sido derramado sobre toda la humanidad, el más débil pedido que hace el pecador a Dios, es suficiente.
Ningún predicador del evangelio puede ser de mucha utilidad si no cree esto. Es vital para nuestra predicación la proximidad del Espíritu Santo al pecador. Dios en los cielos está demasiado lejos del alcance del hombre.
Entretanto, “no digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? (esto es, para traer abajo a Cristo) … Cerca de ti está la palabra” (Rom. 10:6, 8). Yo siempre confío en que el Espíritu Santo está sobre un hombre cuando le predico a Cristo, de la misma manera que estaba sobre las aguas durante la creación.
Él está esperando para introducir a Cristo en la vida de ese hombre. Su ministerio es como la luz del día. Él abre las ventanas aunque solo sea un poco, y la luz inunda e ilumina todo el interior.
Con tan solo un mínimo llamado del corazón a Dios, en ese mismo instante el Espíritu entra y comienza su obra transformadora de convicción de pecado, arrepentimiento y fe – el milagro del nuevo nacimiento.
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