El hecho de dejar de congregarse constituye también una forma de apostasía.
Ningún mal que pudiera recaer sobre las iglesias es más lamentable que el que proviene de la deserción de sus miembros. La mayor tristeza que pudiera oprimir el corazón de un pastor es la que procede de la perfidia de su amigo más íntimo. La peor calamidad que la iglesia pudiera temer no es la que viene del asalto de los enemigos que están afuera, sino de los falsos hermanos que están dentro.
El hermano Benjamín Keach (1640-1704), aunque fue arrestado, llevado ante los magistrados y obligado a sufrir por causa del evangelio que publicaba, descubrió que era más fácil enfrentar el rudo trato de los enemigos declarados, que soportar las penas del amor herido o sufrir el golpe de una confianza traicionada.
No creo que su experiencia haya sido muy excepcional. Otros santos habrían preferido ser el blanco de la burla de los aldeanos que de la hostilidad de los calumniadores. El demonio mismo no es un enemigo tan sutil para la iglesia como Judas, cuando, después del bocado, Satanás entró en él. Judas era amigo de Jesús. Jesús se dirigía a él como tal. Y Judas dijo: «¡Salve, Maestro!». Y le besó. Pero Judas le traicionó. Ese es un cuadro que podría horrorizarte.
Entre los muchos que se incorporan a la iglesia, hay algunos que desertan. Continúan por un corto espacio de tiempo y luego regresan al mundo. La razón principal por la que se van es una evidente inconsistencia. «Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros» (1a Juan 2:19). Los no convertidos no son una pérdida para la iglesia cuando se marchan.
Cristo mantiene siempre activo su aventador. Su propia predicación pasaba constantemente a sus oyentes por el cedazo. Algunos eran dispersados por el viento, porque eran paja. No creían realmente. Por el ministerio del Evangelio y por los arreglos del gobierno divino, lo precioso es separado de lo vil y la plata es limpiada de la escoria, para que la buena simiente y el metal puro permanezcan y sean preservados.
La pregunta planteada por el Señor a sus doce escogidos, revela un mayor grado de dolor que de pasión: «¿Queréis acaso iros también vosotros?» (Juan 6:67). Yo me hago la misma pregunta, y también a quienes son líderes de la iglesia, y a cada uno de sus miembros: «¡Cómo! ¿Te vas? ¿Tienes intención de volverte? ¿Quieres irte?».
Veámoslo de manera indirecta: ¿Quieren acaso irse también ustedes? «También» significa: igual que otros. ¿Por qué otros se van? Si tuvieran una buena razón, tal vez hubiese motivo para seguirles. Hay muchas causas o excusas. ¿Por qué otros renuncian a la profesión de fe que una vez abrazaron? La razón básica es la carencia de fe real. Sin embargo, quiero hablar de las razones externas que exponen la apostasía interna del corazón.
¿Por qué algunos abandonan a Cristo?
Ofendidos por el Evangelio
Hay, en estos días, personas, como las hubo en tiempos del Señor, que se apartan de Cristo porque no pueden tolerar su doctrina. Nuestro Señor había declarado la necesidad de que el alma se alimentase de él. Ellos tal vez no comprendieron bien su lenguaje, pero se ofendieron por su declaración. Entonces, ya no andaban con él.
Hay muchos puntos en los que el Evangelio es ofensivo para la naturaleza humana y repulsivo para su orgullo. No es su fin agradar al hombre. ¿Por qué Dios habría de idear un Evangelio que satisficiera los caprichos de nuestra naturaleza humana caída? Dios tenía el propósito de salvar a los hombres, pero nunca tuvo el propósito de complacer sus depravados gustos; más bien, él pone el hacha a la raíz del árbol y derriba el orgullo humano.
Cuando se predica sobre la humillación, algunos dicen: «Ah, yo no concuerdo con eso». ¿Qué dices tú, hermano, a las demandas del Evangelio? Si descubrieras que la palabra de Dios censura tu placer favorito, o contradice tus ideas, ¿te ofenderías y te irías? No; si tu corazón fuese recto para con Cristo, estarías preparado a dar la bienvenida a toda su enseñanza, y a obedecer todos sus preceptos.
Basta con que se compruebe que es la enseñanza de Cristo, para que el creyente real esté dispuesto a recibirla. Él aceptará de inmediato lo que es transparente en el texto bíblico. En cuanto a lo que es inferido y argumentado a partir del sentido general de la Escritura, el corazón sincero no se apresurará a rechazarlo, sino que lo investigará con paciencia, como los de Berea, que «eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así» (Hech. 17:11).
¡Oh, que la palabra de Cristo habite ricamente en nosotros! Que ninguno de nosotros se aparte ofendido por causa de la santa enseñanza. Hemos de estar siempre dispuestos a creer lo que él dice y prestos a hacer lo que él manda. «Id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado» (Mateo 28:19-20).
Como discípulos de Jesús, sigamos adelante, oyendo atentamente su voz, siguiendo sus pasos y considerando su voluntad revelada como nuestra suprema ley. Lejos esté de nosotros que nos volvamos, que nos desconsolemos o que lo abandonemos porque nos hayamos ofendido por sus doctrinas.
Buscando ganancias
Otros abandonan al Salvador motivados por las ganancias. Muchos son atrapados en esa red. Si quieres hacer dinero –y no tiene por qué haber nada pecaminoso en eso– hazlo honestamente; nunca te permitas ir en pos de las riquezas bajo la pretensión de fe.
Vende tus productos en el mercado, pero no vendas a Cristo, ni aceptes el trueque de una primogenitura celestial por un soborno despreciable. Pon los bienes que quieras en la vitrina de tu tienda, pero no pongas una expresión hipócrita en tu rostro, con miras a convertir en ganancia la piedad. ¡Dios nos salve de tal villanía!
¿Se unirá alguien a una iglesia por la respetabilidad que eso implica, por la posición que pudiera darle o por el crédito que pudiera generarle? Pronto descubrirá que no responde a su propósito. Entonces se irá. La probabilidad más grave es que sea echado fuera vergonzosamente.
Miedo a la persecución
Algunos abandonan a Cristo y se van, por temor a la persecución. Hoy se supone que no existe tal cosa; pero el acoso, la crueldad y la opresión están lejos de ser obsoletos. Esposos impíos obran como pequeños tiranos, y no permiten que sus esposas gocen de la fe, y más bien amargan sus vidas con una esclavitud irritante. Los patrones con frecuencia infligen males sobre sus siervos cuya piedad para con Dios es su único motivo de ofensa.
Hay hombres que se creen inteligentes pero no pueden permitir que sus compañeros de trabajo tengan libertad para ir a una iglesia sin burlarse de ellos. Consideran que es una diversión acosar a un hombre que se preocupa por la salvación de su alma. Dios nos conceda la gracia para soportar persecuciones como ésas. Aunque nos hieran, que aprendamos a tolerarlas y aun regocijarnos por ser considerados dignos de sufrir por causa del Salvador.
El verdadero valor se fortalece con la oposición. No pienses nunca en desertar del ejército de Cristo. Mucho menos debes hacer el papel de cobarde debido a la insolencia de algún ofensor. Tu fe no ha de ser vencida por tales burlas. ¡Ay, que tantos espíritus cobardes se hayan ido por causa de la tranquilidad carnal, y hayan abandonado a Cristo cuando Su amado nombre se convirtió en la broma del borracho y la burla de los necios!
Inconstancia
Hay gente que abandona la fe por pura liviandad. Hay quienes, con respecto a la fe, naufragaron en circunstancias al parecer favorables, libres de problemas, exentos de tentación. No hubo nada que despertara una ansiedad por ellos, y con todo, se han hundido de pronto. Nos quedamos asombrados. Sus oraciones habían sido fervorosas. Sin embargo, la vida de Dios no podía haber estado en su alma, pues fueron impenitentes hasta el fin.
Solo puedo atribuir tales casos a una suerte de liviandad que puede ser cautivada con un sermón, o con una obra de teatro, y siguen ávidamente la excitación del día, una cosa tras otra y nada perdurable. Profesan impulsivamente la fe, si bien no la abrazan, y luego, sin molestarse a renunciar a ella, caen en la infidelidad. Son hechos de cera, lo suficientemente blandos y maleables para que se les pueda dar cualquier forma.
Los que pertenecen a ese género brotan de pronto y súbitamente se marchitan. Apenas ha sido sembrada la semilla y ya sale el brote. Pero, tan pronto sale el sol con su calor ardiente, puesto que no hay tierra, la semilla se marchita. La carencia de principios es mortal, pero esa carencia es muy común. No dejes de orar pidiendo ser arraigado y cimentado, establecido y edificado en Cristo, de manera que cuando vengan ríos y soplen vientos, no caigas como aquella casa que fue edificada sobre la arena.
Sensualidad
Otros abandonan a Cristo por causa de los goces sensuales. Los placeres del pecado fascinan sus mentes por un tiempo, al punto de que sacrifican sus almas en medio de la vanidad. Por una diversión desenfrenada, o por un goce transitorio que no resistiría la crítica, han renunciado a los goces duraderos, a las esperanzas inmortales que nunca fallan, y han dado la espalda al bendito Salvador que da y fomenta el anhelo por dichas de gloria plena.
Frialdad
Tenemos una dolorosa evidencia de que un gran número de personas se enfría gradualmente. Los reportes de ausencias reiteran vanas excusas presentadas para la inasistencia. Uno tiene muchos hijos. Para otro, la distancia es muy grande. Pero, cuando ellos se unieron a la iglesia, la familia era igualmente grande y la distancia era la misma.
No obstante, los cuidados del hogar se vuelven más tediosos cuando el interés por la fe comienza a flaquear; y la fatiga del viaje aumenta cuando el celo por la casa de Dios vacila. Esas personas se están enfriando. No podemos detectar una transgresión real, pero hay un deterioro gradual. Le tengo pavor a esa frialdad de corazón; se introduce en todo el cuerpo de manera sutil y sin embargo muy segura.
No estoy diciendo que sea más grave que el pecado descarado. No puede serlo. Sin embargo, es más insidiosa. Una delincuencia flagrante alarmaría como un infarto alarma a un paciente; pero un lento proceso de rebeldía podría introducirse sutilmente como una parálisis en una persona, sin despertar sospechas.
Es como el sueño que les sobreviene a los hombres en las regiones polares, que si cedieran a él, no se despertarían nunca más. ¿Acaso no sucede así con algunos? Quien pierde su riqueza poco a poco, entra pronto en quiebra, y el descubrimiento es doloroso cuando llega el fin. ¡Cuán miserable será la bancarrota espiritual para quien desperdicia gradualmente su propiedad celestial, si alguna vez la tuvo! ¡Dios nos preserve de tal catástrofe!
Prosperidad
Otros abandonan a Cristo porque se han vuelto prósperos. Desde que la fortuna les ha sonreído y han cambiado su residencia, se sienten obligados a moverse en otro círculo. Son demasiado respetables para entrar en la pequeña asamblea. Pienso que no hay que lamentar su partida. Cuando se van, no representan ciertamente ninguna pérdida para nadie. Nos lamentamos por ellos como lo haríamos por Demas o Judas.
Los que tienen principios verdaderos, cuando progresan en el mundo, ven mayor razón para gastar su riqueza y su influencia en ayudar a la buena causa. Los principios prevalecerían sobre la táctica hasta el fin, si en sus corazones creyeran la verdad que es en Jesús. No sería ninguna deshonra para un príncipe ir y sentarse al lado de un indigente, si ambos fueran verdaderos seguidores de Jesucristo.
En la antigüedad, cuando los santos se reunían en guaridas de la tierra, se juntaban el potentado y el humilde, el esclavo y el libre. Venían y se sentaban allí, iluminados por una débil luz, para oír mientras un varón descalzo pero instruido por el cielo, declaraba el evangelio de Jesús con el poder del Espíritu Santo.
Estoy seguro que eran analfabetos, pues al mirar los monumentos que hay en las catacumbas es raro dar con una inscripción que esté bien escrita. Aunque es evidente que los primeros cristianos eran hombres sin letras, con todo, quienes eran grandes y nobles no desdeñaban unirse a ellos, ni tampoco lo harían ahora si la luz del cielo brillara y el amor de Dios ardiera en sus corazones.
Doctrinas perniciosas
Una doctrina errónea ocasiona que muchos apostaten. Hay siempre abundancia de aquello, que ronda por doquier. Los embaucadores engañarán a los débiles; y algunos han sido apartados por la duda. Comienzan leyendo con precaución obras con miras a responder al escepticismo. Leen un poco más y se sumergen más en el turbio torrente, porque se sienten capaces de oponerse a la mala influencia, hasta que al fin se quedan perplejos.
Ellos no acuden a quienes podrían ayudarles con sus escrúpulos, sino que continúan a la deriva hasta que pierden su punto de apoyo, y aquel que decía ser un creyente termina dudando aun de la existencia de Dios. ¡Oh, que aquellos que son bien instruidos se contentaran con su enseñanza! ¿Por qué inmiscuirse en herejías? ¿Qué pueden hacer sino contaminar sus mentes? Cuando comienzas a leer un libro y lo encuentras pernicioso, deja de leerlo.
Que aquellos que puedan disfrutar ese tipo de alimentos se queden con ellos. Sigue con el estudio de la Palabra de Dios. Si fuese tu deber denunciar estos males, enfréntalos valerosamente, con oración a Dios. Pero si no, como un humilde creyente, ¿qué tienes que hacer probando esa comida tan nociva cuando es expuesta en el mercado?
¿Qué ocurre con los que se apartan?
Infelicidad
Los que se apartan de la comunión, ¿qué será de ellos? Si son hijos de Dios, yo les diré qué será de ellos, pues lo he podido ver infinidad de veces. Aunque ellos se aparten, no son felices. No pueden descansar, pues son miserables aun cuando procuren estar alegres. Después de un tiempo comienzan a recordar su primera condición, pues entonces les iba mejor que ahora.
Regresan; pero muchos de ellos nunca son lo que fueron antes. Tienen que asumir un segundo lugar entre sus pares.
Y aun si la gracia soberana bendijera su dolorosa experiencia como para ser restaurados plenamente, no pueden mencionar jamás el pasado sin lamentarlo amargamente. Con su desvío sirviendo como faro para otros, les dirán a los jóvenes: «No hagan nunca lo que yo he hecho; de ello no proviene ningún bien, sino solo males».
Pérdida de la conciencia
Sin duda, algunos de ustedes, cuando vivieron en el campo, solían llegar puntuales a sus acostumbrados lugares de culto; pero desde que vinieron a Londres, donde su ausencia de cualquier templo pasa inadvertida, raramente entran en los atrios de la casa del Señor; y no habrían estado aquí hoy a no ser por algún incentivo especial: algún pariente o algún amigo particular que los haya traído.
Aunque sea desconocida para mí, Dios explora tu senda. Bien, tú estás aquí, y con todo, pudiera ser que fuera para escaso beneficio. Has recibido consejos y advertencias con tal profusión que amonestarte sería como derramar aceite sobre una plancha de mármol. ¡Si Dios, por su omnipotente misericordia, no quebrantara tu obstinado corazón, no habría ninguna esperanza para ti!
Tales personas frecuentemente pierden toda conciencia. Pueden llegar bastante más lejos que cualquier otra persona hablando en contra de la fe. Algunas veces se aventurarán a decir que saben tanto al respecto que podrían exponerlo. Su jactancia y su amenaza son igualmente sin ningún significado; pero así como los muchachos silban para darse valor cuando caminan a través de un lugar oscuro, así su vana plática y sus historias sin sentido traicionan su miedo sofocado. Hablan de Dios desdeñosamente, mientras se justifican a sí mismos en una trayectoria en la que su propia conciencia los censura.
¡Ay!, algunos de ellos regresan para comprobar que son los pecadores más abandonados en el mundo. La materia prima con la cual el diablo construye la red más letal es la que se suponía era la sustancia más santa. No podría haber habido un Judas que traicionara a Cristo, si no hubiese sido distinguido primero como un discípulo que se aventuró a besar a su Maestro. Tienes que sacarlo de entre los apóstoles para hacer a un apóstata.
Así como los cabecillas de una transgresión desenfrenada, cuando son convertidos, a menudo se convierten en los mejores predicadores del avivamiento, así aquellos que parecieran ser los más leales súbditos de Cristo, cuando se convierten en renegados, demuestran ser los enemigos más encarnizados y los pecadores más negros.
Perdón y restauración
Estando aquí ahora, me vienen a la mente cosas que atormentan mi alma. ¡Que Dios me conceda que no vea a nadie parecido a ellos de nuevo! Muchísimos de ellos se van y entran en desesperación. No ha de sorprendernos que un hombre se ahorque si después de haber visto a Cristo a la cara y de haberle besado, le traiciona y le crucifica de nuevo. Comer a la mesa del Señor, beber de esa copa de bendición, tener compañerismo con los santos, unirse a sus oraciones y a sus himnos, profesar ser un discípulo de Cristo, y luego volverse y no andar más con él, es aventurarse en un curso que conlleva un peligro que no es ordinario.
Mientras haya vida, hay esperanza. Jesucristo puede perdonarte. Regresa a él. Él puede limpiarte aunque tu pecado sea como la grana. Pero, ¡oh!, no lo tomes a la ligera, no te tardes. No te demores por más tiempo en tu presente condición; de lo contrario, pudiera ser que colmes la medida de tus iniquidades antes de que te des cuenta, y podrías gustar, aun en este mundo, algún comienzo de la ira venidera.
¡Cómo algunos son conducidos a la desolación en un breve instante! ¡Que el Señor se apresure a libe-rarlos! ¡Que extienda su mano y los reciba! Yo solo puedo llamarlos. Parecieran haber llegado a un punto donde no puedo alcanzarlos. No se aventuren a dar un paso más adelante en ese peligroso camino. Miren a Jesús; él puede redimir sus vidas del pozo del abismo por su gracia soberana, y solo él puede hacerlo. Luego, como ovejas descarriadas llevadas de regreso al redil, adorarán su nombre.
¿Por qué no irse también?
Nuestro tercer punto es éste. Si fuéramos dejados a expensas de nosotros mismos, no podría decirles ninguna razón por la cual no nos iríamos como se han ido ellos. Tampoco podría decirles, en verdad, por qué el mejor varón aquí presente no podría ser el peor individuo antes que amaneciera el día de mañana, si la gracia de Dios lo dejara.
Un cimiento firme
Quedarse con Cristo es nuestra única seguridad, y confiamos que nunca nos apartaremos de él. Pero, ¿cómo podemos asegurarnos de esto? Lo importante es tener un fundamento real en Cristo para comenzar: fe genuina. El cimiento es el primer asunto que debe ser atendido cuando se edifica una casa.
Con un mal cimiento no se puede tener una casa sólida. Se requiere de un fundamento firme, de bases adecuadas, antes de proceder a poner la estructura superior. Si su fe es una farsa, pídanle a Dios que puedan descubrirlo ahora. A menos que en sus corazones haya un genuino arrepentimiento, y a menos que estén completamente arraigados y cimentados en la fe, pueden tener alguna causa para sospechar la realidad de su conversión y la veracidad de la operación del Espíritu Santo en ustedes. Que Dios obre en ustedes un buen principio, y luego podrán tener la plena seguridad de que él perfeccionará Su obra hasta el día de Jesucristo.
Confiando en el Señor
Recuerden, también, hermanos, que si quieren ser preservados de caer, deben seguir siendo humildes delante del Señor. Cuando estás a media pulgada del suelo, estás media pulgada demasiado altos. Tu lugar ha de ser nada. Confía en Cristo, no en ti mismo. Confía en el Espíritu de Dios, pero no confíes en ninguna otra cosa que esté en ti mismo; no, no confíes en una gracia que hayas recibido, ni en un don que poseas.
Los que caminan en humildad no resbalan, los que dependen por entero de Dios están siempre seguros. Sé celoso de tu obediencia; sé cuidadoso; tu caminar y tu conversación no pueden ser demasiado precavidos. Muchos se pierden por ser muy descuidados, pero nadie lo hará por ser demasiado escrupuloso.
Los estatutos del Señor son tan rectos que no puedes descuidarlos sin apartarte de la senda de rectitud. Vigila y ora. Que Dios te ayude a vigilar, o de otra manera te adormecerás. No descuides nunca la oración. Eso está en la raíz de cada deserción. El retroceso comienza comúnmente en el aposento de oración. Restringir la oración es matar el propio pulso de la vida. «Velad en oración».
Les imploro, queridos amigos, que eviten la compañía que ha descarriado a otras personas. No conversen con aquellos cuyos chistes son profanos. Manténganse lejos de ellos. No les corresponde a ustedes ser vistos con hombres de modales relajados y conversación lasciva. No pueden hacerles ningún bien, pero el mal que podrían traer sobre ustedes no sería fácil de calcular.
El hombre que es cuidadoso de no correr ningún riesgo y de refrenarse de toda conducta equívoca, teniendo el temor de Dios en su corazón, es confiable. Si realmente estás edificado sobre la Roca de la Eternidad, puedes enfrentar la pregunta: «¿Queréis acaso iros también vosotros?», y responder sin presunción: «No, Señor, no puedo irme, y no me iré; pues, ¿a quién iré? Solo tú tienes palabras de vida eterna».
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