Toda la vida y el servicio cristiano son verdaderamente un asunto de visión.
Lecturas: Pv. 29:18; 1 Sam. 3:1; Zac. 4:1-2; Hech. 26:16-19; Rom. 1:1-3.
Si alguien me preguntara cuál considero la necesidad que involucra el mayor número de asuntos vitales en el pueblo del Señor, resumiría todo en una palabra: Visión, una visión dada por Dios. Si reflexionamos por algunos minutos, veremos que la Biblia es casi por entero un asunto de visión, que toda la fe cristiana del Nuevo Testamento es un asunto de visión, y toda la vida y el servicio cristiano son verdaderamente un asunto de visión.
La visión comprende dos aspectos: significa algo visto, y también la capacidad de ver; es algo presentado para ser visto, y la aptitud de ver aquello que es presentado. Eso es la visión. Puede haber una visión imperceptible en un primer momento, una presentación no discernible. Sin duda, así sería muy difícil estimar el valor y la importancia de la visión divinamente concedida.
En el Nuevo Testamento se usa también otra palabra para visión. Es la palabra revelación, una expresión muy amplia. Sin importar qué punto trataremos respecto de la vida cristiana en el Nuevo Testamento, estaremos tocando la visión o la revelación.
El comienzo de la vida espiritual
El comienzo o el estado inicial de la vida cristiana es visto en el Nuevo Testamento como un asunto de revelación o visión. Esto es una presentación al corazón y una aprehensión entrañable del Señor Jesús; y a menos que sea esa la naturaleza del principio de la vida cristiana, habrá una carencia esencial y vital.
Toda vida cristiana que sea un mero consentimiento mental a ciertas proposiciones de la verdad cristiana, y un registro de tu nombre en una hoja de papel que diga que tú te hiciste cristiano, carece de algo que es esencial para hacer de ella una fuerza poderosa.
Los inicios de la vida de fe constituyen una revelación de Cristo al corazón en una aprehensión genuina de él. Es un asunto de visión espiritual interior. Esa visión puede ser de carácter muy elemental, puede ser muy imperfecta en lo que concierne a la plenitud de Cristo, pero es suficiente para su fin inmediato, y es tremendamente real para aquellos que la poseen, para aquellos que son capaces de decir, con las palabras que fueren: «Yo he llegado a ver al Señor Jesús como mi Salvador». Cuando tal cosa puede ser dicha con realidad, eso representa visión, si esa es la visión del corazón. Entonces, al hablar de los orígenes de la vida cristiana, nos estamos refiriendo a la visión.
La continuidad de la vida espiritual
Cuando tratamos de la continuación de la vida cristiana en el Nuevo Testamento, también nos encontramos con la visión. La continuidad de esta vida es el desarrollo, el crecimiento, el progreso, lo que implica mayor plenitud de Cristo.
Cuando se alcanza un entendimiento más pleno de Cristo, cuando se logra algún progreso, algún movimiento, algún avance, algún desarrollo, algún crecimiento, siempre hallaremos que esto ocurre por medio de una nueva visión o revelación. Es un desvelamiento adicional, una revelación más plena. Es una nueva aprehensión presentada al corazón, y algo nuevo visto por la obra del Espíritu Santo. Es muy diferente de un mero conocimiento intelectual o doctrinal, el cual puede quedarse corto frente al dinámico poder de expansión de la vida espiritual.
El verdadero progreso, tal como lo encontramos en el Nuevo Testamento, tiene como base una revelación fresca, una revelación más plena, una nueva visión. Si esto es real, un creyente activo tiene su progreso marcado por ser capaz de decir como al principio: «He llegado a ver al Señor de una manera nueva, más plena, con los ojos del corazón iluminados».
La consumación de la vida espiritual
Lo que es verdad acerca del inicio y a la continuación, también lo es con relación a la consumación de la vida espiritual. Si miramos la consumación de la vida espiritual, veremos que ella se relaciona con la revelación de Jesucristo. ¿Qué es la consumación de la vida espiritual? La aparición de Cristo, con la cual está cercana e inseparablemente ligada la consumación de nuestro progreso espiritual. «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él» (1a Juan 3:1). Ese es el comienzo.
«Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (v. 2). Esa es la consumación de la vida espiritual. Seremos como él, porque le veremos. Hay un maravilloso poder de cambio por el hecho de ver al Señor, desde el comienzo al fin.
Visión necesaria para el servicio
Esto mismo es válido para el servicio. Observemos el servicio en el Nuevo Testamento, y comprobaremos que es inseparable de la visión. Si el apóstol Pablo es una representación del verdadero servicio espiritual, es evidente que la visión fue la base de todo lo relacionado con él. «No fui rebelde a la visión celestial» (Hech. 26:19). Él fue constituido ministro y testigo porque el Señor se le apareció a él. Él hizo referencia a eso en su carta a los gálatas con palabras que nos son muy familiares: «Pero cuando agradó a Dios … revelar a su Hijo en mí, para que yo le predicase entre los gentiles…» (Gál. 1:15-16). El servicio está ligado a la visión.
Visión que liberta
Cuán importante es, entonces, la visión, si ella es realmente el trasfondo, el fundamento, la base de la vida y el servicio en relación al Señor Jesús. La visión ejerce un poder maravilloso entre el pueblo del Señor. Uno de los efectos de la verdadera visión, de la visión dada por Dios, es libertar a su pueblo de todo aquello que sea menos que el Señor, y ese no es un efecto menor. Es un poder libertador.
Esta es la razón por la cual la visión es tan necesaria hoy en día. El pueblo del Señor está tan limitado, tan apocado, tan estrecho, tan preso, tan inhibido y tan corto en su horizonte espiritual. Muchos están tan limitados por las aceptaciones comunes tradicionales, porque «así era en el comienzo, así es ahora y así será siempre», en cuanto se refiere a un sistema. Es algo que se volvió estático, inalterado.
Pablo mismo se movió dentro de una esfera muy rígida y fija, el ámbito del «tú debes y tú no debes» –reglas que podían ser aplicadas en innumerables asuntos en la esfera de un sistema muy rígido de la vida religiosa– que lo ataba a esta tierra. Entonces él tuvo la visión del Señor; y en el día en que recibió esa visión dada por Dios, fue hecho libre de esta tierra, de toda ligazón con el mundo, aun en el ambiente religioso. Él fue libertado de todo aquello que, con terrible poder, lo ataba tan rígida y firmemente en su antigua vida.
Este es uno de los milagros del Nuevo Testamento: cómo un iracundo fariseo, un judío tan radical como Saulo de Tarso, pudo ser totalmente despojado de toda la tiranía y esclavitud del judaísmo, y salir a un lugar espacioso donde él pudo decir: «Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación» (Gál. 6:15).
Pensemos en un hombre como Saulo de Tarso diciendo eso, con toda aquella historia detrás de sí, su nacimiento, su crianza, su instrucción. No es fácil librarse de algo que está en la propia sangre, y que ha estado allí por generaciones. Si fuese así nuestro caso, nunca podríamos pensar de manera diferente. No es algo pasivo, sino algo activo y enérgico en nuestro ser, haciéndonos tomar aquella dirección. Eso era el judaísmo.
Toda aquella tremenda vehemencia de Saulo de Tarso lo hizo ser más celoso que los demás. «Aventajaba a muchos de mis contemporáneos en mi nación, siendo mucho más celoso» (Gál. 1:14), dijo él. Todo eso estaba en su sangre. Y ahora encontramos a un hombre libre de aquello, repudiando toda esa situación y volviéndose de ella, dispuesto a combatirla y abatirla, ahora con una nueva fuerza y un nuevo poder. ¿Quién provocó aquello? La visión. No meramente una visión mística, sino algo más allá de lo psíquico. Es el milagro de la revelación de Jesucristo, y nada más puede realizarlo. Ese tipo de visión nos liberta de todo aquello que es menos que el Señor, aun cuando se trate de algo de connotación religiosa.
Visión que unifica
La verdadera visión, la que es dada por Dios, es un magnífico poder unificador y de consolidación. Proverbios 29:18 toca ese punto. «Sin profecía el pueblo se desenfrena». Más literalmente, sería: «Donde no hay visión, el pueblo se desintegra (se despedaza, se desmorona, pierde su cohesión, pierde su solidez)».
Eso es muy cierto. Solo miremos los días de Samuel: «En aquellos días … las visiones no eran frecuentes» (1 Sam. 3:1), y ¿cómo fueron aquellos días? Días terribles. Uno de los trágicos frutos de aquellos días fue que el pueblo haya dicho: «Constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones» (8:5). De esta forma, rechazaron el gobierno de Dios, prefiriendo en su lugar el gobierno del hombre. Eso siempre es desastroso.
Hasta ese día, Dios había sido su rey, su Señor. Él había estado en el trono, pero ahora ellos habían perdido la visión, poniendo a un hombre en su lugar. ¡Qué tragedia! Entonces, el pueblo fue arrasado. Los filisteos dominaron, el arca fue robada, todo fue marcado por la debilidad y la desintegración; el pueblo se desmoronó; no había visión.
Hay una patética falta de cohesión entre el pueblo de Dios hoy en día. ¿Por qué toda esa desintegración, esas fragmentaciones, esas fracciones dispersas? ¿Por qué toda esa división en el pueblo del Señor? ¿Por qué? Porque la interpretación humana ha tomado el lugar de la revelación del Espíritu Santo. ¿Es eso verdad? Oh sí, es verdad. Cuando el Espíritu Santo ocupa su lugar y las personas están siendo iluminadas y enseñadas por él, no hay dos mentes; hay una sola mente, una sola visión, una maravillosa integración.
Hoy, existe la enorme necesidad de una nueva revelación por el Espíritu Santo al corazón del pueblo de Dios, para que ellos puedan venir a esa revelación de Cristo que otorga el Espíritu Santo, y con la revelación se conviertan en un solo pueblo, gobernado por una sola visión. Así fue al comienzo.
Alguien podrá decirme: «Tú estás proponiendo un proyecto de perfección, algo que no nos atrevemos a alcanzar en este tiempo». Bien, yo me atrevo a esperar eso; no algo que abarque a todo el pueblo de Dios, pero creo que es posible alcanzar una medida mucho mayor de la que existe ahora.
Nosotros somos llamados a orar a fin de que el Señor dé una visión a los instrumentos de su ministerio en este tiempo en el cual él traerá a su pueblo a una nueva revelación de sí mismo, y luego los irá reuniendo, no como una organización o como una multitud de gente que acepta cierta interpretación, sino uniéndolos por lazos espirituales, porque han visto al Señor de una manera nueva.
Todo lo que anhelamos es que haya tal ministración de Cristo en este mundo, por la revelación del Espíritu Santo, para que, todo lo que es menos que Cristo, sea retirado, y el pueblo sea unido al Señor mismo. Y ellos si estuvieren unidos con él, entonces sí habrá unidad, y cesarán las divisiones.
Visión que sostiene
Por otra parte, cuánto poder de sustentación posee la visión. Tomemos una vez más al apóstol Pablo como ejemplo. ¿Qué era aquello que lo mantenía avanzando? Hablando naturalmente, si había un hombre que debió desistir, ese hombre era él. Me imagino a Pablo renunciando a todo en algunas situaciones.
Si tú o yo hubiésemos sido un pastor de la iglesia en Corinto, creo que habríamos desistido muy rápidamente. Tal vez en otros lugares, hubiésemos preferido un pastorado itinerante (si eso no es una contradicción de términos), porque no podríamos soportar el servicio local. Pero Pablo soportó hasta el fin; aun cuando ellos desistían, Pablo no desistía de ellos. ¡Y cómo sufrió! Cuánta cosa cayó sobre él, pero él continuó hasta que pudo decir: «He completado la carrera, he guardado la fe» (2a Tim. 4:7). Puedo percibir un eco de las palabras del Maestro respecto a eso, de otra manera: «Ningún hombre me la quita, yo la pongo de mí mismo». Es un avanzar hasta la meta por el poder de Dios. Pero ¿qué fue aquello que sustentó su caminar? Fue su visión del Señor. La visión celestial. La revelación de Cristo es un gran poder de sustentación.
La naturaleza de la visión
El solo decir que necesitamos de una visión de Cristo puede no llevarnos muy lejos, a pesar de que veamos la existencia de tal necesidad y el valor de la visión.
En Romanos 1:1-3, Pablo dice que la revelación concerniente al Hijo de Dios fue dada por los profetas en las Escrituras. Pero lo que nosotros queremos ver, lo que necesitamos ver, es que en el Nuevo Testamento hay un encuentro, de manera espiritual, de los significados más profundos de las visiones de los profetas. En este pasaje al inicio de la carta a los Romanos, donde el apóstol dice que hemos recibido aquello que fue prometido a través de los profetas concerniente al Hijo, tenemos al menos la sugestión de que en el Nuevo Testamento está definido el valor espiritual de aquello que los profetas vieron, de aquello que estaba en la visión de ellos. Ilustraremos tal instancia con algunos ejemplos.
Hemos dicho que en el Nuevo Testamento tenemos, de manera espiritual, para nuestra comprensión sobre Cristo, aquello que en verdad estaba inicialmente por detrás de la visión de los profetas. Tomemos cuatro ilustraciones de la visión profética.
Visión de Cristo como la Cabeza soberana de la iglesia
Regresemos al profeta Isaías, en aquel conocido pasaje: «En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo» (6:1). Es el Evangelio que concierne al Hijo, prometido en las Escrituras por medio de los profetas. Pero, ¿en qué lugar aparece el Evangelio? Eso es una cuestión de visión. ¿Cómo está eso representado en el Nuevo Testamento?
El Nuevo Testamento está lleno de la supremacía y de la sublimidad del Señor sentado sobre el trono, y de sus vestiduras llenando el templo. En otras palabras, es la soberanía absoluta de Jesucristo como cabeza de su iglesia. Dios lo resucitó de entre los muertos «… sentándole a su diestra en los lugares celestiales (‘sentado sobre un trono’), sobre todo principado y autoridad y poder y señorío (‘alto y sublime’), y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo (las faldas de sus vestiduras llenaban el templo)» (Ef. 1:20-23). Esta una revelación de Cristo en su primacía sobre todas las cosas, a la iglesia que es su cuerpo, la cual es la plenitud de él.
Busquemos una visión de eso. Busquemos una revelación de eso a nuestro corazón por el Espíritu Santo, y veremos su poder de liberación y de sustentación. Esa debe ser la revelación presente en el corazón. Es eso lo que el Señor ha buscado revelar hace mucho tiempo y cada vez más a nuestros corazones.
El punto es que, habiéndonos sido presentado ese aspecto de la visión, tú y yo tenemos que pedir al Señor la capacidad espiritual para verlo. Y eso nos lleva a otro pasaje de la misma carta: «Para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento…» (1:17-18). Este es el otro aspecto de la visión: nuestros ojos espirituales siendo iluminados. ¿Orarás para obtenerlo? ¿Orarás para que todo el pueblo de Dios tenga esto?
Cuando el pueblo del Señor alcance, por el Espíritu Santo, una nueva revelación sobre el soberano señorío de Cristo, y comience a retener la Cabeza (Col. 2:19), ellos abandonarán todo lo que es local, personal, diferente y disperso en el mundo. Este es el lugar de la unidad. Si Cristo es la absoluta y soberana cabeza en nuestras vidas, como hijos del Señor, no habrá discordias entre nosotros. Cuando el Señor tenga pleno dominio como cabeza en nuestras vidas, toda independencia de acción y vida, toda voluntad propia, todo rumbo propio, toda vanagloria y vindicación propia se irán enseguida. Esas son las cosas que nos separan hoy a los unos de los otros.
Mencionamos el libro de Isaías; recordemos que allí tenemos los resultados de una visión de ese tipo en el hombre Isaías. Tal visión tuvo el efecto inmediato de humillarlo hasta el polvo. Sí, perdemos todo el orgullo, toda nuestra importancia, cuando vemos al Señor en gloria. «¡Ay de mí!». Eso es humillación.
Luego, tras la humillación, viene la consagración: «He aquí que esto (la brasa) tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado». Y tras la humillación y la consagración, viene el llamamiento. «¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí» (6:6-8). Una vida apropiada a los propósitos del Señor para el servicio es el resultado completo de una revelación del señorío absoluto y soberano de Jesucristo.
Tal es la enseñanza de Isaías. Y así es en el Nuevo Testamento. Si vamos al libro de los Hechos, veremos que el servicio allí manifestado fluía de la exaltación de Cristo, a quien ellos habían visto.
Visión de Cristo en Su señorío universal
Pasando por Isaías, Efesios y Colosenses, vamos ahora a Daniel. Solo algunos pasajes. No podemos ir al fondo en las visiones de Daniel, pero, resumiéndolas, ¿cuál es el resultado principal? ¿No es acaso el curso de la historia mundial moviéndose en dirección a Cristo, para su consumación? Los imperios pasan como un desfile teatral ante los ojos espirituales del profeta.
En rápida sucesión, él ve aquellos poderosos imperios mundiales, cada uno cayendo ante su sucesor. Y al final, Daniel ve una piedra, cortada no por manos, quebrantar la historia de este mundo, y un Reino es levantado, cuyo fin no se ve y nunca será visto; y el dominio y la autoridad son concedidos al pueblo del Altísimo, viniendo el Señor a reinar, pues éste es su derecho. Esta es la consumación de la historia del mundo, el desfile de todos los imperios moviéndose en dirección a Cristo.
Esa es una gran lección espiritual, pero el valor espiritual de esto es captado de inmediato en la carta a los Colosenses, como en otras partes del Nuevo Testamento, y ahí está perfectamente claro que el predestinado propósito de Dios para este mundo es que Cristo sea, al final, todo en todos, preeminente en absoluto en el universo, y que, aunque pueda parecer que otros poderes están controlando la historia de este mundo, hay fuerzas mucho más poderosas moviéndose y pareciendo tocar su destino.
Cuando Daniel vio esas fuerzas operando –como por ejemplo, durante las conquistas de Alejandro el Grande, en todo el mundo–, sin duda que él se maravilló con el fin que aguardaba a ese imperio. Este hombre había capturado y conquistado todo, subyugando todas las cosas; y no había más reinos para conquistar, pues él ya poseía el dominio absoluto. Y entonces Daniel vio a Alejandro el Grande derribado con un soplo, destruido antes de alcanzar una mediana edad, y vio otro poder que arribaba. Y Daniel vio más. ¿Cuál sería el fin de todo eso? Él vio el final en las manos del Hijo del Hombre.
Si miramos el mundo de hoy, bien podríamos decir, viéndolo naturalmente: «Bueno, ¿qué ocurrirá ahora? Las cosas van de mal en peor. Vean cómo está todo. Vean cuánta cosa terrible está aconteciendo en el mundo». Las vemos y preguntamos: «¿Cuál será el fin?». Bueno, el fin será Jesús en el trono del dominio universal. ¡Nada podrá evitarlo! Tengamos eso en el corazón, y veamos cuánto poder tiene esa visión. La visión tiene un poder inmenso.
Donde no hay visión, el pueblo ciertamente se desintegrará. Tú, ciertamente, te derrumbarías si estuvieses preso por las condiciones del mundo, si ellas fuesen todo lo que puedes ver. Así es el corazón del hombre debilitado por el miedo; pero hay toda una diferencia cuando se tiene la visión.
Colosenses 1:16-17 establece definitivamente: «Porque en él fueron creadas todas las cosas (…) Todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten». Y él está destinado por el eterno consejo de Dios para tener, al final, la preeminencia en todas las cosas. El primer capítulo de la carta a los Colosenses es la suma espiritual de las visiones de Daniel.
Visión de la iglesia que es Su cuerpo
Pasemos de Daniel a Ezequiel. Entre las muchas visiones de Dios concedidas a Ezequiel, seleccionamos una muy conocida, en el capítulo 40, la visión del templo que está para venir, el templo de la época final. La visión es de un varón con una caña de medir, viniendo y midiendo el patio y el templo, y tomando de manera detallada las dimensiones de todo lo relacionado con el templo: los muros, su altura, su longitud y su anchura; cada pasaje, cada corredor, cada cámara, cada vaso; todo medido con exactitud. Luego se anota con precisión lo que son esas cosas, como por ejemplo, qué es y para qué sirve cada cámara.
Todo está descrito en su naturaleza, sus dimensiones y su propósito. Y fuera del templo, el río bajo el altar, brotando, ganando volumen, profundidad, longitud y fuerza, conforme va avanzando. Los árboles en ambos lados, continuamente generando frutos, cuyas hojas nunca caen. Nos preguntamos: «¿Dónde está el Evangelio en esto?». Bueno, regresemos de nuevo a la carta a los Efesios y tendremos todo aquello muy claro, descrito con precisión y explicado para nosotros.
Este templo tiene su contraparte espiritual en esta dispensación, en la iglesia que es Su Cuerpo. Aquí, en este templo, tenemos a Cristo presentado como la iglesia, y tenemos las medidas de Cristo, en las cuales su pueblo ha de entrar, a fin de que cada uno ejerza su función, «según la actividad propia de cada miembro», como lo expone Pablo en Efesios 4:16. Esa es tu medida en Cristo. No estés en menor cuantía de ella, ni intentes sobrepasarla. Entonces, alcanzaremos nuestra plena medida cuando estemos juntos. Pablo dice: «Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe (…) a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (v. 13).
No solo tenemos una medida, sino también tenemos un lugar para funcionar en Cristo, porque en este Templo hay lugares de servicio, y cada uno tiene su lugar asignado en el ministerio, y cada coyuntura ha de funcionar, y cada miembro debe cumplir su función: «Porque (…) el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros» (1a Cor. 12:12), «pero no todos los miembros tienen la misma función» (Rom. 12:4), a pesar de que cada uno tiene su función; no la misma función, pero todos tienen un servicio.
Luego encontramos aquellas cámaras para el descanso de los siervos del Señor. Los lugares de reposo. Y tú y yo hemos venido a descansar en Cristo. Estamos tan familiarizados con eso, que tal afirmación ya no provoca asombro en nuestros corazones, pero el Evangelio aparece en todo eso y ha venido por revelación a través de los profetas.
¡Qué bueno sería si tú y yo tuviésemos esa visión, de la iglesia como el cuerpo de Cristo, del maravilloso orden celestial, según el cual a cada uno de nosotros es dada una medida, «de acuerdo con nuestra medida», y que nosotros debemos ser eficientes en esa medida! A cada uno de nosotros ha sido dado un lugar en Cristo, y a cada uno es dado un servicio en Cristo, y cada uno, por tener un lugar, una medida y un servicio, debe conocer su propio reposo en Cristo.
La revelación espiritual de la iglesia como el Cuerpo de Cristo es algo maravilloso; y cuando vemos la iglesia de ese modo, nos avergonzamos de nosotros mismos, porque siempre pensábamos acerca de la iglesia como una institución de la tierra. En esa revelación celestial de lo que es la iglesia, todos los santos tienen su lugar respectivo creciendo a su medida en Cristo y cumpliendo su servicio en Cristo. Esa es la iglesia, el templo, «un templo santo en el Señor». ¿Orarás por esa visión, por esa revelación? ¿Orarás para que el pueblo del Señor en todo lugar alcance esto? Esto es algo que requiere oración. Esa es una necesidad hoy.
Visión del vaso «vencedor»
Concluiremos con una palabra de Zacarías. Entre las visiones de este profeta está la del capítulo 4: «Volvió el ángel que hablaba conmigo, y me despertó, como un hombre que es despertado de su sueño. Y me dijo: ¿Qué ves? Y respondí: He mirado, y he aquí un candelabro todo de oro, con un depósito encima, y sus siete lámparas encima del candelabro, y siete tubos para las lámparas que están encima de él» (v. 1-2). ¡Un candelabro de oro puro!
¿Qué es eso de acuerdo con la revelación del Nuevo Testamento? Es un instrumento exclusivo de Dios aquí en la tierra, para manifestar el testimonio de Jesús; algo enteramente de Dios; no hecho por hombre ni constituido por hombre, sino algo que Dios produjo, en el cual hay un testimonio llameante de Jesús por el aceite del Espíritu Santo.
¿Quién dirá que el Señor no necesita de eso hoy? ¿Quién dirá que el pueblo del Señor no necesita regresar a esto o ir en dirección a esto: ser para Él un vaso, un instrumento totalmente constituido por Dios, hecho de aquellos elementos divinos de oro puro, en los cuales el testimonio arde y resplandece, sin cesar, porque el óleo incesante del Espíritu está fluyendo sin traba? Eso no es imposible. No está más allá de la voluntad del Señor para hoy.
No dejemos que esto sea meramente visionario. El Señor nos salve de que eso se convierta en algo apenas visionario, pero oremos para que Cristo llegue a ser una revelación viva en nuestro corazón. Esto no es algo de la mente o de la imaginación. ¡Amados, esto es real! Puede ser dicho en un lenguaje más suave, en términos más secos, pero esto es lo que se ha convertido en la pasión del corazón de algunos de nosotros; es lo que nos ha libertado y sostenido; es lo que ha constituido el servicio de algunos de nosotros.
Entonces, podemos afirmar que esto es lo que está manteniendo juntos a algunos de nosotros, cuando nada más podría unirnos. Es la capacitación del Espíritu Santo para que aprehendamos a Cristo.
«¿Qué ves?»
Concluimos con la pregunta hecha por el ángel: «¿Qué ves?». En primer lugar, ¿has tenido una visión? El progreso, el ministerio y todo lo relacionado con la vida, fluye de la visión; de otro modo, no cuentan para nada. ¿Qué has visto tú? Si tenemos visión, también es importante poder declararla. Si tú tienes una visión, ¿puedes explicarla? ¿Puedes declararla? ¿O ella está encerrada en ti?
Todo esto nos guiará luego a una oración muy definida. Esta es la dirección para orar: el testimonio vivo del Señor, un vaso para este testimonio, la verdadera visión espiritual, la revelación de Cristo al corazón.
El pueblo de Dios necesita visión. Oremos para que sus ojos sean abiertos, para que podamos ser un ministerio de «abrir los ojos», a fin de que estas palabras también sean realidad con respecto a nosotros: «…para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados»; «Sin profecía el pueblo se desenfrena»; «no fui rebelde a la visión celestial» (Hech. 26:17-18; Prov. 29:18; Hech. 29:19). Que el Señor nos conceda revelación de sí mismo.
Traducido de: The Lord’s Testimony and the World Need, Cap. 3