La fe ve en Jesús el cumplimiento de esta profecía, pues toda esta bendición se encuentra en él.
Y serán benditas en ti todas las familias de la tierra».
– Génesis 12:3.
Nuestro Padre celestial es amor, y la prueba de ello es el don de su Hijo, porque Jesús es amor. La prueba es que él se ha dado a sí mismo. El Espíritu es amor, y la demostración está en que hace que Jesús entre en el corazón de fe.
De aquí que las Escrituras aparezcan modeladas por una mano de amor, y sean como un gran mapa que muestra las glorias del Señor a los hijos de los hombres. Cada página añade un nuevo matiz a esa imagen esplendo-rosa. Cada personaje parece un heraldo que precede a Jesús con una nota que aumenta en claridad.
Profecía cumplida
Por eso, cuando Abraham aparece de las sombras de la idolatría, se le anuncia el Evangelio instantáneamente y las buenas nuevas resuenan potentes: «En ti serán benditas todas las naciones» (Gál. 3:8). La fe ve en Jesús el cumplimiento de esta profecía, porque ¿quién sino él es la bendición del mundo?
Cuando el patriarca percibió la verdad desde esta altura, pudo contemplar masas incontables de seres inmortales que habían recibido esta bendición a través de las edades sin fin. «Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó» (Juan 8:56).
¿Quisieras, lector, contemplar maravillas semejantes, y participar del mismo gozo? ¿Desearías ser bendecido en esta vida, en la muerte y por toda la eternidad? ¿Te gustaría vivir cada día con la sonrisa favorable de Dios – reposar cada noche al amparo de sus alas, y descender al sepulcro apoyándote en su brazo, para pasar más allá de la muerte y entrar en la nueva Jerusalén? Pues, toda esta bendición se halla en Cristo.
En todo momento de tu vida puedes alzar un corazón tranquilo y decir: El gran Creador es mi Padre; Jesús es mi Redentor; el Espíritu es el Maestro, el Santificador, el Consolador que mora en mí; los santos en luz, son mis hermanos; los ángeles son mis fieles guardianes; mi hogar es el cielo, y la gloria será mi corona.
Sí, toda esta bendición se halla en Cristo. Pero sin él no hay bendición. La mano que bendice permanecería inerte, y muda la voz que promete, a no ser por él. Tales son los hechos como aparecen en las raíces del Evangelio de verdad.
Trasladados de la ley a la gracia
Se podría preguntar por qué no puede descender la bendición sobre la tierra si no es por medio de Jesús. El pecado es el obstáculo que intercepta el camino. La bendición no puede entrar en el canal hasta que una fuerza superior limpie el cauce. Pero el pecado no se limita a obstaculizar. La maldición está en esta tierra en que nacemos y, por ello, en este desierto vacío no llueve más que dolor. Hemos de ser trasladados al Edén de la Gracia para disfrutar el favor de Dios en abundancia.
Hay muchos que se pasean por esta vida sin advertir que están en el país de la miseria. Si das un valor a tu alma, examina conmigo este caso solemne. Dejemos a un lado los preceptos del mundo. Que se oculten los conceptos infantiles de nuestra endeble razón y que hable la Palabra desde su trono infalible y elevado, pues su sentencia es clara e inequívoca. Nada puede obscurecerla.
He aquí la decisión del Señor: «Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas» (Gál. 3:10). ¡Qué voz más terrible! Te incluye a ti, porque habla de «todo aquel». Esta red envuelve a toda la humanidad. Ni las riquezas del rico ni la pobreza del pobre; ni la edad del anciano ni la juventud del adolescente; ni la cultura del sabio ni la ignorancia del iletrado serán puertas de escape. Ninguna condición, cualidad o logro puede excusar. Todo ser nacido de mujer, en toda latitud y época, está aprisionado por esta terrible sentencia.
No obstante, esta ley solo proclama un mandamiento: amor. Solo requiere esto. Pero su amplitud cubre todo pensamiento, y su longanimidad abarca todo el tiempo. «Ama a Dios», dice, «y ama al hombre con toda la intensidad de tu mente, en todo momento de tu existencia. Ama a Dios y ama al hombre de una forma perfecta, sin decaer ni detenerte».
¿Qué ocurriría si se fracasara en el empeño? Entonces el castigo es éste: Serás maldito. No queda lugar para excusas, ni lágrimas, ni penitencia, ni promesas de reforma. La desobediencia significa maldición.
No le vuelvas la espalda a este asunto. Considera en qué forma te afecta. ¿Estoy, acaso, añadiendo a la Escritura? Ciertamente no. ¿Estoy, entonces, exagerando? No. ¿Cómo podría hacer más horroroso lo que ya es infinitamente terrible? Si miras alrededor de tu celda verás que sus muros son altos y no puedes escalarlos. Parece que hacen resonar el terrible trueno: «Maldito seas tú».
Pero, ¿en qué consiste la maldición? Es la acumulación eterna de toda la angustia que los recursos de Dios pueden descargar. Es el torrente ardiente que nace en el lago de fuego. Es dolor y angustia extremos. Es la eternidad en la suma del tormento. Es el infierno. Éste es el estado de los que no han huido de los horrores del Sinaí y mueren sin recibir la bendición de la gracia salvadora que brota de Sion.
Te he traído a este valle tétrico, porque quiero que veas a Jesús «saltando sobre los montes, brincando sobre los collados» de bendición. Si bien es verdad que la ley desencadena una maldición despiadada, no es menos cierto que la bendición que hay en Cristo es tan extensa y eterna como la primera. Jesús se corona con espinas, para poder dar a su pueblo una corona de gloria.
Maravillosa transacción
Esta obra maravillosa de transacción se llevó a cabo en el huerto y en la cruz. Para ello, él no negó las acusaciones, ni deseó una mitigación, ni arguyó debilidad; al contrario, honró y dio sublimidad a la ley en grado sumo. Con ello glorificó al mandamiento como justo, recto y bueno. Así queda demostrado, también, que la maldición es completamente merecida y debe ser sobrellevada.
Jesús clama que todo el castigo descienda, pero no sobre el pobre pecador, sino sobre Sí mismo. Se ofrece, como sustituto, para soportarlo todo, y todo cae sobre él. Fue hecho maldición por nosotros. El último sorbo de la copa de ira es apurado por él, y ni una gota queda para aquellos a quienes él redime. Así, pues, Jesús quita toda la maldición de las manos de Dios, y se presenta como la Bendición del mundo.
Te invitaría gustosamente a que adorases conmigo a esta Bendición suprema. Pero ante tal maravilla, todo pensamiento y palabra no son más que sombras. ¿Sería la libertad una bendición para un prisionero en cadenas; o el perdón de un rey para un traidor convicto; o los encantos de un país para el que retorna del exilio? ¿No es el alivio una bendición para el atormentado por el dolor; o la voz de la salud para el que se debate en su enfermedad; o la vista para el ciego? ¿No es el consuelo una bendición para el desconsolado; el descanso para el agotado; el hogar para el vagabundo; el pan para el hambriento; o la paz para el temeroso? Pues bien, todo esto no es más que un bosquejo superficial de las bendiciones que abundan en Jesús.
Gratas nuevas
Sería un placer rebuscar en las Escrituras las repeticiones incesantes de estas gratas nuevas. Un breve ejemplo nos basta: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo» (Ef. 1:3). En estas palabras no queda nada por decir.
Examina las riquezas de la tesorería de la Gracia. El creyente puede decir que esta herencia es suya. Es imposible medir esa cadena de oro que se extiende desde una mano de Dios en el pasado hasta la otra en la eternidad venidera. Y, además, cada eslabón es una bendición.
Contempla el cielo estrellado. Esos orbes esplendorosos sobrepasan toda belleza, y su número es incontable. El firmamento de Cristo es así. Está tachonado de bendiciones, y millones de mundos serían de menos valor que la menor de ellas. Los ojos de la fe las ven relucir; son como una constelación de perdón. «En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados». También vemos el brillo de nuestra adopción en la familia de Dios: «Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios».
Luego está la vía láctea de la paz: «La paz os dejo, mi paz os doy», y el lucero del pecado destruido: «Dios, habiendo levantado a su Hijo, lo envió para que os bendijese, a fin de que cada uno se convierta de su maldad». La justicia divina destella a su vez: «Y se le llamará: Jehová justicia nuestra». La luz de la vida anuncia: «Y yo les doy vida eterna». En ese firmamento se encierra toda la gloria: «La gloria que me diste yo les he dado».
Tenemos, también, la posesión de todo el bien presente y futuro: «Porque todo es vuestro… sea lo presente, sea lo por venir». Y por último se nos da la certeza de que nada nos dañará: «Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados».
Refugio en Jesús
Tal es la gran procesión de bendiciones que el creyente contempla con calma. Pero, ¿son tuyas? Lo son si has encontrado refugio en esos brazos de Jesús que imparten bendición. Si no, ten cuidado, porque tu destino será la oscura noche de la maldición.
Tal vez me esté dirigiendo a algún ministro del Señor. En ese caso debo decir que, como Jesús, estás para tropiezo y recuperación de muchos. Si quieres hacer de tu obra un ministerio de felicidad, habla de Cristo a tu rebaño. Predica a Cristo con claridad, con plenitud, solo a él, a tiempo y fuera de tiempo. Guíales desde el desierto maldito a los únicos pastos donde se pueden encontrar las verdaderas bendiciones.
Si eres un padre, tú amas a tus hijos. Más de una vez has pedido con ojos húmedos y corazón ansioso que el Señor los bendiga. Pues bien, enséñales a Cristo. Si omites esto, cualquier otra instrucción no hará más que añadir dolor a la maldición, y preparar el camino del infierno.
Si tienes amigos que estimas como tu propia vida, cualquier trabajo te parece ligero si con ello contribuyes a su bienestar. Recuerda que el que no es amigo del alma, es en realidad un enemigo. Para tener amistad con un alma hay que guiarla a Cristo.
Tal vez ocupes un cargo de responsabilidad y, sea en la familia o en el trabajo, hay quien depende de ti. Como es natural, tú te preocupas por su bienestar y se lo proporcionas. A su vez, ellos esperan tu ayuda y tú se la brindas. Hasta aquí todo está bien. Si este mundo lo fuera todo, serías una bendición para ellos. Pero el mundo que realmente importa es el que está más allá de la muerte. Por ello, para ser una verdadera bendición, debes atraerlos al conocimiento, a la fe, al amor y al servicio de Jesús.
Supongamos que perteneces a un nivel más humilde. En ese caso piensa que muchos de los mejores siervos del Señor eran pobres, y no obstante hicieron ricos a otros. Tu lengua emite muchas palabras cada día, y cada palabra llega a algún oído y quizá a algún corazón. Debes creer que tus humildes palabras pueden ministrar gracia y bendición al servir de canales que transporten la salvación de Jesús.
Sea quien fueres, no deseches estas grandes verdades – el Espíritu dará testimonio a tu espíritu de que la Bendición de todos los pueblos de la tierra es también la bendición de tu corazón. Permanece en él, y la Bendición de Abraham, el amigo de Dios, será tuya: «Te bendeciré y engrandeceré tu nombre».
Pero no podremos imaginar en qué consiste esa bendición hasta que oigamos su bienvenida: «Venid benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo».
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/El-Evangelio-en-Genesis