Presentando nuestros cuerpos a la obra del Espíritu Santo, él traerá a nosotros la vida misma de Jesús.
¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? … ¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios».
– 1ª Cor. 6:15, 19-20.
La Biblia nos enseña que el cuerpo de Cristo es la reunión de los fieles. Estas palabras generalmente son tomadas en su sentido espiritual: pero, en este pasaje, la Biblia nos pregunta, explícitamente, si no sabemos que nuestros cuerpos son miembros de Cristo.
De la misma manera, cuando la Biblia habla de la habitación del Espíritu Santo o de Cristo, limitamos su presencia a la parte espiritual de nuestro ser, nuestra alma o nuestro corazón. Sin embargo, aquí dice expresamente: «¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo».
Cuando la iglesia comprenda que el cuerpo también tiene una parte en la redención –la cual es por Cristo– por la cual él debe ser traído de vuelta a su destino inicial, para ser el lugar de morada del Espíritu Santo, para servir como Su instrumento, para ser santificado por Su presencia, ella también reconocerá la posición que la sanidad divina tiene en la Biblia y en los consejos de Dios.
Espíritu, alma y cuerpo
La Biblia nos dice que el hombre consta de tres partes: espíritu, alma y cuerpo. Primero, Dios formó el cuerpo, del polvo de la tierra, y luego sopló en él aliento de vida. De esta forma, Dios llevó su propia vida, su Espíritu, a entrar en el hombre. Por esta unión del Espíritu con la materia, el hombre fue hecho un alma viviente.
El alma, que es esencialmente el hombre, halla su lugar entre el cuerpo y el espíritu; ella es el nexo que los une. Por medio del cuerpo, el alma se relaciona con el mundo exterior; por el espíritu, con el mundo invisible y con Dios. A través del alma, el espíritu puede sujetar el cuerpo a la acción de los poderes celestiales y, así, espiritualizarlo. A través del alma, el cuerpo también puede actuar sobre el espíritu, y atraerlo a las cosas terrenales.
El alma, sujeta tanto a las solicitudes del espíritu como del cuerpo, está en una posición de elección entre la voz de Dios, hablando por el espíritu, o la voz del mundo, hablando a través de los sentidos.
La unión del espíritu y el cuerpo es una combinación singular en la creación: ella hace del hombre la joya de la creación de Dios. Otras criaturas ya existían, algunas eran como ángeles, solo espíritus, sin cuerpo material, y otras eran como los animales, solo carne, poseyendo un cuerpo animado, con un alma viva, pero desprovistos de espíritu.
El hombre fue destinado a mostrar que el cuerpo material, gobernado por el espíritu, era capaz de ser transformado por el poder del Espíritu de Dios, y siendo así llevado a participar de la gloria celestial.
Sabemos lo que el pecado y Satanás han hecho con esta posibilidad de transformación gradual. Por intermedio del cuerpo, el espíritu fue tentado y se volvió esclavo de los sentidos. También conocemos lo que Dios hizo para destruir la obra de Satanás y cumplir el propósito de la creación. «Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo» (1ª Juan 3:8).
Dios preparó un cuerpo para su Hijo. «Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo» (Heb. 10:5). «Y aquel Verbo fue hecho carne» (Juan 1:14). «Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Col. 2:9). «…quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero» (1ª Pedro 2:24).
Y ahora, Jesús, resucitado de entre los muertos, con un cuerpo tan libre de pecado, tanto como Su espíritu y Su alma, comunica a nuestro cuerpo la virtud de Su cuerpo glorificado. La cena del Señor es «la comunión del cuerpo de Cristo», y nuestros cuerpos son «miembros de Cristo» (1ª Cor. 10:16; 6:15; 12:27).
Nuestra fe y la vida de Cristo
La fe nos pone en posesión de todo lo que la muerte de Cristo y su resurrección obtuvieron para nosotros. Y la vida de Cristo resucitado no solo manifiesta su presencia en nuestro espíritu y nuestra alma, sino que ella obra también en el cuerpo.
«¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros?». Muchos creyentes imaginan que el Espíritu Santo vino para morar en nuestro cuerpo así como nosotros habitamos en una casa. Pero no es así. Yo puedo habitar en una casa sin que ella se haga parte de mi ser. Puedo abandonarla, sin sufrimiento; no existe ninguna unión vital entre mi casa y yo.
No ocurre así con la presencia de alma y espíritu en nuestro cuerpo. La vida de una planta da vida y anima cada una de sus partes, y nuestra alma no está limitada a habitar en tal o cual parte del cuerpo, como, por ejemplo, en el corazón o en la cabeza, mas penetra a través de él, aun hasta el extremo de los miembros más inferiores.
La vida del alma se difunde por todo el cuerpo; la vida, en todas las partes, comprueba la presencia del alma. Es de la misma forma que el Espíritu Santo vino para habitar en nuestro cuerpo. Él penetra su totalidad. Él nos anima y nos posee infinitamente, más allá de lo que podemos imaginar.
De la misma forma que el Espíritu Santo trae a nuestra alma y a nuestro espíritu la vida de Jesús, su santidad, su poder, él vino también para comunicar, al cuerpo, toda la vigorosa vitalidad de Cristo, cuando la mano de la fe está extendida para recibirla. Cuando el cuerpo está plenamente sujeto a Cristo, crucificado con él, habiendo renunciado a toda voluntad propia y a toda independencia, no deseando nada, sino ser el templo del Señor, ahí entonces el Espíritu Santo manifiesta en el cuerpo el poder del Salvador resucitado.
Solo entonces podemos glorificar a Dios en nuestro cuerpo, dejándolo en plena libertad, para que manifieste allí su poder, para mostrar que él sabe cómo establecer su templo, libre del dominio de todo mal, del pecado o de Satanás.
El cuerpo es para el Señor
«Las viandas para el vientre, y el vientre para las viandas; pero tanto al uno como a las otras destruirá Dios. Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo» (1ª Cor. 6:13). Un erudito dijo que la corporeidad es la meta de los caminos de Dios; es realmente lo que Dios proyectó al crear al hombre. Esto es lo que hace que los habitantes del cielo se maravillen y admiren cuando contemplan la gloria del Hijo.
Vestido con un cuerpo humano, Jesús tomó para siempre su lugar en el trono de Dios, para participar de su gloria. Esto es lo que Dios deseaba, y será reconocido en aquel día en que la humanidad regenerada, formando el cuerpo de Cristo, sea real y visiblemente el templo del Dios viviente (2ª Cor. 6:16), cuando toda la creación, en el nuevo cielo y la nueva tierra, comparta la gloria de los hijos de Dios.
El cuerpo material será, entonces, plenamente santificado, glorificado por el Espíritu; y este cuerpo, así espiritualizado, será la mayor gloria del Señor Jesucristo y de sus redimidos.
Es anticipando esta nueva condición de las cosas, que el Señor atribuye gran importancia a la habitación y santificación de nuestros cuerpos, aquí en la tierra, por su Espíritu. Esta verdad es tan poco entendida por los creyentes, que ellos no buscan el poder del Espíritu Santo en sus cuerpos. Muchos de ellos, también, creyendo que este cuerpo les pertenece, lo usan como bien les parece. Sin comprender cuánto depende del cuerpo la santificación del alma y del espíritu, ellos no alcanzan a percibir todo el significado de las palabras: «El cuerpo es para el Señor», como para recibirlas en obediencia.
«El cuerpo es para el Señor». ¿Qué significa tal afirmación? El apóstol acaba de decir: «Las viandas para el vientre, y el vientre para las viandas; pero tanto al uno como a las otras destruirá Dios». Comer y beber proporcionan al cristiano una oportunidad de cumplir esta verdad: «El cuerpo es para el Señor». Él debe, verdaderamente, aprender a comer y a beber para la gloria de Dios.
Fue a través del acto de comer que vinieron el pecado y la caída. Fue también a través de este hecho que el diablo trató de tentar a nuestro Señor. Así, Jesús mismo santificaba Su cuerpo, comiendo solo según la voluntad de su Padre (Mat. 4:4). Muchos creyentes fracasan en vigilar sus cuerpos, en observar una santa sobriedad en el temor de volverlo inadecuado para el servicio de Dios. El comer y el beber nunca deberían impedir la comunión con Dios; al contrario, su meta es facilitarla, manteniendo el cuerpo en su condición normal.
El apóstol también habla de la fornicación, este pecado que corrompe el cuerpo, y que está en oposición directa a las palabras: «El cuerpo es para el Señor». El significado, aquí, no es simplemente libertinaje fuera del estado matrimonial, sino también, en este estado, toda voluptuosidad, toda falta de sobriedad de cualquier tipo, es condenada en estas palabras: «Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo».
De la misma forma, todo lo que es hecho para mantener el cuerpo, para vestirlo, fortalecerlo, darle descanso en el sueño o proporcionarle entretención, debe ser puesto bajo el control del Espíritu Santo. Así como en el antiguo pacto, donde el templo era construido exclusivamente para Dios y para su servicio, así también nuestro cuerpo fue creado para el Señor, y solo para Él.
Uno de los principales beneficios de la sanidad divina será enseñarnos que nuestro cuerpo debe ser libertado del yugo de nuestra voluntad propia, para tornarse propiedad del Señor. Dios no concede sanidad en respuesta a nuestras oraciones, hasta que él haya alcanzado el fin por el cual ha permitido la enfermedad. Dios desea que esta disciplina pueda traernos a una comunión más íntima con él. Él nos señala que hemos considerado nuestro cuerpo como de nuestra propiedad, en circunstancias que le pertenece al Señor, y que el Espíritu Santo busca santificar todas sus acciones.
Dios nos lleva a entender que, si rendimos nuestro cuerpo sin reservas, a la influencia del Espíritu Santo, experimentaremos su poder en nosotros, y él nos curará, trayendo a nuestro cuerpo la vida misma de Jesús; en resumen, él nos lleva a decir con plena convicción: «El cuerpo es para el Señor».
Existen creyentes que buscan la santidad, pero solo para el alma y para el espíritu. En su ignorancia, olvidan que el cuerpo, y todos sus sistemas nerviosos, las manos, los oídos, los ojos, la boca, son llamados para testificar directamente de la presencia y de la gracia de Dios en ellos. No han comprendido suficientemente estas palabras: «Vuestros cuerpos son miembros de Cristo … Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne –o «Si por el Espíritu mortificáis los hechos del cuerpo»– viviréis» (1ª Cor. 6:15; Rom. 8:13).
«Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo» (1ª Tes. 5:23). ¡Oh, qué renovación ocurre cuando, por su propio toque, el Señor cura nuestros cuerpos, cuando él toma posesión de ellos, y cuando, por su Espíritu, él se trasforma en vida y salud para ellos!
Es con una indescriptible conciencia de santidad, de temor y de gozo, que el creyente puede ofrecer su cuerpo como un sacrificio vivo, para recibir la sanidad, y tener como su lema estas palabras: «El cuerpo es para el Señor».
El Señor es para el cuerpo
«Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo» (1ª Cor. 6:13).
En el relacionamiento de Dios con el hombre, hay reciprocidad. Aquello que Dios ha sido para mí, yo debo, en respuesta, ser para él. Y aquello que soy para él, él desea ser igualmente para mí. Si, en su amor, él se da completamente a mí, es para que yo pueda darme a mí mismo, por amor, plenamente a él.
En la medida en que realmente entrego a él todo mi ser, en esta medida, también él se da a mí de forma más real. De esta forma, Dios conduce al creyente a comprender que este abandono de sí mismo abarca al cuerpo, y cuanto más nuestra vida da testimonio de que el cuerpo es para el Señor, más también experimentamos que el Señor es para el cuerpo.
Al decir: «El cuerpo es para el Señor», expresamos el deseo de considerar nuestro cuerpo como plenamente consagrado, ofrecido en sacrificio al Señor y santificado para Él. Al decir: «El Señor es para el cuerpo», expresamos la preciosa certeza de que nuestra ofrenda fue acepta y de que, por su Espíritu, el Señor comunicará a nuestro cuerpo Su propia fuerza y santidad, y que, de aquí en adelante, Él nos fortalecerá y nos guardará.
Esta es una cuestión de fe. Nuestro cuerpo es material, frágil, pecaminoso y mortal. Por tanto, es difícil comprender de una sola vez la plena extensión de las palabras: «El Señor es para el cuerpo». Es la palabra de Dios que nos explica la forma en que podemos asimilar tal información.
El cuerpo fue creado por el Señor y para el Señor. Jesús tomó sobre sí un cuerpo terrenal. En su cuerpo, él llevó nuestros pecados en la cruz, y allí libertó nuestros cuerpos del poder del pecado. En Cristo, el cuerpo fue nuevamente elevado y asentado en el trono de Dios.
El cuerpo es la habitación del Espíritu Santo; él es llamado a la eterna asociación con la gloria del cielo. Por tanto, con certeza, y en un sentido amplio y universal, podemos decir: «Sí, el Señor Jesús, nuestro Salvador, es para el cuerpo».
Esto tiene diversas aplicaciones. En primer lugar, es de gran ayuda en la santidad práctica. Más de un pecado deriva su fuerza de alguna tendencia física. El bebedor convertido tiene horror a la intoxicación alcohólica. Sin embargo, si, en medio del conflicto, él entrega su cuerpo confiadamente al Señor, todo el apetito físico y todo el deseo de beber será vencido.
Nuestro temperamento también es, con frecuencia, el resultado de nuestra constitución física. Un sistema nervioso irritable produce palabras hirientes y sin amor. Mas, deja que tu cuerpo, con esta tendencia física, sea tomado por el Señor, y luego experimentarás que el Espíritu Santo puede mortificar las sublevaciones de la impaciencia y santificar el cuerpo.
Salud y energía física
Las palabras: «El Señor es para el cuerpo», son aplicables también a la energía física que nos demanda el servicio al Señor. Cuando David exclama: «Dios es el que me ciñe de poder», él quiere decir fuerza física, pues añade: «Quien hace mis pies como de ciervas, y me hace estar firme sobre mis alturas; quien adiestra mis manos para la batalla, para entesar con mis brazos el arco de bronce» (Sal. 18:33-34).
Muchos creyentes han experimentado que la promesa: «Los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas» (Is. 40:31), toca al cuerpo, y que el Espíritu Santo aumenta la fuerza física. Sin embargo, es especialmente en la sanidad divina que vemos la verdad de estas palabras: «El Señor es para el cuerpo». Sí, el soberano y misericordioso Sanador está siempre pronto para salvar y sanar. Él, que tomó sobre sí mismo un cuerpo humano aquí en la tierra, y lo regeneró; del más alto cielo, donde él está ahora, con su cuerpo glorificado, nos envía su fuerza divina, deseando así manifestar su poder en nuestro cuerpo.
En À Maturidade
(Traducido del portugués).