En las últimas epístolas de Pablo (a Timoteo y a Tito) aparece varias veces una palabra que no se menciona en las anteriores: Piedad. Su presencia se explica por el avanzado deterioro que ya muestra la iglesia, y que obliga al apóstol a hacer uso de un término que signifique la integridad y coherencia de la vida cristiana, es decir, no solo como una fe que se lleva en el corazón, sino como una forma de vida.

Pablo utiliza frecuentemente esta palabra, aplicándola a las más variadas esferas de la vida humana. Él espera que la piedad sea la forma de vida de los cristianos. Así, la aplica a la mujer, a la vida familiar, a la juventud, a la actitud del cristiano frente a los bienes.

En relación con la mujer cristiana, dice el apóstol: «Quiero, pues … que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no  con peinado ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad» (1 Tim. 2:8-10). En la mujer, la piedad tiene que ver con su apariencia y, fundamentalmente, con sus obras.

La mujer pone gran cuidado en su presentación personal, en su cuerpo y en su vestido. Ella tiene gran conciencia de su belleza y de su gracia natural. Entonces surge para ella un gran dilema. Respecto a este asunto, Pablo presenta dos opciones: por un lado, la ropa decorosa, el pudor y la modestia; por otro, la ostentación, los vestidos costosos, el oro y las perlas. Él dice sí a lo primero; no a lo último. Y aquello debe ir de la mano con las buenas obras, «como corresponde a mujeres que profesan piedad».

¿Qué evoca una mujer cristiana en aquellos que la ven? ¿Es su aspecto el de una mujer de mundo, muy a la moda, con adornos lujosos? ¿Es su aspecto evocador de la belleza interior, del recato, de la pureza, de la santidad? No se pretende proponer para ella un estilo de vestir ridículo y anticuado, ni se trata tampoco de alentar el descuido en su presentación. Esto va más allá de las cosas externas, y se refiere a la impresión que la mujer deja en el corazón.

Si una cristiana hace recordar a una mujer mundana, o una determinada moda; más aun, si despierta algún deseo impuro, entonces está prestando su belleza para lo banal y deshonroso. Si, en cambio, tiene ese aire radiante de la verdadera belleza interior, entonces habrá conseguido una victoria sobre su vanidad; y habrá dado un ejemplo que otras mujeres podrán seguir.

Este es el «atavío interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios» (1 Ped. 3:4). Esta es la verdadera piedad –y la verdadera belleza– en la mujer.

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