Si alguna viuda tiene hijos, o nietos, aprendan éstos primero a ser piadosos para con propia familia, y a recompensar a sus padres; porque esto es lo bueno y agradable delante de Dios».
– 1 Tim. 5:4.
La piedad es más que una expresión verbal de la fe, y más que una postura exterior de religiosidad; es una vida impregnada de los principios que se sostienen. Aquí, en el versículo que hemos citado, la piedad alcanza el ámbito familiar. En realidad, es allí donde primero debe expresarse, en el trato diario, en el amor, la comprensión, la generosidad de quienes comparten una vida común y un techo común. Sin embargo, es fácil ver que escasea la piedad en la familia.
Pablo advierte en la segunda Epístola a Timoteo: «En los postreros días vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres … sin afecto natural, implacables … que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella» (3:1-5). El afecto natural es el que surge espontáneamente entre los miembros de una familia, a causa de las relaciones de consanguinidad que les unen. Ningún padre ama a su hijo por decreto, sino por un afecto que surge en forma natural y espontánea aun desde antes de que el niño nazca. Lo mismo ocurre entre los demás miembros del grupo familiar.
Sin embargo, la Palabra dice que, en los postreros tiempos, ese afecto natural se perderá. La maldad habrá crecido tanto, y habrá echado tales raíces en el corazón humano, que aun lo natural se perderá, para dar paso a lo antinatural. Este es uno de los signos de nuestros tiempos.
En tal contexto surge como un imperativo moral (ya que no legal) para los cristianos, expresar fervorosamente este afecto natural dentro de los marcos de la familia. La familia es lo que mejor puede defender (o, al menos, retardar) a la sociedad de una desintegración moral. Un hombre con una familia normal es un hombre defendido del libertinaje. Una mujer con una familia feliz es una mujer defendida en su integridad. Los hijos serán allí resguardados en su inocencia, y avanzarán por los caminos de la vida, superando una etapa cada vez.
Sin embargo, la vida normal de una familia supone la capacidad de negarse cada uno a sí mismo a favor del otro; la madurez para aceptar al otro, para ceder frente al otro y para cuidar del otro cuando está en necesidad. La vida familiar no es fácil. En ella pueden liberarse las buenas como las peores manifestaciones del alma humana. Una familia sin Cristo en su centro no da ninguna garantía de que pueda ser aquello que Dios diseñó para ella.
Es necesaria una verdadera piedad en el seno familiar. Aquí, en la cita de 1 Timoteo, el apóstol demanda a los hijos (o nietos) hacerse cargo de su madre (o abuela) viuda. Eso será una demostración de piedad. Este es, sin duda, solo un caso ejemplar. Habrá otras muchas situaciones semejantes, en que se probará de manera práctica si la fe aceptada como verdadera es capaz de permear toda la vida de un grupo familiar. En cada una de ellas, se irá plasmando la fe hasta hacerse vida. Es que la piedad comienza por casa.
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