El Señor Jesús dijo: «Y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará» (Mat. 24:12). Sus palabras fueron una profecía clara de lo que está sucediendo en estos días finales. Estas dos cosas son como las dos caras de una misma moneda. El aumento de la maldad (el pecado), traerá un enfriamiento de los sentimientos y afectos más nobles como el amor.
Esto ocurre ya hoy en el mundo; pero eso no tiene por qué ser una realidad en la iglesia. El Señor ha provisto los recursos para que el amor no solo se mantenga inalterable, sino para que ese amor aumente y sea el sello de distinción de los hijos de Dios.
La Primera Epístola de Juan nos habla del amor. Primeramente nos dice que «el que ama a su hermano, permanece en la luz, y en él no hay tropiezo» (2:10). Esto nos muestra una realidad: que los hermanos se aman entre sí. Pero ¿cuál es la fuente del amor? ¿Está en ellos mismos?
El capítulo 3 nos dice que este amor nos fue dado del Padre, y que es un amor muy grande: «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre» (v. 1). Luego se nos dice que este amor de Dios es una característica distintiva de los hijos de Dios. «Todo aquel … que no ama a su hermano, no es de Dios» (v. 10).
Este amor no es producto del hombre (el hombre solo sabe multiplicar la maldad), sino de Dios. Por eso, porque lo tenemos, y porque además es de noble factura, Dios nos manda que nos amemos unos a otros (v. 11). «Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte»(3:14).
El mayor ejemplo de amor, por el cual conocemos que Dios nos ama, es que «él (Jesús) puso su vida por nosotros». ¿Dónde? En la cruz del Calvario. Por eso, dice Juan, el amor entre los hermanos debe ser práctico, no «de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad» (v. 18). Tan grande es esto, que el mandamiento de Dios es doble: «Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros como nos lo ha mandado» (3:23).
En el capítulo 4, Juan vuelve sobre el amor. No solo nos dice que Dios nos ama, y que ese amor se demostró en que Jesús puso su vida por nosotros, sino que Dios mismo es amor, es esencialmente amor. Y agrega que, si nosotros amamos hoy a Dios, es porque él nos amó primero. Primero Dios.
Luego dice: «Si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros» (1 Jn. 4:11). «Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros» (v. 12). La perfección del amor es amar al hermano, y amar sin temor. La prueba de que amamos a Dios es que amamos al hermano.
Así, el apóstol Juan nos ha dicho cuál es la respuesta de Dios al aborrecimiento que hay en el hombre hacia el hermano (pues Caín mató a Abel y desde entonces lo sigue aborreciendo). No es el amor del hombre, sino el amor de Dios, demostrado en la cruz, el cual fue derramado en nuestros corazones. Este amor es práctico, pues Dios lo hizo práctico en la cruz. Este amor es la esencia de Dios, y es la característica fundamental de los hijos de Dios.
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