Jesús, como el altar de la expiación, es el todo en el rescate de un alma de la muerte.
Y edificó Noé un altar a Jehová».
– Gén. 8:20.
Para llegar a conocer el poder santificador de la gracia, debemos investigar su obra en hombres de piedad. Una máquina complicada parece un rompecabezas insoluble, hasta que se entiende cómo trabaja cada una de sus piezas.
Del mismo modo, con un estudio cuidadoso de buenos modelos, llegamos a comprender cómo se pueden levantar templos espirituales con los viles materiales de la tierra, y cómo pobres pecadores como nosotros pueden hacer proezas en el campo de las aflicciones.
La escena puede variar según las circunstancias, pero hay ciertas señales que no pueden oscurecerse. El hijo de Dios debe exhibir siempre una obediencia total a la voluntad del Padre celestial, una firme confianza en su Palabra, una dulce sumisión a su dirección y un constante aproximarse a él por medio de la sangre reconciliadora, con el gozo de la oración y la alabanza. El verdadero árbol de la fe debe estar cargado de estos frutos. El alma nacida de nuevo debe probar su ascendencia con estas características, y un andar celestial debe ser a lo largo de este camino consagrado.
La figura de Noé
Esta verdad está claramente escrita en la historia de Noé. Dios le dijo: «Hazte un arca». Y aunque la obra era extraña, se empezó de inmediato. Luego Dios ordenó: «Entra tú y toda tu casa en el arca».
Noé entró con gran confianza sin ignorar que, si bien había peligros fuera, también podría haberlos dentro; pero siguiendo al Señor sin reservas se encontró a salvo y en paz.
La misma voz habló de nuevo: «Sal del arca». Y él salió de su refugio para posarse sobre la tumba de un mundo enterrado. Una soledad silenciosa reinaba en aquella tierra que Noé conoció cuando era la guarida del mal. El epitafio del pecado estaba escrito sobre aquellas vastas ruinas.
Se puede creer, con razón, que su primer acto fue adorar, y el complejo momento en que se encontraba da más realce a su actitud. «Y edificó Noé un altar a Jehová». Muchos asuntos requerían su cuidado. No tenía casa, ni corrales para el ganado, y él lo tenía que hacer todo. Tenía que planear, arreglar, esforzarse y trabajar.
Si ha habido un hombre que podía haber excluido a Dios a causa de sus muchas ocupaciones, este hombre era Noé. Si ha existido un momento demasiado ajetreado para pensar en el cielo, ése era el momento. Pero no; todo debe rendirse a Aquel que es sobre todo, lo primero debe ser para Aquel cuyo nombre es Primero.
El primer edificio sobre aquella tierra fue un altar para su Hacedor, y la primera actitud del patriarca fue la de arrodillarse sobre el suelo con sus manos alzadas al cielo.
Un engaño sutil
Si parece que franqueo los límites de mi tema es porque sé que Satanás detiene a menudo la mano que se dispone a llamar a las puertas de la misericordia, persuadiéndola de que aún no es hora, de que este rato debe dedicarse a la familia, al trabajo, al solaz. Pero no le escuches. No es desperdiciado el tiempo cuando se le da a Dios. No hay obra provechosa si no empieza, continúa y termina en él. Dedícale tu primera y última hora. Nunca estará en deuda contigo.
El verdadero Altar
El altar se edificó para sacrificar ofrendas sobre él. No se puede dudar que aquella víctima y su sangre derramada bosquejaban la muerte del Cordero de Dios.
Es también cierto, aunque no sea tan evidente, que el altar también proclama a Aquel que es la suma y sustancia del milagro de la redención. Jesús constituye cada parte de la expiación del pecado. Del mismo modo que es el verdadero Sacerdote y la verdadera Víctima, así también es el verdadero Altar. Él se ofrece para morir sobre Sí mismo.
Por ello, ese sacrificio por ti es perfecto, por ser completamente divino. Tienes un Sacerdote, y solo uno, que entró en los cielos y se sienta a la diestra de la Majestad en las alturas. Tienes un Cordero, y solo uno, porque no se necesita más, que murió una vez, puesto que una vez fue absolutamente suficiente para pagar la culpa y salvar del pecado. Así también tienes un Altar, y solo uno, que está ante el trono de Dios. Jesús es el Altar.
Esto no es un sueño fantástico, sino el pronunciamiento fiel de nuestro Dios. El mismo Espíritu nos lleva hasta el altar y nos hace leer en él esta lección evangélica, que los labios del Apóstol pronunciaron bajo Su dirección: «Tenemos un altar» (Heb. 13:10).
Por consiguiente, tenemos un altar entre nuestros tesoros. Pero, ¿dónde está? Tiene que estar donde está el Sacerdote, y donde está la sangre. No está aquí, sino tras el velo del cielo, y por ello solo puede ser el Señor Jesús. Éste es el pozo de verdad que el Espíritu nos abre. Saquemos agua de él con gozo.
Un lecho de muerte
El altar tiene diversos usos, pero el principal es el de servir de lecho de muerte de la víctima. Por ello, cuando Jesús vino a morir, tuvo que poseer tal lecho.
Vayamos con fe al Calvario, que es la cuna de nuestras esperanzas. Allí, en la plenitud de los tiempos, vemos a nuestro Sumo Sacerdote que lleva un manso Cordero, y el Cordero es él mismo. Su carga no es común. «Mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros».
El peso de un solo pecado arrojaría un alma en las profundidades del abismo de condenación eterna. Pero, ¿quién podría contar los pecados bajo cuyo peso gime Jesús? Su número es infinito y su gravedad inconmensurable.
Así pues, ¿sobre qué altar se puede presentar este sobrecargado varón de dolores? Si los ángeles desplegasen toda su fortaleza para sostenerle, se quebrarían como cañas. Si los mundos se amontonasen, quedarían como polvo. Ni el cielo mismo podía ayudar; todo era tinieblas en lo alto cuando Jesús clamó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». La tierra toda había huido y, al mirar, Cristo no vio a nadie.
Pero todo lo que necesitaba lo tenía en sí mismo. Su divinidad es el altar de su humanidad expirante. Él es su propio socorro y ayuda, y no flaquea bajo el diluvio de la ira de Jehová. Con mano serena bebe hasta el final la copa de la furia divina, y así paga por el pecado hasta que la misma justicia dice: ¡Basta! Fuerte en su propio poder, él satisface hasta que la satisfacción sobreabunda. Basado inconmoviblemente en su divinidad, borra la iniquidad hasta que ésta desaparece.
Exaltando a Jesús
Deseo exaltar a Jesús mostrándolo como el altar de la expiación, para que entiendas que él es el todo en el rescate de un alma de la muerte. Créeme, no es fácil ni común el ver esta verdad en su límpida gloria. Satanás y todo el infierno se esfuerzan sin descanso para empañarla con nieblas. Nuestra pobre naturaleza está pronta a beber la poción que hace creer que, con un poco de ayuda de Cristo, todo irá bien.
El yo, engañándose a sí mismo con sus propios actos, llega a creer que los méritos del hombre, recubiertos con los méritos de Cristo, son la llave del cielo. Pero esto no es sino construir un altar de basura humana con herramientas humanas, y luego colocar a Cristo sobre él.
Esta mentira, colocando a Cristo delante, se pasa por toda la tierra matando a miles. Esto es el árbol venenoso bajo cuya sombra descansan muchos, soñando que han hecho de Cristo su única esperanza, cuando en realidad han puesto su confianza en sí mismos.
Este es el espíritu que se burla de los perdidos, mostrándoles, demasiado tarde, que el Cristo exaltado de palabra no es necesariamente el Cristo que reina en el corazón. Este es el enemigo que tan a menudo hace del ministerio un campo estéril. Los hombres imaginan que oír de Cristo y alabar este nombre, equivale a la gracia que salva. Así pues, el yo, en alguna de sus formas, es el altar preferido de la tierra pecadora.
Éste es el gran engaño de la religión formal. Ésta es la red que el poder de las tinieblas ha extendido de forma tan ingeniosa. Esta herejía admite lo suficiente de Cristo para calmar la conciencia, pero retiene lo suficiente del yo para matar el alma. No niega que Jesús vivió y murió para salvar, pero tampoco admite que Jesús solo sea suficiente. Por ello levanta muchos altares altos y cautivadores de los sentidos y de la imaginación, haciendo de ellos la verdadera base de la esperanza del pecador. Luego los corona con Cristo y, como los hombres de Babel, cree que alcanzará el cielo.
En todo esto existe cierta semejanza de exaltación de Cristo. Pero es Cristo añadido a las formas religiosas externas, en fin, Cristo sirviendo de pináculo a la pirámide de las ideas humanas.
Múltiples funciones del altar
Pero el verdadero altar tiene múltiples usos. Allí se recibían las ofrendas y primeros frutos del adorador. De él se sacaba la provisión de alimentos. Allí huía el culpable; su terreno era un santuario. Jesús es todo esto.
Lector, el llamamiento que se te hace es que presentes tu alma, tu cuerpo, todo lo que eres, todo lo que tienes, todo lo que puedes hacer, en sacrificio a Dios. No puedes regatearle nada a quien ha dado, para rescate, más de lo que el cielo es. Incrusta esta verdad en tu mente: Excepto en el Amado, no hay persona ni servicio aceptable.
Una ofrenda suave
Palabras y obras carecen de valor si no se ofrecen por fe, por los méritos y en el nombre de Jesús. El fruto que no está santificado por su sangre y dedicado para su gloria, es solo podredumbre. Es únicamente el rico incienso que se eleva de este altar, lo que puede hacer de ti, y de tu vida, una ofrenda suave a Dios.
Lector, ora mucho. Esto es el respirar del alma, porque cada momento constituye una necesidad que debe crear un clamor que ascienda al cielo. Pero solo hay un altar donde las peticiones adquieren el poder de la victoria. Los que suplican en el nombre de Cristo hallan contestación en el cielo. Pero la oración desligada de Cristo es como humo que se desvanece en el aire.
Que tu agradecimiento sea, también, abundante, porque el mandamiento es: «Dad gracias en todo». El río de sus misericordias fluye incesante y, ¿cómo puede extinguirse el arroyo de nuestro amor agradecido? Pero no hay alabanza aceptable si no se eleva de este altar.
Sustento del alma
El alma necesita alimentación regular, y solo aquí la puede encontrar. ¡El Evangelio nos invita a un gran banquete! La palabra, las promesas, las ordenanzas y los símbolos están preparados para este banquete abundante. Pero Cristo es la esencia del alimento y, sin él, los medios de la gracia no son más que cáscaras secas.
El altar tenía, además, asas. El ofensor que se aferraba a ellas estaba a salvo; la mano vengadora no podía tocarle. Así también, todo el que se refugia en Cristo puede despreocuparse de todo enemigo. Ni las amenazas de la ley, ni la espada justiciera, ni el furor del perseguidor pueden dañarle.
¡Cuán feliz es el creyente que ha hecho de este altar su hogar seguro y deleitoso! Bajo su protección pensará con frecuencia: «Aquí he descargado el peso de mis pecados; aquí viviré, con el poder del Espíritu, una vida entregada y de adoración. Aquel que es el Altar donde muero al pecado, será el Altar donde viviré para Dios. Cristo lo es todo para mi perdón y para mi santidad».
De El Evangelio en Génesis