Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne…».
– Rom. 8.12.
El libro de Romanos va revelando, por el evangelio, de fe en fe, la justicia de Dios (Rom. 1.17). Pero el evangelio en Romanos va mucho más allá de la obra expiatoria de Cristo. Cuando Pablo escribe a los romanos, él dice que estaba listo para anunciar el evangelio también a los hermanos que estaban en Roma.
¿Pero cómo? ¿Predicar el evangelio? ¿Acaso ellos ya no eran hermanos? Ya eran amados de Dios (1.7). En el capítulo 16, Pablo saluda a varios hermanos, incluyendo a Priscila y a Aquila, sus cooperadores, y a Apeles, un hermano aprobado en Cristo, entre otros (Rom. 16.10). El evangelio, como relata Pablo en Romanos1.3-6, es toda la gracia que está en Cristo Jesús, algo que empieza de lo individual y pasa después a lo colectivo.
La iglesia del Señor ha recibido revelación clara de que, el vivir de los hermanos como cristianos, debe pasar de lo individual a lo colectivo; pues, en un momento de nuestra vida cristiana, es necesario que entremos en Romanos 12.1-2. Allí no es un sacrificio por el pecado, sino un holocausto. En la ley era necesario, primero, hacer un sacrificio por el pecado, y el sacrificio por el pecado implicaba la muerte de un inocente en el lugar del pecador. En este sacrificio había derramamiento de sangre y muerte. Esto nos enseñan los capítulos 3 a 7 de Romanos – el sacrificio del Cordero de Dios: «Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos» (Rom. 5.6).
El Señor Jesús, nuestro Cordero pascual, fue sacrificado por nosotros. Derramó su sangre para perdón de nuestros pecados (Rom. 3.21-25), nos llevó en él y nos hizo morir juntamente con él, para que muriésemos al pecado (Rom. 6.1-7), y nos dio vida en la resurrección, haciéndonos sentar con él en los lugares celestiales (Ef. 2.5-6).
Morimos para la ley por el cuerpo de Cristo, para vivir en novedad de vida. Una experiencia individual con el Señor, de perdón, justificación, y liberación. Pero aquél que predestinó, también llamó, justificó y glorificó (Rom. 8.30). La predestinación, el llamamiento y la justificación son personales, pero la glorificación es colectiva.
De Romanos 9 a 11, Pablo hace una pausa, para hablar de la nación de Israel; pero, en el capítulo 12, él entra en la glorificación, en la experiencia colectiva de los hijos de Dios. El sacrificio del que habla en Romanos 12.1-2, no es por el pecado individual, sino un holocausto, algo colectivo; un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. No es el sacrificio de alguien que está muerto en delitos y pecados, sino el sacrificio de varios que recibieron vida de lo alto, y que fueron hechos santos por la vida del Señor en ellos (Col. 1.22).
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