La obra de la restauración significa volver a edificar como al principio, sin añadir nada del propio corazón. Cuando Jeroboam, el rey de Israel, instituyó las fiestas y el sacerdocio paralelo, lo hizo transgrediendo este principio. Para la fiesta más importante, Jeroboam escogió el mes octavo, “el mes que él había inventado de su propio corazón” (1 Reyes 12:33), y para el sacerdocio, “a quien quería lo consagraba para que fuese de los sacerdotes de los lugares altos”.
Dos inventos de su corazón, bastaron a Jeroboam para descalificarlo como rey de Israel. Veintidós años reinó Jeroboam, pero su suerte fue echada el día aquel, apenas comenzando su reinado, en que menospreció la palabra de Dios, para hacer su propia voluntad.
La obra de Dios, ayer y hoy, sigue los mismos parámetros. La obra de Dios podrá afectar, en tiempos distintos, a un diferente aspecto de la economía o plan de Dios, pero cualquiera que éste sea, deberá ser hecho conforme al modelo único e invariable de Dios.
Muchos Jeroboames hay en el mundo hoy, como los ha habido siempre. Ellos pueden presumir de estar haciendo la obra de Dios, y manejar números y multiplicar estadísticas. Pero, sin duda, en aquel día, cuando nuestras obras sean probadas por el fuego, poco quedará de aquello que Dios nunca mandó a hacer, o que mandó a hacer de manera diferente, o con materiales diferentes.
Así como hay edificadores que edifican según su propio corazón, también hay perturbadores, como Sanbalat, que inventan cosas de su propio corazón para desalentar a los reedificadores: “Entonces envié yo a decirle: No hay tal cosa como tú dices, sino que de tu propio corazón tú lo inventas” (Neh. 6:8).
Los Sanbalat traen desaliento en medio de la obra. Ellos son una plaga distinta de los Jeroboames, pero de igual calaña. ¿Cuántas cosas no son capaces de inventar para distorsionar la obra de Dios? ¿Cuántas cosas no son capaces de idear para que la obra no se realice? ¡Oh, Dios nos libre de ellos!
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