«La ira es un ladrón de momentos preciosos», ha dicho un escritor. Se los roba, y luego se va, dejándonos arrepentidos, ridículos y con una tremenda deuda que saldar.

Sin embargo, la ira es más que eso. No solo nos roba los momentos preciosos, porque la vida es más que un conjunto de momentos preciosos. El gran problema de la ira está señalado en Santiago 1:20: «Porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios».

Un hombre poseído por la ira se enceguece, sus pensamientos se alteran, su buen juicio se trastorna, la realidad se le distorsiona; los hombres pierden su dignidad, las circunstancias son un simple escenario para el lucimiento de un caballo desbocado.

Moisés fue separado de la tierra por la cual soñó muchos años, por causa de un extraño arrebato de su carácter manso. Sansón caía con frecuencia en estos arrebatos, y aun el apóstol Pablo, no estaba exento de ella. Y si no, que lo diga el sumo sacerdote Ananías, a quien trata de «pared blanqueada» y le anuncia el juicio de Dios (Hech. 23:1-5). Pero él le puso freno, y rápidamente dio marcha atrás. Luego, en una de sus epístolas, dice: «Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo» (Ef. 4:26).

El problema de la ira es que impide que la justicia de Dios obre. Y si la justicia no obra, entonces la gracia tampoco lo hará (Rom. 5:21). En tal caso, queda neutralizado el poder de Dios en la vida del cristiano.

El Señor dijo: «Bienaventurados los mansos», y «Bienaventurados los pacificadores». Dijo también: «Cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego».

Todo cristiano ha de revisar profundamente este asunto, porque la ira, como un ejercicio habitual, trae gran daño al testimonio de un hijo de Dios. Pero, como para todas las cosas, hay en Cristo un remedio para el problema de la ira.

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