No hay deshonra más grande para un hijo de Dios que, teniendo una herencia tan grande, con unos recursos tan abundantes, se comporte como un miserable y un mezquino, y cierre su corazón y su abundante riqueza para con los demás. Es como tener un gran acopio de agua en tiempo de sequía y no querer compartirla, o como tener los graneros llenos en tiempos de hambre y guardarlo todo para sí.

Tal vez la forma más impía de esta conducta es la que se manifiesta con las siguientes palabras: «Yo soy salvo, me conformo con la salvación. No me pidan que haga más».

Cuando el necio dice en su corazón: «No hay Dios», habla desde su ignorancia, y por eso su pecado es menor. Pero cuando un salvado dice que no quiere ser molestado acerca de su servicio al Señor, lo dice conscientemente, porque sabe que hay Dios, sabe que fue puesto en una carrera, que hay obras preparadas de antemano para que ande en ellas; entonces, al decir: «No me pidan más», se hace digno, sin duda, del lloro y el crujir de dientes del que habla el Señor repetidas veces. Tal siervo es digno de ser echado en las tinieblas de afuera.

Si vemos morir de hambre a un raquítico a la puerta de nuestra casa, teniendo nosotros los graneros llenos, es sin duda mayor nuestra mezquindad que la de nuestro vecino, que procura darle un pan descompuesto, desde su incredulidad y su filantropía. En realidad, el negarse a servir es una excusa para seguir su propio camino, y es una coartada para rechazar la cruz y congratular el alma.

Su paga, sin embargo, será de lamentar no solo en lo que concierne al futuro lejano (aunque no es tan lejano), sino también en lo que concierne a esta vida. La siembra para su carne traerá una siega de muerte; su corazón dividido le incomodará en extremo y le impedirá disfrutar como quisiera de las cosas de esta vida. No tendrá paz con Dios ni paz con su alma. Será después, y también ahora, un ser desdichado. ¡Que Dios tenga misericordia de nosotros y nos libre de tan grande caída!

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