Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre».
– Heb. 2:14-15.
Terrible cosa es la muerte, ese tránsito de un estado a otro, de una realidad a otra. Todos los hombres, tarde o temprano, hemos de enfrentarnos a ella; no es posible eludirla.
El arte, a través de los siglos, ha representado a la Muerte con una figura espantosa, armada de una guadaña que siega la vida de aquellos a quienes visita. No es grato su anuncio para nadie. El alma se sobrecoge al pensar en el final que le espera, y trata de no pensar en ello; pero la amenaza siempre está al acecho.
Y es que el alma –aunque muchos traten de negarlo– sabe que ha sido creada para una existencia eterna. Dios puso eternidad en el corazón del hombre (Ecl. 3:11) y aunque éste quiera acallar la voz de su conciencia, en su ser más profundo sabe que un día deberá dar cuenta de sí mismo ante Aquel delante del cual todas las cosas están desnudas.
El temor a la muerte es el temor del alma humana a aquel instante en que, despojada de su ropaje de carne, deberá presentarse ante Dios. El proceso que llamamos ‘agonía’ es la batalla del alma que se aferra a su envoltura carnal, a sus raíces terrenales, porque intuye que, más allá de ese trance, ha de rendir cuentas al Juez eterno.
El enemigo de Dios, el diablo, enemigo también de la raza humana, sujeta a los hombres a esclavitud, llevándoles a desechar aun el pensamiento mismo de la muerte, induciéndoles a disfrutar de los deleites del pecado, a aturdirse en la embriaguez del mundo. Así, el engañador los envuelve y los conduce al camino de perdición. Qué terrible esclavitud es ésta, y cuán funesto es su resultado, «porque la paga del pecado es muerte» (Rom. 6:23). De manera que, tras la muerte física, aguarda una segunda muerte, la muerte eterna, mucho más terrible aún.
Sin embargo, la muerte eterna no es nuestro destino. Dios no quiere la muerte del impío (Ez. 18:32). El deseo de su corazón es que todos los hombres sean salvos y entren en la vida eterna que él nos ha dado a través de su amado Hijo Jesucristo, quien, siendo hecho semejante a nosotros, pero sin pecado, venció a la muerte, y sacó a luz la vida y la inmortalidad.
Bienaventurado eres, creyente, porque el Señor ya quitó de tu corazón el temor a la muerte, y ya no estás sujeto a servidumbre. Tu tránsito hacia la otra vida será sin angustia –ya el Señor gustó en tu lugar el horror de la muerte– y al cerrar tus ojos habrá en tu rostro una dulce expresión de paz. Habrás volado dichoso al encuentro de tu Redentor.
Y tú, estimado lector, que aún albergas ese temor que esclaviza las almas, alégrate, porque hay liberación de la muerte para todos aquellos que invocan el nombre de Jesús, y creen en su corazón que Dios le levantó de entre los muertos.
246