Un enfoque bíblico.
La sexualidad humana, además de tener una función reproductiva, tiene un objetivo espiritual que es la unidad. Esto es, la unión en espíritu, alma y cuerpo, que crece y se desarrolla en una interacción permanente de estímulos y respuestas afectivas.
En varias ocasiones en el ejercicio de ayudar a matrimonios en su crecimiento, he sido testigo del profundo dolor emocional cuando manifiestan sus quejas.
Curiosamente, he observado que la queja más recurrente de los varones es la indiferencia afectiva de sus esposas, manifestada en una indisposición a la intimidad sexual.
Con el tiempo me he dado cuenta que muchos hombres cristianos viven el conflicto de sentirse atraídos sexualmente por sus esposas, pero sin la posibilidad de vivir en plenitud la satisfacción que entrega la vida sexual conyugal.
Los factores que movilizan a una mujer a negarse sexualmente a su marido son diversos y pueden ser razonables. Sin embargo, no serán motivo de análisis en este artículo. Esta vez me abocaré a decir algunas cosas que atañen a los varones, para traer una mayor comprensión al conflicto.
La manera de vivir la sexualidad entre hombres y mujeres es absolutamente distinta. Quien no entienda esto y haga cambios en su conducta sexual, vivirá permanentes frustraciones.
Por ejemplo, el varón experimenta el placer como una descarga de la tensión sexual, en cambio la mujer lo vive como un aumento gradual de la tensión, por lo tanto el varón anhela la satisfacción inmediata de sus deseos, en cambio la mujer disfruta con la habilidad del hombre para aumentar poco a poco su deseo.
Conceptos como estos son básicos en una convivencia sexual saludable, por lo tanto conocerlos, considerarlos y trabajarlos son una tarea en la cual el matrimonio debe enfocarse.
En cuanto al apetito y frecuencia sexual, por lo general el varón es más dispuesto. ¿Qué se esconde en la búsqueda recurrente de intimidad sexual de un esposo? Fundamentalmente, la búsqueda de afecto. Amar y ser amado, dar y recibir cariño.
A las mujeres les toma tiempo darse cuenta que detrás de la rudeza masculina por lo general encontramos un niño ansioso y necesitado de afecto. Un ser débil que se nutre de la feminidad. El hombre nace de la mujer y su instinto natural siempre es volver hacia ella. La vida afectiva que proporciona la feminidad es un aliciente permanente a la masculinidad. El varón se afirma en ella, psicológicamente potencia sus atributos cuando es acogido, admirado y respetado por su esposa. El potencial de la masculinidad es amplificado con el complemento emocional que entrega su pareja.
Por lo general, para una mujer es incomprensible el vivo interés sexual de su marido. Ellas disocian el interés de ellos con el afecto, e interpretan que detrás de este apetito sexual se esconde el más crudo de los egoísmos. Sin embargo, en la lógica masculina el interés sexual es afecto. Por lo tanto, cuando un hombre busca a su mujer, busca fundamentalmente contacto afectivo. Definitivamente, el varón ama con sexo, ama genitalmente.
Aunque es cierto que con el paso del tiempo la sexualidad ha dejado de ser la oportunidad de amar, y el mundo ha hecho que la sexualidad sea solo un deporte para sentirse más joven y divertirse sin compromiso afectivo, no obstante lo que impulsa a un varón ir hacia su mujer en busca de intimidad sexual es una expresión de amor, de cariño. Sobre todo en hombres regenerados por el Espíritu, a quienes la encomienda bíblica les manda a amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos, considerándolas como coherederas de la gracia de la vida. (Ef. 5; Col. 3; 1a Ped. 3).
Por otra parte, el efecto de una represión sexual sostenida en el tiempo es devastador en la psiquis de un varón cristiano casado. De no encontrar un sentido a su situación, quien es sometido a tal presión lentamente comienza a pensar y sentir la sexualidad como una condena, un mal que no pueden dominar, lo que en medio de una sociedad altamente erotizada se convierte en un conflicto de proporciones, que encuentra vías de escape en conductas a nivel de autoerotismo, pornografía, consumo de prostitución o compromisos afectivos en relaciones extramaritales.
Luego, el postrer estado pasa a ser más complejo, pues sienten haber sido arrojados a tal situación involuntaria, la cual nunca desearon, por lo cual se les genera un conflicto adicional que es aún más perverso: llegar a sentir mucha rabia e incluso odio por sus esposas, concluyendo finalmente en un atentado contra sus valores, principios, fe y Dios.
El apóstol Pablo, consciente de esta situación que puede ocurrir en ambos esposos, sabiamente aconseja de una manera práctica, diciendo:
«Bueno le sería al hombre no tocar mujer. Sin embargo, por causa de las fornicaciones tenga cada uno su propia mujer, y tenga cada una su propio marido. El marido debe cumplir con su mujer el deber conyugal, y asimismo la mujer con su marido. La mujer no tiene dominio sobre su propio cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido dominio sobre su propio cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro, a no ser por algún tiempo de mutuo consentimiento, para ocuparos sosegadamente en la oración. Luego volved a juntaros en uno, para que no os tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia» (1a Cor. 7:1-5).
Es interesante notar que Pablo plantea la relación sexual de los esposos como un deber mutuo, pero es muy iluminador conocer la traducción literal del término griego empleado en el versículo 3, que dice: «A la mujer el hombre la deuda pague, igualmente también la mujer al hombre». El mismo término es empleado en los siguientes pasajes de la carta a los Romanos: «Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra. No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros, pues el que ama al prójimo ha cumplido la Ley» (Rom. 13:7-8).
De manera que cuando un matrimonio se acerca a la intimidad sexual, lo hacen en función de suplir una deuda de amor mutuo, y no como un deber uni-direccional, en términos de cumplir una obligación. La obligación, por lo general, no conlleva gozo, sino una alta cuota de sacrifico, que por las características abnegadas de la mujer, la tendencia será a vivir una vida sexual sacrificada, por lo tanto no placentera.
El acto sexual vinculado al afecto es propio de la condición humana. El amor de los esposos es dar y recibir. Y está destinado al fracaso si se objetiva solo en una de estas dos partes. Cuando pensamos solo en recibir, o solo en dar, estamos actuando solo en función de satisfacer necesidades, suplir carencias o tener compañía. Tal amor es incompleto, puesto que la condición sine qua non de la relación de esposos, es dar y recibir. Quien verdaderamente ama, recibe el fruto de ese amor.
También Pablo aconseja a los matrimonios a no privarse de la intimidad sexual (v. 5). No abstenerse por cualquier motivo, por lo tanto, menos obstaculizarla.
Muchas mujeres manipulan el acto sexual como instrumento de castigo hacia sus esposos. Recuerdo vívidamente el relato de un esposo quien me decía que toda vez que buscaba a su esposa para la intimidad sabía que primero debía escuchar 15 minutos de regaños por sus faltas e incumplimientos. Lo triste de la historia es que la relación terminó cuando este esposo encontró en otra mujer afecto incondicional.
En otro caso, el excesivo pudor de la esposa imposibilitaba al esposo conocerla más íntimamente. Este es un asunto común en contextos religiosos. Las mujeres que han sido formadas bajo una crianza estricta han llegado incluso a negar su sexualidad al punto de avergonzarse aún de sus propios cuerpos. El pudor es necesario en el crecimiento del ser humano, pero no al límite de ser un obstáculo en el conocimiento matrimonial.
La abstinencia prolongada en un matrimonio puede ser usada por el tentador, incluso por motivos nobles como dedicarse a la oración. Un varón a quien se le niega el contacto físico, se le niega el acto de amar, como ya lo hemos explicado; en conclusión, queda expuesto a ser presa del enemigo.
Pregunto a los lectores, especialmente a las mujeres: ¿Por qué llegar al límite de contaminar la intimidad sexual? ¿Por qué no poner remedio antes de que la situación explote? Si una mujer tiene dificultades en el gozo sexual, algo serio está ocurriendo. Si es una cuestión de apetito, tal vez se deba al stress familiar, y es comprensible. Pero no está bien poner como pretexto enfermedades para evitar el contacto; muchas veces el problema no está en la enfermedad física, sino en la psicológica. La postergación de la vida sexual en el matrimonio por los quehaceres del hogar, la maternidad, los estudios, la proyección laboral, es una equivocación.
Es deber de la pareja buscar ayuda oportuna para solucionar los problemas. La cuestión de la frecuencia será contestada sobre la base de las necesidades, deseos y la conciencia de cada persona. No existe un modelo a seguir respecto a la frecuencia sexual ideal de una pareja.
Cada matrimonio de acuerdo a su edad y etapa de desarrollo, debe conversar este asunto en respeto y consideración. Tomar acuerdos, fijar criterios, límites, horarios, lugares, momentos; no es un tema menor o sin importancia que deba dejarse al azar. De ello depende en gran parte el bienestar individual del día a día, la seguridad, y la confianza.