Guardo vivos recuerdos de la persona que mejor me demostró la habilidad de escuchar a Dios: mi abuela.
La abuela Harris tenía ochenta años de edad cuando la conocí, y vivió hasta la edad de noventa y cuatro años. Nunca la vi caminar sin ayuda; su salud la confinaba a la cama o a la “silla de la abuela” en su pintoresca habitación, con sus cortinas de encajes y oscuros muebles al estilo victoriano. Mi hermana y yo solíamos visitar ese cuarto por aproximadamente una hora o más cada día. De descendencia hugonote, la abuela nos hacía leerle la Biblia en francés para que pudiésemos practicar el idioma, a la vez que también aprendíamos la Biblia, y la escuchábamos hablar sobre el pasaje que habíamos leído.
La abuela estaba encorvada y arrugada, y sufría de fuertes dolores de cabeza. Rara veces reía, y nunca podía comprender nuestros chistes, pero su callada alegría y paz, de alguna manera, llegaban a nosotros, niños con la mente pendiente en el juego. Nunca protestaba por nuestras visitas diarias a su habitación. Ella irradiaba amor.
Cuando la abuela tenía dificultad para conciliar el sueño, a veces permanecía acostada, despierta la mitad de la noche dulcemente recitando capítulos de su almacén de Escrituras memorizadas, y orando por sus once hijos y veintena de nietos. Mis tías se turnaban para dormir en su habitación. Con bastante frecuencia, en medio de la noche, la abuela, de repente, pedía papel y pluma, y alguien que escribiese sus pensamientos. Solía decir: “Siento que el pastor Smith en Ipswich necesita ayuda ahora mismo. Por favor escribe esto …”. Entonces dictaba una carta y pedía a mi tía que incluyera un cheque.
Días más tarde, cuando el correo traía una carta de respuesta, la abuela sonreía alegremente, llena de júbilo. Invariablemente, la carta expresaba asombro de que ella pusiera haber sabido el preciso momento y la cantidad de una necesidad. La abuela reía con un puro sentido de placer inocente. Nosotros los niños nos maravillábamos del complot de intimidad entre el Espíritu Santo y la abuela.
En el Cuerpo de Cristo, me la imagino como un nervio en el compasivo sistema nervioso, un sensor al que Dios la confió la responsabilidad de, momento a momento, percibir su voluntad. El pastor Smith había enviado gritos de socorro a la Cabeza. Mi abuela “oyó” el impulso transmitido desde la Cabeza, y proporcionó los recursos que se necesitaban. La abuela se había preparado toda su vida para esa función. En su juventud, tuvo energía física y belleza. Durante aquellos atareados años dedicados a criar once nuevas vidas, a pesar de las constantes demandas en su ritmo de vida, había tomado el tiempo para conocer a Dios. Había saturado su mente con la Palabra de Dios, almacenando en su memoria libros completos del Nuevo Testamento, así como todo el libro de los Salmos. Más tarde, cuando su cuerpo envejeció y se marchitó, se convirtió en un canal diáfano para que fluyese la gracia de Dios.
Hoy en día, más de cincuenta años después, gran parte de mi propio amor hacia la Palabra se debe a ella. La abuela podía hacer poco, excepto escuchar al Impulsor, pero su fidelidad aún está dando frutos.
En el cuerpo humano, una diminuta cantidad de la hormona adecuada puede iniciar un complejo trastorno; la apacible y suave voz de Dios, si uno responde, puede cambiar a una persona, una comunidad y quizá, al mundo.
Dr. Paul Brand (Tomado de “A Imagen de Dios”).