La parte de la historia de la Iglesia que no ha sido debidamente contada.
En ciertos períodos de la historia, cuando la iglesia se ha inclinado peligrosamente hacia un extremo de la verdad –al punto de casi desviarse completamente– Dios ha respondido revelando y enfatizando el extremo opuesto, a fin de restaurar a los suyos, y traerlos de vuelta a su padrón celestial. Dicha respuesta tiene como propósito producir un efecto opuesto poderoso, capaz de traer el necesario equilibrio espiritual. Este principio se puede apreciar claramente en la vida e historia de George Fox y los Cuáqueros.
El contexto histórico
A principios del siglo XVII, Inglaterra se hallaba desgarrada por intensas luchas políticas y religiosas. Como ya vimos en los artículos pasados, la iglesia oficial y los disidentes no conformistas disputaban por el tipo de iglesia que debía consolidarse en el suelo inglés. Ambos eran protestantes, pero con enfoques radicalmente opuestos, no en cuanto a sus doctrinas esenciales, sino en cuanto a la forma exterior de la iglesia. Los anglicanos se aferraban a la iglesia legada por la tradición histórica, mientras que los disidentes querían una iglesia más ajustada al modelo del Nuevo Testamento, hasta donde ellos lo entendían. Se trataba, por tanto, de una lucha por cosas importantes, aunque exteriores.
Muy poco interesaba, en esos días, la experiencia real e interior. La vida cristiana había llegado a ser no mucho más que una profesión formal de ciertos credos protestantes considerados ortodoxos. Todo había sido reducido a la confesión exterior de un conjunto de doctrinas correctas, sin importar su verdadero impacto en la vida de quienes las profesaban. Las personas se consideraban «justificadas» por su adhesión a un credo ortodoxo formal, y no por una fe viva en Cristo muerto y resucitado. Además, un calvinismo rígido, agobiante e intelectualizado llenaba los corazones de pesimismo, sobreenfatizando la condición corrupta de la naturaleza humana y su incapacidad de vivir una vida libre del poder del pecado. De este modo, se justificaban toda clase de vicios, y una relajación moral generalizada entre los así llamados cristianos. En verdad, lo que ocurría es que muy pocos conocían a Cristo por experiencia.
Este lamentable estado de cosas se reflejaba en ministros y clérigos incapaces de guiar a los hombres que pastoreaban hacia un conocimiento vivo de Cristo, pues ni aun ellos le conocían de verdad. Entre tanto, se entretenían en largos y acalorados debates teológicos, carentes de significación espiritual. Su ortodoxia era correcta, pero tan fría, muerta e impotente como un cementerio. Sin embargo, en esos días de escaso conocimiento espiritual, Dios iba a usar a un hombre llamado desde fuera de todo ese mundo religioso para comenzar a revertir la situación. Su nombre era George Fox.
Un hombre enviado por Dios
En su autobiografía, Fox nos dice que nació en Leicestershire, en Julio de 1624. Su padre, un tejedor de oficio, y su madre, que tenía mártires entre sus antepasados, eran considerados como personas rectas y cristianas. Desde niño, George mostró una seriedad poco común. Cuando tenía 19 años fue invitado a una fiesta con otros parientes ‘cristianos’, donde vio cómo algunos bebían en exceso. Disgustado al percibir tanta diferencia entre palabras y hechos, abandonó el lugar, y a partir de allí se entregó a una larga búsqueda espiritual. Viajó por diversos lugares de Inglaterra y conversó con ministros de todas las tendencias de su época, buscando respuestas a sus profundas inquietudes espirituales. En ese tiempo se sentía envuelto por densas y terribles tinieblas, pero nadie consiguió ayudarle. Esto lo condujo a un estado de desesperación casi total. Todo a su alrededor parecía muerto e impotente. Los cristianos de sus días carecían de verdadera realidad espiritual.
Un día, mientras caminaba en dirección a la ciudad de Coventry, sintió que Dios hablaba a su corazón de manera directa, abriendo su entendimiento. Entonces comprendió súbitamente que todos, sean católicos o protestantes, si han pasado de muerte a vida, son verdaderos creyentes, mientras que quienes no han pasado por esa experiencia, no lo son, aunque se llamen a sí mismos creyentes. Esa experiencia de ‘apertura’, como él la llamó, donde la verdad llegaba, ya formada, a su corazón, se repetiría en los días siguientes, y a lo largo de toda su vida. De la misma manera, entendió claramente que el haber estudiado en Oxford o en Cambridge no calificaba a un hombre para ser ministro de Cristo – a pesar de que esto iba en contra del punto de vista comúnmente aceptado, incluso por él mismo hasta ese momento.
Tras otra de esas ‘aperturas’, comprendió que Dios no habita en templos hechos por manos de hombre, sino en el corazón de la gente. Que su pueblo es su templo y que él habita en ellos. No obstante, una experiencia aún más profunda estaba por llegar. En su autobiografía nos cuenta que cuando todas sus esperanzas en ministros y predicadores, y aún en todo hombre, se habían agotado, de modo que no quedaba nada exterior en que apoyarse y nada más que él pudiera hacer, escuchó una voz que le decía, «Hay uno, Cristo Jesús, que puede responder a tu condición»1. Entonces –nos dice– su corazón saltó de gozo. Nadie más que Cristo podía responder a su corazón entenebrecido, y esto, para que sólo Cristo tuviese la gloria. Todos, tal como él, están enceguecidos bajo el pecado, y sólo Cristo puede alumbrarles, concediendo su gracia y poder. Sólo él tiene la preeminencia.
Este fue para él, recalca Fox, un conocimiento experimental. A partir de ese día todos sus sufrimientos, tinieblas y tentaciones se disiparon. Vio que Cristo era poderoso para vencer en él todas esas cosas y aún más. Ahora tenía la certeza de ser guardado por Cristo del poder del pecado, mediante el Espíritu Santo. Todas sus necesidades estaban satisfechas en Cristo. Tras este acontecimiento se sintió compelido a anunciar a todos los hombres aquello que había descubierto por experiencia propia, y comenzó un aguerrido ministerio itinerante. Este fue el comienzo de las «Sociedades de Amigos», a quienes sus detractores apodaron «Cuáqueros».
Sus enseñanzas y conducta
Los Cuáqueros, a partir de Fox y sus enseñanzas, rechazaban todos los aspectos exteriores de la religión de sus días, considerándolos como un formalismo vacío. Por el contrario, enfatizaban el conocimiento y las realidades espirituales interiores como lo único realmente válido. En días de ortodoxia fría y exterior, hicieron un osado llamado a «conocer la verdad en lo íntimo». La luz interior, decían, que mora en el corazón de cada creyente, nos enseña todas las cosas. No es que menospreciaran la Biblia, como pretendían sus adversarios, sino que enfatizaban la absoluta necesidad de que el Espíritu Santo la revele en lo íntimo. Aparte de esa revelación interior, las doctrinas, y aún la misma Biblia –decían– carecen de significado. Todo debe ser evaluado por la experiencia interior.
Por ello, consideraban a la iglesia como una entidad exclusivamente espiritual, conformada por todos aquellos que han nacido de nuevo; y despreciaban todos sus aspectos exteriores como carentes de significado, inclusive el bautismo y la Cena del Señor, como parte de su reacción contra el formalismo excesivo de su tiempo. Para ellos, estos sacramentos eran interiores y espirituales. Además, rechazaban el ministerio oficial y profesional, afirmando que el verdadero ministerio era concedido por el Espíritu, aparte de los títulos y ordenaciones exteriores. Rechazaban, por otra parte, los templos, que en su tiempo eran considerados ‘lugares santos’, tildándolos de ‘casas campanarios’. Para ellos, el verdadero templo eran los creyentes, en quienes habitaba Dios en Espíritu.
En cuanto a la vida cristiana práctica, se negaban a pronunciar juramentos y detestaban todo tipo de simulación o hipocresía social. De hecho, consideraban a todos los hombres como iguales en dignidad, sin importar su origen o condición social. Se negaban a pagar ‘honores sociales’ a nobles u otros títulos sociales, pues sentían una aversión profunda hacia toda forma de servilismo (no obstante, reconocían los títulos de rey o juez). Jamás se quitaban el sombrero ante un poderoso o noble en señal de respeto, lo cual llevó a muchos de ellos a la cárcel.
Eran, además, pacifistas convencidos y militantes, que se negaban a usar las armas y prevenían a todos contra el uso de ellas, aún a riesgo de ser considerados como traidores. Todas las guerras sin excepción, a juicio de los hermanos, procedían de las pasiones humanas, de acuerdo con el texto de Santiago. También se oponían ardientemente a la esclavitud, pues para ellos todos los hombres eran iguales ante Dios. En suma, de acuerdo a los Cuáqueros, todo verdadero cristiano debía mostrar una vida consagrada y transformada por la vida interior del Espíritu.
Por otro lado, los hermanos creían firmemente en la vigencia de los carismas espirituales. George Fox relata numerosos incidentes de sanidades, liberaciones de demonios, profecías y palabras de conocimiento sobrenatural en su propia experiencia. No obstante, eran normalmente moderados y serios en el empleo de los mismos, evitando cualquier exceso emocional. Es interesante notar que unos cincuenta años más tarde, durante el avivamiento metodista, muchos cuáqueros se sintieron extrañados ante las manifestaciones emocionales que observaban en las reuniones de Whitefield y Wesley. Toda esa emotividad resultaba ajena a sus sentimientos, más acostumbrados a la quietud.
Su historia y sufrimientos
Se trataba de una verdadera protesta contra la religión formal y vacía de sus días. Muchos se sintieron atraídos por sus enseñanzas y para 1652 se reunió en Preston Patrick, al norte de Inglaterra, la primera «Sociedad de Amigos». Pronto aparecieron muchas más en todo el país. Aunque los Cuáqueros enfatizaban la importancia de la voz interior del Espíritu, sus reuniones estaban muy lejos de parecerse a los cultos pentecostales posteriores. Se congregaban quietamente, formando círculo o dos grupos de hileras opuestas, sin ningún tipo de ministro o dirección formal, y esperaban en silencio hasta que uno de ellos, o tal vez varios, recibiera una palabra que comunicar a sus hermanos. Se permitía hablar a todos, tanto hombres como mujeres, si ello se hacía bajo la dirección del Espíritu. Los Cuáqueros creían y practicaban el sacerdocio de todos los creyentes, basados en que todos tenían la Luz interior para guiarles.
Las circunstancias de la historia inglesa explican la terrible reacción que debieron soportar. Los disidentes no conformistas ascendieron momentáneamente al poder durante la regencia de Oliver Cromwell. Los obispos anglicanos fueron exiliados y por un tiempo se gozó de libertad de culto. Esto fue favorable para Fox y las sociedades de amigos, que se extendieron por toda Inglaterra. No obstante, el estilo confrontacional de algunos de ellos les atrajo varios problemas, incluso con el gobierno relativamente tolerante de Cromwell. Acostumbraban interrumpir las reuniones en los templos oficiales, normalmente tras el sermón, para exponer sus enseñanzas, provocando a veces desórdenes y ataques violentos de la multitud (aunque nunca respondían a las agresiones de sus atacantes). Alrededor de 3.200 de ellos sufrieron la prisión durante ese período, bajo terribles condiciones y abusos, no sólo por interrumpir cultos oficiales, sino también por supuestas blasfemias, no quitarse el sombrero ante personas de rango social, y negarse a tomar las armas. George Fox mismo estuvo ocho veces en prisión a lo largo de su vida.
Tanto hombres como mujeres enfrentaron con admirable valor la persecución, los golpes y las humillaciones a que eran sometidos por el populacho enfurecido. No retrocedían, ni se escondían delante de sus perseguidores. De hecho, no hacían nada para evitar ser capturados y puestos en prisión. A pesar de todo, la Sociedad de Amigos creció e incluso envió misioneros a las reservaciones Indias en América del Norte, Holanda y Alemania.
Sin embargo, el sufrimiento más intenso habría de sobrevenir tras la muerte de Cromwell. La monarquía fue restaurada bajo Jacobo II, y esto trajo cierto alivio a los hermanos por un breve tiempo. Pero, más adelante, con la publicación del «Acta de Uniformidad», en la que se obligaba a todos los súbditos del reino a conformarse a la restaurada «Iglesia de Inglaterra», bajo amenaza de penas severas, miles sufrieron la prisión y la pérdida de todos sus bienes materiales, pues se negaron a aceptar el decreto y continuaron reuniéndose abiertamente, desafiando la prohibición – a diferencia de los grupos no conformistas, que continuaron adelante en secreto. Alrededor de 400 hermanos murieron en prisión durante aquellos años.
Debido a los enormes sufrimientos que debieron afrontar, tal como lo hicieran los Puritanos, algunos comenzaron a emigrar hacia América. William Penn, hijo de un famoso almirante inglés, había abrazado las ideas de de los Cuáqueros en 1666, y llegó a convertirse en uno de sus mayores predicadores y defensores. Éste decidió hallar en América del Norte un hogar libre para los suyos, y comenzó ayudando a enviar unos ochocientos de ellos a Nueva Jersey en 1667. Más adelante, obtuvo como pago de una deuda del Rey Carlos II la concesión de un gran territorio en el Nuevo Mundo, que fue más tarde conocido como Pennsylvania, en honor a su nombre. Allí se fundó Filadelfia, la primera ciudad cuáquera de América. Un nuevo capítulo se abrió así para la historia de los Cuáqueros refugiados.
Finalmente, en 1689, se dictó en Inglaterra un acta de tolerancia, y las sociedades de amigos pudieron al fin gozar de libertad de culto. George Fox murió poco tiempo después, en 1691, tras un incansable y sufrido ministerio itinerante.
Legado espiritual
Aunque los Cuáqueros fueron demasiado lejos en su rechazo de todas las formas exteriores de la iglesia, inclusive aquellas enseñadas en el Nuevo Testamento (con lo cual resulta difícil concordar), su valor radica en que por su intermedio fue restaurada la importancia de la morada interior del Espíritu Santo, como divino Conductor y Maestro de todos los creyentes.
Su convicción de que la Escritura, las doctrinas correctas y las prácticas eclesiásticas no significan mucho aparte de la vida que imparte el Espíritu, continúan vigentes hasta hoy. Porque el conocimiento de la verdad en lo íntimo, por revelación del Espíritu, es vital para la vida de los creyentes, tanto individual como corporativamente. Las cosas exteriores deben siempre ser la expresión de realidades exteriores y espirituales. De otra manera, se tornan vacías y muertas. En la Inglaterra de sus días ese era el caso y por eso reaccionaron con tanta osadía.
Era necesaria una restauración, y para ello se debía comenzar con lo esencial. Resultaba fundamental redescubrir a Cristo de una manera experimental. Sólo así el pecado, la religiosidad y la muerte que imperaban en su tiempo podían ser revertidas. Por ello, los Cuáqueros levantaron el estandarte del testimonio para recordar que Cristo no habita en las doctrinas correctas, los templos y los ritos exteriores, sino en el corazón de los creyentes, impartiéndoles su vida, poder y dirección para vencer en todas las cosas. Y, si se inclinaron demasiado hacia un extremo de la verdad, se debió sobre todo a que el Cristianismo de sus días se había inclinado mortalmente hacia el extremo contrario.