El día que un hombre nace de nuevo es inolvidable. Su vida entera sufre un vuelco total. La vida de Dios ha entrado en su vida, y la ha enriquecido. Quiere servir a Dios y se deja guiar por los creyentes de mayor madurez y responsabilidad para hacerlo. Entonces se llena de actividades.
Sin embargo, al cabo de un tiempo, la situación del creyente suele volver a la insatisfacción inicial, aunque ahora sabe que tiene a Dios en su corazón. Intenta subsanar el problema leyendo, orando, ayunando. Busca métodos para un andar victorioso, pero nada logra. Sus intentos por agradar a Dios fracasan uno tras otro, pero algo en su interior le dice que debe insistir. Todo lo que le rodea pierde brillo, el mundo es un desierto, los afectos humanos no llenan el corazón, los ojos se cansan de mirar la vanidad del mundo.
Entonces Dios se manifiesta a él, y comienza a hacerse la luz en su angustiado corazón. Algo se destapa, un dique desaparece, los ojos se abren. Y lo primero que ve lo sorprende tremendamente: que para toda necesidad del creyente, para toda hambre y sed espiritual, Dios tiene una sola respuesta: Cristo. Toda nueva victoria de su andar cotidiano consiste en algún aspecto de la victoria de Cristo en la cruz.
En Cristo, fuente de bendición insondable, se halla toda la plenitud de la Deidad (Col. 2:9), todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento (Col. 2:3). Hasta ahora, todo lo que el creyente había estado haciendo, aquello que lo había tenido ocupado, no era Cristo, sino cosas en torno a Cristo. Incluso muchas de ellas ni siquiera alcanzaban a eso. Por esa razón no podían saciar su alma ni traer paz a su corazón. Ha estado preso en sus muchas obras.
Pero ahora, Cristo le es revelado al corazón. Ve que el agrado de Dios es Cristo, en quien tiene perfecto contentamiento. ¡Entonces Cristo, la luz verdadera, la vida abundante, es constituido en todo el bien del cristiano!
Cuando la luz de la aurora se va abriendo, las sombras se van, los perfiles difusos de las cosas van adquiriendo formas definidas y se visten de color. Así, al ser revelado Cristo al corazón, nuevos acentos de su maravillosa Persona se tornan nítidos; su obra consumada en la cruz cobra mayor relieve, y los alcances eternos de ella pasan a ser la herencia del creyente. ¡Es maravilloso! ¡Cuántas heridas son sanadas, cuántas preguntas respondidas sin palabras!
La voluntad de Dios para el cristiano es atraernos a Cristo para que solo en él hallemos satisfacción plena. Para que digamos, como Agustín de Hipona: «Mi alma no halla descanso, Señor, sino en Ti».
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