Epístola a los Hebreos.
No sabemos con seguridad si la carta fue dirigida a los creyentes hebreos que vivían en Jerusalén o a aquellos que residían en Roma, pero sabemos que fue escrita para esos hermanos en una época muy difícil de sus vidas. Esos hebreos habían estado anteriormente bajo el yugo de la ley, pero ahora se habían tornado libres en Cristo Jesús. Sin embargo, aunque libres en Cristo Jesús, aún estaban presos del judaísmo.
En el tiempo en que la carta fue escrita, antes del año 70 d. de C., habían ocurrido algunos cambios en el mundo. En el principio, el Cristianismo era considerado por el mundo como una secta oriunda del judaísmo; mas, en las cercanías del año 70 d. de C., ese concepto había cambiado. Desde el punto de vista del Imperio Romano, ser cristiano pasó a ser considerado un crimen contra el imperio, aunque el judaísmo aún era una religión legalmente aceptada. Por tal motivo, los cristianos hebreos de aquella época estaban sufriendo gran presión para retornar al judaísmo, a fin de quedar protegidos y seguros. Pero, al mismo tiempo, el Espíritu de Dios estaba operando.
Dios estaba por hacer algo muy tremendo al permitir la destrucción de Jerusalén, el centro del judaísmo, y también la destrucción del propio templo, el núcleo en torno al cual se concentraba el judaísmo. Desde el punto de vista de Dios, ese era el momento en que los cristianos deberían ser libertados completamente del judaísmo, a fin de que pudiesen entrar en la plenitud de Cristo. En este punto, por tanto, encontramos un conflicto.
Según las circunstancias externas, los cristianos hebreos estaban siendo presionados para regresar al judaísmo. Pero, por otro lado, el Espíritu de Dios estaba apartándolos del judaísmo, de modo que ellos pudiesen finalmente entrar en la plenitud del evangelio. De manera que esta carta fue escrita teniendo este objetivo en mente: libertar a los cristianos hebreos de toda atadura con el judaísmo y conducirlos a la plenitud de Cristo.
En un sentido, se puede decir que nosotros hoy estamos viviendo un momento muy crítico, decisivo. Nosotros sabemos que nuestro Señor retornará muy en breve. Sabemos que él está aguardando con gran expectativa por su novia. El Señor desea ver en su novia el mismo carácter que él posee, a fin de poder estar completamente unido con ella; y ella, a su vez, también sea completamente una con él. Por tanto, este es el tiempo en que la apariencia externa va a ser, tarde o temprano, derribada por tierra. Permanecerá solamente aquello que es real.
En el primer siglo, cuando Dios se reveló a sí mismo a la nación judía, había entre los judíos una fe viva. Pero, por desgracia, esa fe viva se transformó gradualmente en un sistema religioso. Históricamente hablando, se puede decir que el judaísmo tuvo su comienzo en el tiempo del cautiverio babilónico. Fue en esa época que los escribas y fariseos, de alguna forma, redujeron los oráculos de Dios, que estaban llenos de vida, a un sistema religioso llamado Judaísmo.
Cuando Dios dio la divina revelación a los padres, tales revelaciones tenían como objetivo preparar el camino para la venida de Cristo. No obstante, cuando esas revelaciones fueron reducidas a un sistema religioso, en lugar de preparar el pueblo para Su venida, el sistema religioso comenzó, por un lado, a sustituir a Cristo y, por otro lado, a oponerse a Cristo. Por eso, cuando Cristo vino al mundo, ellos lo rechazaron.
En este día nos hallamos en esa misma situación. Al comienzo, el Cristianismo era una fe viva, pero gradualmente, a través de los siglos, esa fe viva fue reducida a un sistema religioso llamado Cristianismo. En lugar de llevarnos a Cristo, este sistema sustituye a Cristo por otras cosas y, al hacer eso, literalmente se opone a Cristo, aleja a Cristo de nosotros, lo retira de nuestras vidas.
Podemos ilustrar este hecho con un ejemplo. El bautismo es un testimonio vivo de que nosotros fuimos identificados con Cristo en su muerte, sepultura y resurrección. Es un tremendo testimonio. A lo largo de muchos siglos, el Cristianismo practicó el bautismo; gradualmente, sin embargo, el acto del bautismo se tornó en un mero ritual, una forma. Luego surgió la enseñanza de la regeneración por medio del bautismo, la cual afirma que una vez que una persona es bautizada es automáticamente regenerada, salva, y puede, por tanto, ir al cielo.
Muchas personas depositan la confianza de su salvación en las aguas del bautismo en lugar de confiar en la sangre de Cristo. Y eso se convierte en un engaño. Retira a Cristo de nosotros, lo aparta de nosotros. Mas, a medida que nos aproximamos a la venida del Señor, todas las cosas que forman parte de esa religiosidad, de esas apariencias externas, serán quebrantadas. Sólo aquello que es real, sólo aquello que es el propio Cristo, podrá conducirnos a la gloria.
Sentimos que esta carta a los Hebreos es importantísima para nosotros hoy. Del mismo modo en que ella libertó a aquellos creyentes hebreos de la esclavitud del judaísmo y los condujo a la libertad de la plenitud de Cristo, creemos que esta carta, hoy, puede libertarnos del Cristianismo como una religión y conducirnos a la libertad de la plenitud de Cristo.
Nosotros sabemos que Hebreos es una carta de exhortación, porque al final del libro el autor nos dice claramente que él escribe con el fin de exhortar a sus lectores. La palabra exhortación, en el griego, tiene al menos dos significados. Por una parte, una exhortación tiene como objetivo animarnos a avanzar. Por otro lado, es un aviso para librarnos del peligro de retroceder. Por tanto, todo el propósito de esta carta es advertirnos para que no retrocedamos o volvamos a aquel sistema del cual fuimos libertados. A través de la carta somos alentados para proseguir a la perfección. Perfección significa simplemente crecimiento pleno, crecimiento a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo.
¿Cuál es el mensaje de Hebreos? Yo creo que el versículo que citamos al inicio del presente estudio nos muestra su mensaje. «Por tanto, hermanos santos, participantes del llamamiento celestial, considerad al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús» 1 (Hebreos 3:1).
La epístola a los Hebreos puede ser dividida en dos partes. La primera empieza en el capítulo 1 y termina en el versículo 10:18. Allí nos es dada la visión. Después, a partir del versículo 10:19, hasta el final del libro, nos es dada nuestra vocación. Por un lado, necesitamos ver lo que es nuestra confesión, lo que es nuestra fe, lo que es la verdad. Entonces, después de haberlo visto, eso tiene que tornarse nuestra vida, nuestro testimonio ante el mundo.
La visión del libro de Hebreos tiene dos facetas. Del capítulo 1 al 4, tenemos la visión de Jesús como nuestro apóstol. Del capítulo 5 al 10 se nos muestra la visión de Jesucristo como nuestro sumo sacerdote. Necesitamos pedir al Señor que nos conceda esta visión de nuestro Señor Jesús, pues ella es algo vital para nosotros, es cuestión de vida o muerte. Esta visión es vital, a fin de ser libertados de este sistema religioso, el Cristianismo de nuestros días, a fin de entrar en la plenitud de Cristo y avanzar hacia la perfección.
Cristo, nuestro apóstol
En primer lugar, necesitamos ver a Cristo como nuestro apóstol. La palabra apóstol significa ‘el que es enviado’. Un apóstol es alguien enviado con una misión a cumplir. Es natural que, al oír la palabra apóstol, pensemos de inmediato en los doce apóstoles. Pero, en verdad, de acuerdo con el orden presentado en el Nuevo Testamento, el Señor Jesús es el primer apóstol. El Señor Jesús es aquel que fue enviado por Dios el Padre con una misión especial.
Cuando una persona es enviada como embajador o como apóstol, debe poseer ciertas credenciales. Y en los capítulos iniciales de la epístola a los Hebreos, encontraremos las credenciales de Cristo, nuestro apóstol.
Las credenciales de un apóstol
En la época del Antiguo Testamento, Dios envió muchos profetas. (En un sentido, se puede decir que esos profetas eran apóstoles, porque eran personas enviadas por Dios con un mensaje, con una misión). Pero en los últimos días nos habla en la persona de su Hijo. Aunque Dios, en el pasado, haya enviado muchos mensajeros a los hombres a fin de revelarles su mente, todos los que fueron enviados eran hombres. Dios podía hablar a través de ellos sólo de forma parcial, pero en los últimos días envió a su propio Hijo Unigénito como apóstol.
Este apóstol es nada menos que el Hijo de Dios, cuya gloria nos es presentada en siete diferentes aspectos en la descripción de Hebreos 1:1-3. Él es el heredero de todas las cosas; es el resplandor de la gloria y la imagen exacta de su Ser: es el creador del mundo; él es quien sustenta todas las cosas; es el purificador de nuestros pecados; él está sentado a la diestra de la Majestad en las alturas; él es mucho más excelente que los ángeles. Esas son, por tanto, las credenciales de nuestro apóstol como Hijo de Dios.
En el segundo capítulo de Hebreos, son presentadas las credenciales de nuestro apóstol como el Hijo del Hombre. Como tal, Él fue hecho un poco menor que los ángeles, y experimentó la muerte por todos. Fue coronado de gloria y honra, y por medio de su muerte, destruyó al diablo, el cual tenía el poder de la muerte. Él está esperando hasta que todas las cosas sean sometidas bajo sus pies, y es él quien va a conducir muchos hijos a la gloria.
Consideremos por algunos momentos la grandeza de este hecho: ¡El propio Hijo de Dios e Hijo del Hombre es nuestro apóstol! ¡Cuán grande es nuestro apóstol!
Cristo representa a Dios plenamente
¿Cuáles son los deberes del apóstol de nuestra confesión? En primer lugar, un apóstol debe representar a aquel que lo envió, y no hay otro que pueda representar mejor a Dios que su propio Hijo. Todos los profetas que fueron enviados antes del Señor Jesús representaban a Dios de una forma muy limitada; mas, cuando el Hijo fue enviado al mundo, él representó a Dios plenamente. «A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Juan 1:18).
Es por esa razón que, durante la última cena de Jesús con sus discípulos, cuando Felipe dijo: «Señor, muéstranos al Padre, y nos basta», el Señor Jesús respondió: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre?» (Ver Juan 14:8-10). Mientras nuestro Señor Jesús estuvo en la tierra como apóstol de Dios, él representó a Dios para nosotros de manera plena. Si queremos saber cómo es Dios, basta con mirar al Señor Jesús. «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros … lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:14).
Dios es amor, y nosotros vemos este amor de Dios en la gracia de Cristo. Dios es luz, y nosotros recibimos esta luz a través de la verdad en Cristo. En él vemos a Dios plenamente. «…en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Col. 2:9). Él es la plena representación de Dios el Padre. Si queremos conocer a Dios, necesitamos conocer a Jesús. No se puede conocer a Dios separadamente de Cristo, pues él es la plenitud de Dios, la imagen exacta del Dios invisible. Conocer a Jesús es conocer a Dios.
Un apóstol debe hablar por aquel que lo envió. En el capítulo 8 de Juan, nuestro Señor Jesús dice: «…nada hago por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo» (8:28). Cada vez que el Señor abría su boca, él no estaba profiriendo sus propias palabras; él estaba hablando la palabra de Dios. Él habla por Dios. Cuando el Hijo habla por Dios, es la revelación de Dios plena, la palabra final, la palabra completa.
Un apóstol tiene un trabajo que hacer, una misión que cumplir. La misión para la cual nuestro Señor Jesús fue enviado a cumplir fue ésta: hacer la voluntad del Padre. Él dijo: «Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hebreos 10:5-7). Toda la vida de Cristo sobre la tierra tuvo un único objetivo: hacer la voluntad del Padre, concluir, consumar la obra que el Padre le había encomendado. En la cruz él dijo: «Consumado es». La misión fue cumplida. ¡Gracias a Dios por eso!
Como apóstol, Jesucristo es aquel que abre para nosotros un camino nuevo y vivo, el cual nos conduce más allá del velo, hasta la presencia misma de Dios. Pero él no está en la presencia de Dios a favor de sí mismo, él nos conduce a nosotros hasta allá. Como apóstol, él abre un camino, va delante de nosotros y nos lleva a la presencia de Dios.
Amados hermanos, esas son las obras de un apóstol; son las obras de Cristo, nuestro apóstol.
Moisés y Josué
En el libro de Hebreos, el Señor Jesús es tipificado por dos hombres, Moisés y Josué. Moisés y Josué fueron enviados por Dios al pueblo de Israel. Fueron los conductores del pueblo. Moisés fue usado por Dios para sacar al pueblo de Israel de Egipto, y Josué fue usado para llevar al pueblo hasta Canaán. ¡Pero cuánto más excelente es nuestro Señor Jesús que Moisés y Josué!
Moisés es sólo un siervo, un siervo fiel en la casa de Dios; pero Cristo es el Hijo que construye la casa y gobierna sobre ella. Josué, a su vez, condujo al pueblo hasta Canaán, pero no pudo darles reposo perdurable. Nuestro Señor Jesús nos da un reposo para que nosotros podamos descansar de nuestras obras así como Dios descansó de su obra.
Siguiendo a Cristo, nuestro apóstol
Conocer a Cristo como nuestro apóstol es vital para nuestra confesión. Si no le conocemos así, entonces no le conocemos verdaderamente.
¿Cuál debería ser nuestra actitud para con Cristo nuestro apóstol? En primer lugar, necesitamos oírle. El escritor a los Hebreos dice: «Por tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído…» (Hebreos 2:1). Él es enviado por Dios para hablarnos a nosotros. Por tanto, no endurezcamos nuestro corazón como los hijos de Israel. Ellos no oyeron, y por eso, aun habiendo salido de Egipto, fracasaron en entrar en la tierra prometida. Nosotros necesitamos oír a Cristo.
En segundo lugar, es también necesario que creamos en él. Los hijos de Israel habían oído; sin embargo, la palabra que oyeron no fue acompañada de fe. Dios dijo: «Prosigan, y posean la tierra». Mas ellos dijeron: «No, no; pues es una tierra terrible que devora a sus moradores». Ellos no creyeron; por tanto, sus cadáveres quedaron en el desierto.
Cuando nosotros oímos aquello que dice nuestro apóstol, vamos también a creerlo. Y eso se aplica no sólo a nuestra salvación inicial. Debemos oír todo lo que él tiene que decirnos. Y él está diciendo que hay un reposo preparado para nosotros; hay una tierra que mana leche y miel. Nos está diciendo que existen las insondables riquezas de Cristo, un reino preparado para nosotros, una herencia que vamos a tomar.
Necesitamos también seguir a nuestro apóstol. Muchas veces los hijos de Israel rehusaron seguir a Moisés. Ellos querían volver atrás y escogieron sus propios líderes. Se negaron a seguir a Josué y a Caleb. Josué y Caleb dijeron: «Entremos a poseer la tierra». Ellos, en cambio, dijeron: «No, no podemos seguir adelante».
No importa cuán difícil nos parezca, no importa cuán fuertes sean nuestros enemigos; si el Señor nos dice que debemos seguirle, vamos tras él. Aunque eso signifique la cruz, vamos a seguirle, porque sabemos que el camino de la cruz conduce a la gloria, conduce al trono. (Continuará).