Aunque las Sagradas Escrituras son un relato literal e histórico, con todo, por debajo de la narración, hay un significado espiritual más profundo.
Las hojas de higuera
El primer efecto del pecado es la vergüenza, una sensación de desnudez, una vivencia extraña que hace incluso que lo que era inocente y puro se vea sucio, repugnante, malo. Cuando desobedecemos a Dios, incluso las cosas más santas de la vida y la naturaleza quedan contaminadas. La pareja culpable al instante descubrió que tenían conocimiento del mal, y su sentimiento de vergüenza y desnudez implicaba mucho más que el mero darse cuenta de ello físicamente, porque era el comienzo de una mala conciencia, y el roer de esta autoincriminación que constituye la maldición del pecado.
El instinto por el que se procuraron el modo de cubrir sus personas por medio de hojas de higuera en el huerto, es un símbolo de los intentos vanos del hombre culpable, en cada época, de hallar algo con qué cubrir su vergüenza y su castigo. Este algo pueden ser excusas e intentos de paliarlo con que el alma al principio procura evitar enfrentarse con lo hecho y cubrir su culpa. Esto lo vemos en los pobres pretextos y muchas recriminaciones de Adán y Eva en este capítulo.
Las hojas de higuera pueden simbolizar también la justicia propia del hombre, representada en el capítulo próximo por la ofrenda de Caín y en épocas ulteriores por las ceremonias y servicios externos de las falsas religiones de la tierra, que nunca pueden cubrir la desnudez del corazón pecaminoso o satisfacer las exigencias divinas de amor y pureza perfectos.
Quizás, más que nada, esta cubierta representa los innumerables métodos con que la humanidad ha resuelto, a su modo, la cuestión del pecado y satisfecho la conciencia culpable mediante sacrificios, torturas autoinfligidas y toda la cruel y abominable serie de ritos de la idolatría pagana.
Todos ellos no son sino harapos inmundos que va a arrancarnos la inexorable mano de la justicia dejando al pecador temblando y expuesto en su culpa desnuda ante el ojo penetrante del juicio de Dios. Pecador, ¿en qué forma has cubierto tu alma desnuda y satisfecho tu conciencia culpable? Sólo hay una vestidura que pueda esconder tu pecado y cubrir tu desnudez: la túnica sin costura de la justicia de Cristo.
La simiente prometida
La primera palabra de juicio en esta hora sombría fue pronunciada sobre la serpiente en el acto de juicio de los dos que temblaban por su pecado, y fue una palabra para ellos extraña, y quizás en aquel momento, de incomprensible misericordia. «Su simiente te herirá en la cabeza». Esta fue la primera promesa de la redención. Lo maravilloso de ello fue la calma e infinitos recursos de la gracia divina, que ya había preparado este maravilloso remedio, y que sin ninguna expresión de impaciencia o perplejidad sigue desplegando sus propósitos de salvación que tenían que deshacer el daño hecho en esta hora terrible.
Si a nosotros nos hubieran llamado a hacernos cargo de esta situación, y hubiéramos visto que nuestros intentos más nobles habían sido desbaratados por la maldad de nuestro enemigo y la infidelidad de nuestros amigos, es más que seguro que nos habría arrebatado la indignación y el desengaño.
Pero Dios estaba preparado para esta situación. Con antelación, ya en edades anteriores, había preparado su plan: el Cordero inmolado desde la fundación del mundo; y aplazando el juicio de los transgresores hasta que primero hubiera provisto el remedio, empezó a desenrollar el pergamino de la promesa de redención que, al fin, llegó a su cumplimiento en la cruz del Calvario y la consumación de esta redención.
Riquezas maravillosas de gracia con que nos amó, aun cuando estábamos muertos en nuestros delitos y pecados, «para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús». El lenguaje de esta promesa a través de todo el velo del símbolo y la figura resplandece con el amor y la refulgencia del evangelio.
El mismo término «simiente» sugiere la figura que el Maestro se aplicó a sí mismo como el gran tipo natural de la vida a través de la muerte. Él es la verdadera simiente de toda vida espiritual, plantada como el grano de trigo en el suelo para morir, pero para brotar y dar mucho fruto de descendencia espiritual.
La simiente de la mujer es la revelación del misterio de la encarnación y el hijo de la virgen, y contiene una delicada indicación para consuelo de la pobre Eva de que su parte en la Caída iba a ser contrarrestada por Su glorioso ministerio en el plan de la redención. El herir a la serpiente en el talón y la enemistad que Dios proclama a partir de aquella hora entre la serpiente y la simiente era la ruptura de la alianza impura que Satán había tratado de formar con la nueva raza, y la promesa de gracia de que la batalla de la redención humana, a partir de entonces, no sería entre el hombre y Satán, sino entre Cristo y el adversario, y terminaría con el triunfo de la redención y la derrota y destrucción del maligno.
Pero hay un matiz oscuro y triste en toda esta gloria y victoria, y es el cuadro del Salvador que sufre: «Tú le herirás en el talón» es una visión de Getsemaní y el Calvario, y la sangre y muerte del vencedor de Satán:
Vino a sufrir una amarga agonía
para elevarnos a su trono;
no hay don que su amor nos conceda
que no sea arrancado de su corazón.
Las túnicas de pieles
«Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió» (Génesis 3:21). Tras este simple enunciado hay todo un mundo de sugerencia espiritual. ¿Por qué había que quitar las pieles de los animales para cubrirlos cuando podían haberse provisto vestiduras más simples, sin el costo y sufrimiento, y la vida del animal? ¿Por qué ha de seguir tan pronto la muerte, de modo especial, la muerte de criaturas inofensivas que les rodeaban?
En el capítulo siguiente se introduce la figura del sacrificio, y vemos al cordero que sangra y muere sacrificado en el altar: la víctima designada divinamente para cubrir el pecado de Abel.
¿Cuándo fue inaugurado este rito? ¿No fue en este momento en que el plan de la salvación acababa de ser revelado y se había prometido al redentor sufriente? ¿Qué podía ser más apropiado que este extraño misterio del sufrimiento y la muerte de este cordero ensangrentado que se les mandó que sacrificaran para enseñar a nuestros padres atemorizados el significado de la muerte en que ellos habían incurrido, y la muerte sacrificial de Aquel que iba a salvarlos de la amargura eterna?
Y luego, cuando su sangre fue rociada en el altar y su carne consumida en el fuego simbólico, ¡con qué perfección habría expresado la justicia justificadora del Salvador que vendría, el que se les quitara la piel y se les vistiera a ellos con una túnica hecha de estas pieles, en vez de las hojas de higuera de su propia auto-justificación!
Un pastor ilustró una vez esta idea con singular belleza. Una de sus ovejas había perdido su cordero y él trataba de inducirla a cuidar en su lugar a otro cordero, pero era en vano. Entonces despellejó al cordero muerto y cubrió con su piel al vivo. Al instante, la madre cambió de actitud; en vez de rechazar al cordero, lo recibió con afecto y le permitió ocupar el lugar del otro, el suyo propio.
Y lo mismo vemos con la túnica de Cristo. Unidos a su vida y justicia somos aceptos en el Amado y estamos en la misma relación con nuestro Padre celestial y su propio querido Hijo.
Querido amigo, ¿has llegado a conocer la bienaventuranza del hombre cuya transgresión es así perdonada y que puede cantar: «Jesús, tu sangre y tu justicia, mi gloria y hermosura son…»?
Los querubines
El último símbolo de esta escena y el más sublime es la figura que Dios colocó en la puerta del Edén, llamándolos ‘querubines’, y la espada encendida que se revolvía por todos lados para guardar el camino del árbol de la vida.
Podemos descubrir mucho en el significado espiritual de estas extrañas figuras por el lugar que ocupan en cuadros y revelaciones subsiguientes. Vuelven a aparecer en el Tabernáculo como el complemento y corona del propiciatorio sobre el arca, y habían sido batidos del mismo trozo de oro, implicando sin duda que habían de tener el mismo significado.
Esto indica de modo imperativo la persona y obra de Jesucristo, del cual el propiciatorio y el arca eran los símbolos más perfectos. Volvemos a encontrarlos en la presencia de Dios cuando él reveló su propósito de salvar a Israel y luego retiró su presencia del santuario hasta que su plan de juicio se hubo cumplido. Y finalmente, encontramos este símbolo en el libro de Apocalipsis, como los cuatro seres vivientes relacionados con el trono y el Cordero, cantando el nuevo cántico de la redención a Aquel que nos ha redimido de todo pueblo, tribu y nación. Allí parece que no sólo representan la persona de Cristo, sino de modo más especial a su pueblo redimido.
Sin entrar en detalles sobre la argumentación de esta opinión, es suficiente para nosotros aquí que asumamos que son símbolos divinos. Primero simbolizan la persona y atributos del Señor Jesucristo como nuestro Redentor y Cabeza; y segundo, como representantes y tipos del pueblo redimido. Es el principio glorioso, tan divinamente verdadero que, como él es, así somos nosotros, y que la gloria que le pertenece a él, él nos la da y la compartiremos con él.
Este símbolo en el tabernáculo y en el huerto, personifica a Cristo más especialmente, y en el Apocalipsis de Juan, representa más bien al pueblo de Cristo; pasando así, en el gran proceso de la redención, a tener su cumplimiento en la gloria y la salvación de sus seguidores, que al fin comparten con él su preeminencia en el trono. Por tanto, es el tipo de la humanidad redimida; primero en la persona de su gloriosa Cabeza, y finalmente, en los rescatados y su pueblo glorificado.
Con esto a la vista, los detalles del símbolo pasan a ser muy instructivos y hermosos. Comprenden y combinan una figura con las alas extendidas y cuatro rostros. La primera representa a un hombre, y por ello representa la perfecta humanidad del Señor Jesucristo y su pueblo, simbolizando así las cualidades humanas de afecto e inteligencia.
La segunda cara era la de un león, significando el señorío y realeza de Cristo y su pueblo. El tercero, el rostro de un buey, y expresa las dos ideas de fuerza y de sacrificio que fueron ejemplificadas de modo tan glorioso en su poder y sus sufrimientos, y con las cuales hemos de entrar en plenitud de comunión.
El cuarto era el rostro de un águila, que de modo sublime nos sugiere la agudeza de visión y lo elevado del vuelo, y el lugar exaltado de gloria y bendición al que Cristo y sus seguidores ascenderán en la consumación del plan de gracia.
Todo esto es tan verdadero, que los padres primitivos usaron estos cuatro símbolos como los signos de los cuatro Evangelios. Mateo es representado por el león; Marcos, el buey; Lucas, el hombre; y Juan, el águila que se remonta: el cuádruple retrato de su Hijo. Uno a uno, también, siguiendo en sublime procesión y entrando en el espíritu del nuevo hombre y del Hijo del Hombre vienen la majestad de su filiación, la fuerza y paciencia de su vida crucificada y levantada y la intimidad y exaltación de su ascensión y su comunión celestial.
Al final, nosotros también estaremos con él en toda su gloria en su trono de mediación, y resplandeceremos como el sol en el reino de su Padre.
Éste era el ideal de la humanidad redimida que Dios colocó como un grupo escultórico celestial, como una promesa de nuestro futuro destino, como un objetivo de nuestras aspiraciones más elevadas, en el mismo umbral de la herencia perdida por el hombre, y en el mismo momento de la caída y tinieblas más sombrías y profundas del hombre.
Así que, cuando las cosas parecen más tristes y el temor nos deja sobrecogidos, el mismo autor invencible viene a nuestra impotencia, eleva nuestra debilidad, e indica a nuestro ojo macilento el premio, arriba, que tenemos delante, comprado para nosotros por el glorioso capitán de nuestra salvación.
Levantémonos para corresponder a su maravilloso amor. Hagámonos cargo de estas posibilidades eternas e infinitas. Reclamemos estos recursos y promesas divinas y desde las puertas del Paraíso perdido, emprendamos la marcha que sigue por la vía de los querubines a las figuras finales del Apocalipsis, y a las puertas abiertas del Paraíso restaurado.