No fue un reformador, sino un hombre de letras. Sin embargo, el espíritu que le animó durante los turbulentos días de la Reforma es un ejemplo para la posteridad.
Erasmo de Rotterdam nació en 1466, hijo ilegítimo de un seminarista y su ama de llaves. Su primera educación la recibió de los «hermanos de la vida común», con un énfasis en la vida interior. Sacerdote sin vocación, a los 26 años se comienza a relacionar con altas personalidades de la Iglesia y la cultura, dedicándose con pasión a los estudios clásicos. Tempranamente se hace famoso gracias a su obra «Adagios», y se hace célebre con la publicación de «Elogio de la Locura», a los 43 años de edad. En esta obra, Erasmo logra realizar ácidas críticas a la Iglesia establecida, mediante un artificio literario, que le exime de recibir condena por ellas. Sin embargo, lo que más influyó para el surgimiento de la Reforma fue la publicación, en 1516, de su Nuevo Testamento en griego y latín, conocido como «Textus Receptus», el cual es la base de todas las traducciones del mismo a las lenguas modernas. Gracias a sus altas dotes intelectuales, a su refinamiento y diplomacia, Erasmo se gana el favor de intelectuales, reyes y prelados. Se hace amigo de todos, pero no se compromete con nadie.
Como se ha dicho, la publicación bilingüe del Nuevo Testamento en griego y latín, sirvió a Lutero y a los reformistas para un estudio más objetivo de las Escrituras. Lutero admiraba a Erasmo, y cuando Lutero publicó sus 95 tesis, Erasmo pudo percibir claramente la valentía y temeridad del joven agustino. «Todos los buenos aman la sinceridad de Lutero», dijo. «Lutero ha censurado muchas cosas de modo excelente, pero es una lástima que no lo haya hecho con mayor mesura. Me parece que se alcanza más con la modestia que con la violencia. Así sometió Cristo al mundo».
Lo que preocupaba a Erasmo no eran las tesis de Lutero, sino el tono de la elocuencia, el acento ampuloso y exagerado que aparece en todo lo que escribía y hacía Lutero. Dado su carácter pacífico y prudente, Erasmo hubiera preferido una discusión académica, circunscrita al círculo de las gentes instruidas. En cambio Lutero, que era puro corazón y vehemencia, hacía las cosas de manera muy diferente. Erasmo pensaba que el hombre espiritual sólo debía formular claramente las verdades, para que éstas sean las que hagan el trabajo, y no tener que sacar la espada para defenderlas.
Desde el principio, Lutero se esforzó por ganarse el apoyo de Erasmo. Por sugerencia de Melanchthon, le escribió el 28 de marzo de 1519, una carta muy encomiástica; pero la respuesta de Erasmo no fue la que aquél esperaba. En su parte final, Erasmo contestó: «En cuanto cabe, me mantengo neutral para mejor poder fomentar las ciencias que de nuevo comienzan a florecer, y creo que se alcanzará más con una reserva hábil que con una intervención violenta». Y acto seguido aconseja a Lutero que guarde moderación.
Lutero transformó los planteamientos de Erasmo en un ataque contra el papado. Como dicen los teólogos católicos: «Erasmo puso los huevos que empolló Lutero». (A lo que Erasmo habría de responder con la no menos conocida ironía: «Sí, pero yo esperaba un pollo de otra clase»). Donde uno abrió prudentemente la puerta, el otro se precipitó con toda impetuosidad; y el mismo Erasmo tuvo que confesar, dirigiéndose a Zuinglio: «Todo lo que exige Lutero, también lo había enseñado yo, sólo que no con tanta violencia, ni con aquel lenguaje que está siempre buscando los extremos».
Lo que los separaba, a juicio de Erasmo, era el método. Ambos formularon el mismo diagnóstico: que la Iglesia se encontraba en peligro de muerte, que perecía internamente a causa de sus venalidades. Pero mientras Erasmo prescribe un lento y progresivo tratamiento, Lutero se lanza a realizar un corte sangriento. Erasmo afirmaba: «Mi firme decisión es de dejar más bien que me despedacen miembro a miembro que favorecer la discordia, especialmente en cosas de fe».
Existía, con todo, una diferencia más profunda. El gran abismo que los separó definitivamente fue su visión de lo que realmente necesitaba ser reformado: Para Erasmo eran la moral y la conducta depravada y escandalosa del clero; para Lutero, era la teología misma, que hacía depender la salvación de los méritos humanos y no de la «sola» gracia.
Al parecer, en este punto, la razón estaba del lado de Lutero. La Cristiandad no solo había trastocado la moral del cristianismo, sino también su misma esencia. Por supuesto, el monergismo1 extremo de Lutero en este aspecto, como se explica más adelante, terminó por alejar al ‘humanista’ Erasmo de sus planteamientos, quien, como todo buen renacentista, no podía tolerar una visión tan negativa de la condición humana.
Erasmo, el pacifista
Erasmo prevé que la pelea que está librando Lutero puede traer consecuencias religiosas y sociales impredecibles, y trata vanamente de evitarlo.
En medio de todo un ambiente enfervorizado, Erasmo representa la razón y la prudencia. Armado solamente de su pluma, defiende la unidad de Europa y la unidad de la Iglesia contra lo que él considera es la ruina y el aniquilamiento.
Erasmo inicia, entonces, su misión de mediador con el intento de apaciguar a Lutero. «No siempre debe ser dicha toda la verdad. Depende mucho del modo como se la diga». Intenta hacerle ver que él está enseñando el evangelio de manera poco evangélica. «Desearía que Lutero, durante algún tiempo, se abstuviera de toda discusión, y se dedicara a las cuestiones evangélicas de un modo puro y sin mezcla de otra cosa alguna. Tendría mayor éxito». Erasmo temía que las cuestiones teológicas, discutidas a gritos delante de las muchedumbres inquietas y acostumbradas a las pendencias, podría producir una rebelión social sangrienta.
Pero tal como Erasmo aconseja a Lutero la prudencia y la moderación, escribe al papa y los obispos para aconsejar también. Les dice que tal vez se haya procedido con excesiva dureza al enviar a Lutero la bula de excomunión; que en Lutero hay que reconocer siempre un hombre totalmente honrado, cuya conducta en general es loable. «No todo error es por ello una herejía. Ha escrito muchas cosas más bien precipitadamente que con mala intención».
Erasmo era un convencido pacifista. No menos de cinco escritos compuso contra la guerra en un tiempo de continuas luchas. Uno de sus adagios dice: «Sólo es dulce la guerra para quienes no la han experimentado». Sus denuncias eran categóricas: «Se ha llegado a tal punto, que pasa por bestial, necio y anticristiano el que se hable contra la guerra». Erasmo reprocha fuertemente a la Iglesia por haber renunciado a la paz: «¿No se avergüenzan los teólogos y maestros de la vida cristiana de ser los principales incitadores, promotores y fomentadores de aquello que nuestro Señor Jesucristo odió tanto y de modo tan grande?» – exclama con ira. «¿Cómo pueden reunirse el báculo episcopal y la espada, la mitra y el casco, el evangelio y el escudo? ¿Cómo es posible predicar a Cristo y la guerra, con la misma trompeta proclamar a Dios y al demonio?». Para Erasmo, el ‘eclesiástico belicoso’ no es otra cosa que una contradicción a la Palabra de Dios.
Pero ni Lutero ni Roma escuchan la voz del pacificador. Los ánimos estaban encendidos, y nada los podría apagar. Mucha sangre habría de derramarse, puesto que cada uno de los bandos olvidó completamente las más profundas enseñanzas del evangelio. Cuando los argumentos no bastaron, la espada comenzó a hablar.
Erasmo vive días difíciles. No puede defender con sincero corazón a la iglesia del papa, ya que él, en esta lucha, fue el primero en censurar sus abusos y exigió su renovación; pero tampoco puede alinearse con los protestantes, porque no llevan al mundo la idea de su Cristo de paz, sino que se han convertido en rudos fanáticos. «Ellos se alzan como los únicos interpretes de la verdad. En otro tiempo, el evangelio volvía dulces a los bárbaros, bienhechores a los bandidos, pacíficos a los pendencieros, bendecidores a los maldicientes. Pero éstos ahora, exaltados y sin control, cometen toda clase de atropellos y hablan mal de la autoridad. Veo nuevos hipócritas, nuevos tiranos, pero ni una chispa de espíritu evangélico».
Todos pretenden ganar a Erasmo para su causa, pero él no se casa con ninguno. Tampoco los desecha; antes bien, escribe cartas pacifistas a uno y otro lado. Justifica así su postura: «No puedo hacer otra cosa sino odiar la discordia y amar la paz y la comprensión entre las gentes, pues he reconocido cuán oscuro son los asuntos humanos. Sé cuánto más fácil es provocar el desorden que apaciguarlo. Y como no confío, para todas las cosas, en mi propia razón, prefiero abstenerme de enjuiciar, con plena convicción, el modo de ser espiritual de otra persona. Mi deseo sería el de que todos reunidos combatieran por la victoria de la causa cristiana y del evangelio de la paz, sin violencias, y sólo en el sentido de la verdad y de la razón, en forma que nos pusiéramos de acuerdo … Pero si alguien desea enredarme en la confusión, no me tendrá consigo como guía ni como compañero».
En una carta dirigida a un fanático amigo, que es rechazado por ambos partidos, y que busca su apoyo, le dice: «En muchos libros, en muchas cartas y en muchas discusiones he declarado inflexiblemente que no quiero verme mezclado en ningún asunto partidista … amo la libertad; no quiero ni puedo servir jamás a un partido».
Pero, el no tomar partido fue una jugada peligrosa, porque se sabe que los indecisos son atacados por igual por cualquiera de los bandos en pugna, o por ambos a la vez.
Una discusión teológica
Las presiones eran tan grandes sobre Erasmo, que en 1524 se decide a escribir una obra que trata un tema meramente académico pero en el que muestra su controversia con el luteranismo: De libero arbitrio (Sobre el libre albedrío). Lutero era un recalcitrante agustiniano en lo referente a la predestinación. Para Lutero, la voluntad del hombre permanece siempre cautiva de la voluntad de Dios. No le atribuye ningún gramo de libertad, pues todo lo que realiza ha sido previsto por Dios; por medio de ninguna obra, de ningún arrepentimiento, puede el hombre alzar su voluntad y libertarse de esa trabazón: únicamente la gracia de Dios es capaz de dirigir al hombre al buen camino.
Erasmo no pensaba exactamente así. En uno de sus libros publicado en 1524, él declara no tener «gusto alguno por establecer afirmaciones inconmovibles», que siempre se inclina personalmente hacia la duda, aunque gustoso, acepta someterse a las Sagradas Escrituras y a la Iglesia. Por otra parte –continúa– en las Sagradas Escrituras estos conceptos están expresados de un modo misterioso y que no puede ser profundizado por completo; por ello, encuentra también peligroso negar, tan en absoluto como lo hace Lutero, la libertad de la voluntad humana.
Esto no significa, según Erasmo, que la afirmación de Lutero sea totalmente falsa, pero tiene reparos hacia la afirmación de que todas las buenas obras que haga el hombre no produzcan fruto alguno ante Dios y sean superfluas. Si, como quiere Lutero, todo se somete únicamente a la misericordia de Dios, ¿qué sentido tendría aún para los hombres el realizar el bien? Se debería dejar siquiera al hombre la ilusión de su libre voluntad, a fin de que no se desespere y no se le aparezca Dios como cruel e injusto. Y agregaba: «Me adhiero a la opinión de aquellos que entregan algunas cosas a la voluntad libre, pero la mayor parte a la divina misericordia, pues no debemos tratar de desviarnos del Escila del orgullo para ser arrojados contra el Caribdis del fatalismo». Erasmo pensaba que la responsabilidad personal es necesaria para que el hombre no se convierta en un ser negligente e impío.
La verdad es que Lutero llegó a una postura casi antinomianista2 con su afirmación, «simultáneamente justo y pecador» al explicar la doctrina de la justificación. El planteamiento de Lutero, sin ser errado, era incompleto, y derivó fácilmente en una especie de nominalismo exterior y sin realidad entre algunos de sus seguidores. La solución que propuso Erasmo era una especie de compromiso intermedio entre el catolicismo y el protestantismo de sus días. La voluntad está corrompida, pero no completamente, de manera que aún quedan rastros de libre arbitrio en el hombre. La gracia de Dios libera al libre arbitrio, para que este coopere con ella. Decía Erasmo a los luteranos: «Concordemos en que somos justificados por la fe, esto es, que los corazones de los fieles son justificados por la fe, con tal de que reconozcamos que las obras de caridad son esenciales para la salvación».
Ahora bien, se debe reconocer que Lutero había captado algo de la esencia del evangelio que tal vez Erasmo nunca llegó a captar. Su grito «sola fe, sola gracia y sola Escritura», no era un simple desacuerdo sobre ‘pormenores’, sino un asunto que tocaba la médula misma de la fe. Quizás no se pueda simpatizar con la vehemencia extrema con que Lutero defendió sus puntos de vista, pero sí con su ardor por defender la esencia del evangelio, que para él había sido la luz misma de la revelación divina después de la oscuridad.
Pero, Lutero no habría de perdonar tal desacuerdo de Erasmo, y desde ahí en adelante lanza fuertes diatribas contra él. Lo califica de «hombre astuto y pérfido que se ha mofado juntamente de Dios y de la religión», y que «día y noche está inventando palabras ambiguas, y cuando se piensa que ha dicho mucho, no ha dicho nada». Con furia, les dice a sus amigos a la mesa: «Dejo consignado en mi testamento, y os tomo a todos como testigos, que tengo a Erasmo por el mayor enemigo de Cristo, tal como en mil años jamás hubo otro alguno».
Huyendo del furor de las pasiones
Erasmo, entre tanto, busca la tranquilidad para dedicarse a sus labores académicas. Sin embargo, aún Basilea es alcanzada por la furiosa ola. La muchedumbre asalta las capillas y quita las imágenes. Erasmo se ve obligado a emigrar otra vez.
Su próximo destino será Friburgo, en Austria. «Por lo que veo mi destino es ser lapidado por las dos partes en disputa, mientras yo pongo todo mi empeño en aconsejar a ambas partes», decía. En Friburgo, los amigos le reciben con un palacio dispuesto, pero elige vivir en una casita pequeña junto a un convento de frailes, para trabajar allí en silencio y morir en paz.
La historia no podía crear un símbolo más grandioso para este hombre de consensos, que en ninguna parte es aceptado porque no acepta inscribirse en ningún bando: de Lovaina tuvo que huir porque la ciudad era demasiado católica; de Basilea, porque llegó a ser demasiado protestante.
Desde su casa en Friburgo, Erasmo contempla a la distancia cómo la violencia aumenta cada día. Entre Roma, Zurich y Wittenberg se guerrea bárbaramente; entre Alemania, Francia y Francia e Italia y España se suceden infatigablemente las campañas militares, como errantes tempestades; el nombre de Cristo ha llegado a ser grito de guerra y pendón para acciones militares.
Ya no tiene sentido seguir siendo un mediador y reconciliador en una época así. La humanidad culta, hermanada por la fe y la cultura, es un sueño que se rompe definitivamente para Erasmo. Nadie aspira a comprender a otro, las doctrinas se lanzan a la cara del enemigo como si fueran estiletes.
Su propia figura ha caído en el descrédito. En París queman a su amigo y traductor; en Inglaterra sus amigos Tomás Moro y John Fisher caen bajo la guillotina. Cuando Erasmo recibe la noticia, balbucea débilmente: «Es como si yo hubiese muerto con ellos». Zuinglio, con quien ha intercambiado cartas y palabras amables, había sido muerto a mazazos en Kappel; Tomas Münzer fue martirizado horriblemente. A los anabaptistas se les arranca la lengua, a los predicadores se les despedaza con tenazas al rojo, y los queman amarrados al poste de los herejes; queman los libros, queman las ciudades.
Decepcionado y triste, Erasmo está cansado de la vida. «Mis enemigos aumentan, mis amigos desaparecen». Entonces surge de sus labios la súplica «que Dios me llame por fin hacía sí fuera de este mundo lleno de furor».
No obstante, Erasmo continuó en Friburgo con su incansable actividad literaria, llegando a concluir su obra más importante de este período: el «Eclesiastés» (o ‘Qohelet’, llamado ‘El Predicador’), paráfrasis del libro bíblico del mismo nombre, en la cual el autor afirma que la labor de predicar es el único oficio verdaderamente importante de la fe católica. Este concepto, curiosamente, es típicamente protestante.
Por motivos que los historiadores no han logrado desentrañar, Erasmo se desplazó poco después de la publicación de este libro a la ciudad de Basilea una vez más. Hacía seis años que había partido, y de inmediato se amalgamó a la perfección con un grupo de teólogos (anteriormente católicos) que ahora analizaban pormenorizadamente la doctrina luterana.
Esto marcó aún más distancia con el catolicismo, que Erasmo mantendría hasta su muerte. De hecho, todas las obras de Erasmo fueron censuradas e incluidas en el «Índice de Obras Prohibidas» por el Concilio de Trento.
Erasmo murió en Basilea en 1536. Al morir, el humanista que toda la vida ha hablado y escrito en latín, olvida súbitamente esta lengua habitual, y balbucea en su lengua materna: ‘Lieve God’, aprendido de niño en su patria. La primera y la última palabra de su vida tienen idéntico acento holandés.
Su legado
La venerable figura de Erasmo como cristiano y como intelectual, que debió haber tenido una amplia aceptación y reconocimiento de todos, fue vilipendiada por los principales actores de su tiempo, a causa de la turbulencia de las pasiones desatadas en aquellos días. Recibió un pago injusto por parte de aquellos mismos a quienes intentó ayudar. Sin embargo, nosotros, ubicados bastantes siglos después, podemos ver en Erasmo lo que ellos no vieron. Ver en él a un precursor, no sólo de la Reforma, sino de la unidad de la Iglesia. Un hombre que tuvo una actitud de integración, más que de división; de comunión más que de separación; de enfatizar lo esencial por sobre lo secundario; de valorar al otro antes que juzgarlo.
Por eso, casi involuntariamente, jugó un papel muy importante en la Reforma Protestante y más aún, en la llamada Reforma Radical de los Anabaptistas, quienes recogieron algunas de sus principales enseñanzas. Baltasar Hubmaier, unos de sus líderes, rechazó la persecución de ‘herejes’ y las guerras religiosas, como también la doctrina de la justificación casi nominalista de Lutero, pues para él, como para todos los anabaptistas, la verdadera justificación conduce a una vida visiblemente transformada.
Esta visión, que mantiene las ideas de Erasmo con respecto al libre albedrío, pero rechaza los resabios del catolicismo y sus obras meritorias, habría de influir profundamente en el desarrollo posterior, especialmente de las llamadas iglesias no conformistas, el pietismo, y los metodistas wesleyanos, anticipando casi en cien años el pensamiento de Jacobo Arminio. Aquí yace en parte la importancia de Erasmo en el camino de restauración de la iglesia, pues ayudó a equilibrar la visión extrema del protestantismo, para el cual Agustín de Hipona era el epítome del pensamiento cristiano.
Evidentemente, los actores de los hechos que llenaron el siglo XVI y siguientes, en aquellas terribles guerras religiosas, no interpretaron el espíritu del Evangelio. La historia ha ofrecido el púlpito a unos y otros para avergonzarse y pedir perdón por los excesos cometidos. Al mirar hacia atrás sin apasionamientos, Erasmo se nos aparece como un hombre que interpretó mejor que nadie el espíritu pacifista del verdadero evangelio.