Aunque las Sagradas Escrituras son un relato literal e histórico, con todo, por debajo de la narración, hay un significado espiritual más profundo.
El árbol del conocimiento, o el primer pecado
El relato implica que éste era un árbol literal; el nombre que se le aplica es posible que proceda de alguna propiedad en el que estimulara o impartiera sabiduría prohibida, pero más probablemente debido a que, al comer de él, y con ello entrar en una condición de pecado, el hombre en su propia experiencia, obtenía el secreto del conocimiento del mal y la diferencia entre el bien y el mal.
Sugiere la importante lección de que los principales ataques de Satán contra nosotros van dirigidos contra nuestro entendimiento, y que estamos en el peligro principalmente de caer debido a nuestro intelecto.
El árbol simbólico del mal es un árbol del conocimiento; el símbolo del bien es el árbol de la vida. La promesa que nos hace el diablo es de sabiduría superior; el don del Señor es de vida eterna. La jactanciosa sabiduría del mundo es necedad para Dios; el principal obstáculo a una fe simple es el espíritu de raciocinio humano y de confianza excesiva en nuestras propias ideas y juicios. Por tanto, si un hombre quiere aprender de Dios: «Hágase necio, para que pueda ser sabio».
Rowland Hill solía decir que la mayor necesidad de muchos hombres era que se les amputara el cuerpo a nivel del cuello de la camisa. Antes de que se nos pueda enseñar verdaderamente a ser guiados por el Espíritu es necesario que primero se nos corte la cabeza y que se nos ponga otra nueva en Cristo. Sin Cristo el árbol del conocimiento es una maldición.
El proceso de conocimiento divino es primero vida, «y la vida era la luz de los hombres». El conocimiento del mal ha de ser temido de modo especial. La inocencia consiste esencialmente en la ignorancia del mal, y tan pronto como nos demos cuenta de ello, con toda seguridad, vamos a renunciar a ese fruto prohibido y llegar a la idea escritural, sabia, respecto a lo que es bueno, simple, respecto a lo que es malo.
El proceso del pecado y la tentación en la mente de Eva, en conexión con el árbol prohibido, es también instructivo, visto desde el lado del tentador. Primero vemos que el diablo apeló a su naturaleza inferior y estimuló sus apetitos físicos. Vemos que el árbol era «bueno para comer». Este es el «deseo de la carne» que menciona Juan como el primer estadio del deseo pecaminoso. Luego viene el que era «agradable a los ojos», esto es, el estadio estético, el contacto de la tentación con la naturaleza física, representando las incitaciones que afectan a nuestros gustos, sensibilidad, intelecto y naturaleza emocional.
Y, finalmente, llega a sus sensibilidades más espirituales: el árbol se le aparece como «codiciable para alcanzar sabiduría», lo que representa la tentación espiritual con que el adversario todavía asalta nuestra naturaleza más elevada, y con la cual Juan termina su terceto de malos deseos, a saber: la concupiscencia de la carne, la codicia de los ojos y el orgullo de la vida. Estos tres estadios de tentación los vemos en la vida del mismo Jesús, en el conflicto en el desierto, en el cual él venció de modo tan glorioso, en tanto que Eva cayó, y en donde Cristo nos dejó el secreto y la garantía de la victoria.
La lección más solemne que nos viene de este símbolo del pecado es el hecho de que, en sí mismo, el acto de Eva era, al parecer, completamente trivial. No había duda en su carácter inherente de pecado que lo hiciera parecer espantoso. El comer una simple fruta era algo que tenía que parecer incapaz de dar lugar a consecuencias serias. Si hubiera sido un acto blasfemo, sangriento o de violencia explosiva estaríamos preparados para esperar de él consecuencias desastrosas, pero que una cosa tan trivial como saborear una simple fruta hubiera de ser el pivote sobre el que girara el destino del mundo es algo que nos deja atónitos.
Pero aquí se halla la misma esencia del principio moral y la delgada línea que separa el bien y el mal a mayor distancia que los polos uno del otro; es decir, que el bien es bien, y el mal es mal no de modo graduable según las circunstancias o consecuencias, sino de modo absoluto, debido al principio; y cuanto menos importantes son las circunstancias, más énfasis se hace sobre el principio.
Cuando hacemos algo o nos abstenemos de hacerlo debido a los resultados adversos que se siguen de ello, estamos obrando por motivos distintos del principio en sí; pero cuando la cosa no es importante en sí, hasta el punto de quedar desligada de otras cuestiones, y el acto es ejecutado simplemente porque nos ha sido ordenado, entonces es de modo manifiesto un acto más perfecto de absoluta obediencia.
Las grandes pruebas de la obediencia, pues, con frecuencia consisten en cosas muy pequeñas. Si podemos obedecer a Dios en lo que parece una bagatela, damos muestras de un espíritu de obediencia puro y simple, y cuando le obedecemos en un pequeño detalle, que incluso es posible que no entendamos, y cuyas consecuencias no captamos, nuestra obediencia es más perfecta y agradable para él.
Por tanto, hallamos que Saúl perdió su reinado debido a un pequeño acto de desobediencia, y un profeta de Israel perdió su vida simplemente porque fue a dormir a la casa de un amigo, en contra de lo que se le había mandado; en tanto que, por otra parte, el pacto de Abraham fue establecido mediante un acto de obediencia estricta a una orden que parecía incomprensible. Eva echó a perder el mundo debido a un pequeño acto de desobediencia y los asuntos, en nuestras vidas, giran asimismo alrededor de puntas tan precisas y minúsculas como las joyas sobre las que dan vuelta las ruedecitas de nuestros relojes. En esta triste figura, la raíz del pecado es la duda; el árbol, la desobediencia, y el fruto, la muerte.