Lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho”.
Juan 12:50b.
El Señor es nuestra vida y también nuestro ejemplo. Él nunca hizo nada desde sí mismo, sino que siempre hizo la voluntad de Dios.
En este versículo queda claro que todo lo recibió del Padre, tanto el mensaje como la forma de decirlo. Es decir, el qué (“lo que yo hablo”), y el cómo (“lo hablo como el Padre me lo ha dicho”).
Sus palabras eran inspiradas, su mensaje olía al perfume inigualable del cielo, las multitudes se quedaban extasiadas escuchándole. Los pobres fueron consolados, los soberbios fueron confrontados con su pecado. El qué del Señor era del cielo, no de la tierra.
Sin embargo, el cómo no tenía distinto origen. ¿Cuál era el acento de su hablar, el tono de sus palabras, el énfasis en el modular de cada frase? ¿Cuáles eran sus ademanes? ¿Cómo era su mirada mientras hablaba?
Tales cosas no las registran los evangelios, excepto sus molestias con los fariseos y escribas y los gemidos de su espíritu. Mucho no sabemos al respecto, pero lo que está claro a partir de estas palabras, es que todo lo que Él hizo, lo hizo como el Padre se lo dijo. Es decir, la manera, la forma de decir.
Tal impacto producía este cómo de Cristo, que los alguaciles decían: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”.
Entre los predicadores que hemos visto hay tanta diversidad de formas y de estilos, que es fácil ver reflejarse en ellos la personalidad de cada uno. Pero, ¿qué diremos de nuestro Señor? ¿Era simplemente su personalidad la que se reflejaba en la forma de decir sus palabras? ¿Era solamente la herencia de María, su madre?
El qué y el cómo de las palabras de Jesucristo eran el qué y el cómo de Dios.
Que el Señor nos ayude para decir las cosas apropiadas y en la forma apropiada, para la gloria de Dios.