Una mirada a los efectos de la vida del yo.
Peggy Reis Melo (Brasil)
Para que podamos tener al Salvador Jesucristo como Señor de nuestra vida, necesitamos la revelación del hecho que significa su señorío sobre nosotros, y de cómo vivir la Cruz de una forma profunda y constante.
La vida con el Señor es un morir constante, día tras día. Es una entrega de derechos, de sentimientos. Es despojarnos de aquello que somos y tenemos.
En el momento en que aceptamos a Jesús como Señor, nos convertimos en sus siervos. Él pasa a ser nuestro amo y, a causa de eso, debemos vivir como Pablo vivió: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gálatas 2:20).
Pero, ¿de verdad vivimos esa realidad? Decimos que él es nuestro Señor, que somos sus siervos, que nuestra vida le pertenece a él, pero cuando surgen las dificultades nos rebelamos y pensamos que no merecemos pasar por todo aquello. Nos resistimos y nuestro primer deseo es el de reasumir el control de todo.
Al proceder de esta forma estamos, en verdad, queriendo decir lo siguiente: «Señor, tú no eres capaz de cuidar de mí. Yo sé lo que es mejor para mí». Y, sin darnos cuenta, ya estamos buscando recursos dentro de nosotros mismos, en nuestra alma.
¡Ah, Señor, si pudiésemos ver la profundidad de tu amor para con nosotros y comprender tu cuidado por nosotros, entonces podríamos rendir nuestros corazón a ti, no importando las circunstancias!
La base para la depresión
Cuando las pruebas surgen, la tendencia del alma es defenderse, no importando el costo. ¡No queremos pasar por el dolor, por el desánimo, por la tristeza; todo eso es muy desagradable y aflictivo! Justamente porque no queremos pasar por el dolor y la tristeza es que surgen las luchas emocionales, que sólo pueden ser vencidas si resolvemos creer en Aquel que tiene el poder para librarnos de ellas. Cuando eso sucede, nuestra alma se manifiesta de manera inconfundible.
Primero, con autopreservación. La amenaza de la posibilidad de sufrimiento provoca, muchas veces inconscientemente, un deseo de evitarlo. Es la defensa del alma.
Estamos tan preocupados de defendernos, de protegernos de cualquier problema que nos traiga sufrimiento, que acabamos cayendo en el lazo de la autocompasión, un sentimiento íntimo y egoísta.
Al llegar a ese punto, no tenemos tiempo para pensar en nadie más, excepto en nosotros mismos y en nuestros «problemas». Nos tornamos introspectivos, nos ponemos insensibles a las necesidades de los otros – sólo tenemos ojos para nosotros mismos. Y la mente queda dividida entre dos puntos: ¿Qué está pasando conmigo? ¿Qué voy a hacer para salir de esto?
Nada o nadie parece tener importancia. Si antes éramos alegres, llenos de vida, ahora «vivimos por los bordes». La fatiga y la tristeza se adueñan de nuestro rostro, y cada vez sentimos más pena de nosotros mismos. Las palabras del Señor parecen no tener ya un efecto curador y liberador. Todo se pone descolorido y sin esperanza. El egoísmo llega a tener tanta fuerza dentro de nosotros que, a veces, nos sentimos incapaces de ayudar a otras personas. Pensamos: «¿Es que fulano no se da cuenta que no estoy bien?». «¡Yo sí que necesito ayuda! ¡No puedo ayudar a nadie!». Esos pensamientos son comunes cuando estamos siendo egoístas y somos cautivados por la autocompasión. Nos olvidamos de los otros. Sólo tenemos ojos para nosotros mismos. Es la puerta abierta para la depresión.
Venciendo la depresión
No pocas veces, la depresión es la consecuencia de alguna enfermedad, o bien, el resultado de la autocompasión, del deseo de preservación y del egoísmo. Al llegar a ese punto, el físico ya está abatido, las esperanzas muertas y desde ahí pensamos que ya no vale la pena luchar más. Como ya no vale la pena hacer nada ¿entonces por qué continuar haciendo los servicios diarios? El desánimo crece fuertemente y el espíritu queda abatido.
¿Vamos a continuar en este tipo de «vida» cuando tenemos una vida abundante para disfrutar? Note las palabras del apóstol Pablo: «Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!» (Rom. 8:15). ¡Qué provisión maravillosa! No necesitamos acomodarnos y conformarnos a la miseria.
Con el poder de Aquel que murió en la cruz somos más que vencedores. Pero, mientras no nos apropiemos de esta revelación continuaremos sufriendo innecesariamente. El Señor murió para que podamos tener acceso a esa vida abundante. Con todo, vez tras vez nos sorprendemos luchando por esa vida. No entendiendo que ella ya es nuestra y que sólo precisa ser vivida.
Imposible cambiar la cruz
Cuando pensamos que somos los únicos que pasamos por problemas, ocurre la manifestación del alma. Siempre que me viene el sentimiento de que soy la única que está sufriendo, de ésta o de aquella manera, en seguida el Señor permite que venga alguna hermana con un problema mayor que el mío. Entonces me siento avergonzada y me acuerdo de lo que el Espíritu Santo dice en 1ª Pedro 5:9: «Al cual resistid firmes en la fe, sabiendo que los mismos padecimientos se van cumpliendo en vuestros hermanos en todo el mundo».
Cierta vez, una hermana me contó una historia que habló muy fuerte a mi corazón: «Un hombre vivía reclamando por el peso de su cruz, y mientras se lamentaba con el Señor, le fue dada la oportunidad de cambiar su cruz por otra. Caminaron a través de un campo lleno de cruces de todos los tamaños y anchuras. El Señor le preguntó al hombre: ‘¿Quiere cambiar tu cruz por ésta?’. El hombre respondió: ‘No, Señor, es demasiado pesada; más que la mía’. Después de caminar bastante y no encontrar ninguna cruz que valiese la pena cambiar, descubrieron una muy pequeña en comparación con las demás. Entonces el hombre dijo: ‘Ésta, Señor, es pequeña y no pesa tanto’. El Señor le miró, y lleno de amor, le dijo: ‘¡Pero si esa es tu cruz!».
Cuando miramos las necesidades de los otros, descubrimos que las nuestras no son tan grandes. Pero cuando permanecemos mirándonos a nosotros mismos nos sentimos cada vez más aislados y nos tornamos presas fáciles del diablo. Nos aislamos de los seres queridos, de los hermanos, y cada vez se torna más difícil cortar el lazo de los cazadores.
Me acuerdo de Elías (1 Reyes 18:19), cuando tuvo una experiencia maravillosa con el Dios vivo en el monte Carmelo. Allí él vio el poder de Dios y la forma maravillosa cómo operó
Como Elías, también hemos experimentado el poder del Señor, hemos sido testigos de lo que él ha hecho en y a través de nosotros. Pero llega la hora en que precisamos descender del «monte»; y cuando nos encontramos con las luchas y las persecuciones, entonces procuramos defendernos, preservarnos, y nos olvidamos de lo que Dios hizo en el monte Carmelo. Estamos vueltos hacia nosotros mismos y no damos la menor oportunidad para que Dios nos hable, como habló a Elías: «¿Qué haces aquí, Elías?».
Elías, «viendo, pues, el peligro (a causa de Jezabel), se levantó y se fue para salvar su vida, y vino a Beerseba, que está en Judá, y dejó allí a su criado. Y él se fue por el desierto un día de camino, y vino y se sentó debajo de un enebro; y deseando morirse, dijo: Basta ya, oh Jehová, quítame la vida …» (1 Reyes 19:3-4).
Cuando intentamos guardarnos, salvar nuestra vida (Mt. 16:25), viviendo con autocompasión, el «yo» se manifiesta. Quedamos llenos de magulladuras, tenemos pena de nosotros mismos, salimos de la posición de confianza y descanso en que estábamos y, como Elías, caemos en depresión y decimos: «Basta ya, oh Jehová, quítame la vida».
¡He descubierto que la forma más cobarde y fácil de salir de una situación difícil es pedir que el Señor nos lleve! Pero Dios sabe todas las cosas y nos hace la misma pregunta que hizo a Elías: «¿Qué haces aquí?».
El Señor, en su sabiduría, nos hace este tipo de pregunta con la intención de que despertemos. Como si nos quisiese decir: «¡Mira dónde estás! ¿Es este el lugar por el cual yo morí en la cruz por ti? ¿Olvidaste quién YO SOY y lo que hice?».
Cuando, en medio de una prueba, buscamos una cueva, como hizo Elías, no nos quedamos solos allí. ¡El Señor está presente! «¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás …» (Salmo 139:7-8). ¡Qué Dios grandioso tenemos! ¡Qué maravilla es saber que Dios nos conoce y sabe lo que realmente necesitamos y, en vez de «ayudarnos» llevándonos junto a él a través de la muerte física, nos manda a salir y trabajar!
«Él le dijo: Sal fuera, y ponte en el monte delante de Jehová … Vé, vuélvete por tu camino, por el desierto de Damasco; y llegarás, y ungirás a Ásale por rey de Siria. A Jehú, hijo de Nimsi ungirás por rey sobre Israel …» (1 Reyes 19:11, 15-16).
La clave para la victoria
El Señor nos da la «pista» para no caer en el lazo de una vida vuelta hacia sí misma: ¡el servicio! Tenemos su propio ejemplo: «El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos» (Mateo 20:28). Hay mucho trabajo por hacer: «A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies» (Mateo 9:37, 38).
¡Cuán grande es la misericordia y la paciencia del Señor para con nosotros! Mientras estamos «encerrados» en nuestra propia cueva, el Señor está necesitando trabajadores. La fuerza que nuestro «yo» manifiesta es tremenda y consigue manipular la voluntad de aquel que todavía no ha experimentado el poder de la cruz. La Cruz es el secreto de la victoria sobre el desánimo, la depresión y el negativismo, pues todo esto es fruto de una vida volcada hacia sí misma, de alguien en fuga hacia una cueva cualquiera.
Cuando aceptamos el poder de la Cruz –muerte para nosotros mismos– renunciamos a todos los derechos, colocando sobre el altar todo lo que tenemos y somos. Estamos vacíos y el Señor está presto para entrar en acción. «Ninguna persona así consagrada podrá ser rescatada, sino que será condenada a muerte» (Levítico 27:29, NVI). Estamos en el punto que él esperaba – total dependencia de él: «… he acallado mi alma como un niño destetado de su madre» (Salmo 131:2)
Sí; como un niño se abandona en los brazos de los padres, confiado de que nada le faltará, así el Señor espera que hagamos lo mismo. Confiando en su amor, nos lanzamos y descansamos en sus brazos, creyendo que nada podrá sucedernos más allá de aquello que él reservó y que es bueno para nosotros. ¡Señor, haznos entender tu amor por nosotros y, así, confiar en ese amor!
La orden del Señor es a salir. Solamente cuando salimos de la cueva (1 Reyes 19:9) es que podemos ver nuevamente el monte Carmelo y el poder de Dios. El Señor quiere que seamos personas constantes. Pero ¿qué sucede? Ya estamos en el monte Carmelo, ya estamos en la cueva. Andamos según nuestras emociones, dando oídos a una voz que no es la del Pastor. Muchas veces somos cristianos guiados por las emociones. Solamente cuando estamos con el alma satisfecha, cuando todo está yendo bien, es que decimos: «Estoy en la presencia de Dios». Por eso es que vivimos una vida espiritual de altos y bajos.
«Los que confían en Jehová son como el monte de Sion, que no se mueve, sino que permanece para siempre» (Salmo 125:1).
Dios quiere que tengamos estabilidad, y adquirimos eso cuando lo conocemos más íntimamente, cuando reconocemos que él es conocedor de todas las cosas, que estamos en sus manos y que somos sus hijos. Lo que nos falta, en la mayoría de las veces, es fe. Precisamos creer que todo realmente está bajo Su control.
Cuando vivimos fuera de nosotros mismos, entonces vemos las necesidades de los otros, y tenemos la victoria contra la carne y el diablo. Es cuando obedecemos a Dios que lo vemos operando.
El sabor que hay en la victoria cuando obedecemos es incomparablemente mejor, trae un nuevo ánimo y da frutos. ¡Ah, cuán paciente, amoroso y misericordioso ha sido el Señor! ¡Con cuán grande amor nos ha amado el Señor! Creo que el deseo del Padre es que podamos conocerlo, y que, a través de todas las pruebas, seamos llevados a la madurez. Bendigo al Señor, pues, aun cuando no queremos proseguir, él no desiste de nosotros. Muchas veces queremos dejarlo, mas, por su misericordia, él no permite que hagamos eso.
Fue a través de la cruz en el Calvario que él alcanzó para nosotros esa posición de victoria. «… Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Juan 10:10).
Traducido del portugués, de Vida oculta em Deus (Usado con permiso).