Los nombres de Cristo.
El sencillo nombre Jesús, sin otra adición o título, aparece casi seiscientas veces en los Evangelios. Cuando los escritores pensaron en su Señor, fue siempre el nombre Jesús el que vino instintivamente a sus mentes. El tema de su historia era esta vívida personalidad, Jesús. No es que los apóstoles alguna vez se dirigieran a él de esta manera. No, porque a pesar de su gran humildad él tenía una dignidad que impedía tal impropia familiaridad. Ni entonces ni después de su resurrección algún discípulo habla con él de esa forma.
Sin embargo, cuando pensaron o hablaron sobre él, ellos revelaron la rica sencillez del nombre Jesús. Este nombre había sido usado en su forma hebrea en días del Antiguo Testamento (Hebreos 4:8), y era bastante común en Palestina en tiempos del Nuevo Testamento (Hechos 13:6), pero para ellos había un solo Jesús. Esto es aún más real para nosotros hoy. Sólo en ciertas áreas del catolicismo romano hay quienes aún asignan a sus hijos el nombre Jesús.
El nombre fue elegido en el cielo. Puesto que fue decidido antes que el hijo de María fuese concebido (Lucas 2:21), presumimos que el propio Hijo eterno seleccionó éste de entre todos los demás como el nombre personal por el cual él deseaba ser identificado. A su debido tiempo, le fueron dadas las instrucciones sobre ello a José, quien fue responsable por el nombre verdadero del Niño (Mateo 1:25).
Hubo otros bebés a quienes Dios dio nombre antes de su nacimiento, especialmente Isaac (Gn. 17:19), Salomón (1 Cr. 22:9) y Juan el Bautista (Lc. 1:13). Todos ellos fueron figuras notables y sus nombres tuvieron un significado espiritual, como de hecho lo tuvieron los nombres de muchos otros caracteres de la Biblia. Sin embargo, el nombre de Jesús tuvo un carácter único. Marcó a su dueño como el Salvador de los pecados designado divinamente (Mt. 1:21). Otros podrían haber llevado el nombre: sólo Él podría cumplir su significado.
Pero aun ‘Salvador’ puede ser un título formal, en tanto que la fuerza del nombre personal Jesús nos enlaza directamente con el Hombre. La cálida personalidad, la comprensiva simpatía y la distintiva individualidad de Jesús significaron todo para sus primeros discípulos. Tal como los ángeles les aseguraron en el momento de la ascensión, sería «este mismo Jesús» quien regresaría de nuevo a la tierra en el tiempo señalado (Hch. 1:11). Mientras tanto, por medio de la fe, ellos podrían ‘ver a Jesús’ en su perfección celestial (Heb. 2:9). Y todos concordamos con la justicia de la decisión divina que es Jesús a quien el universo entero adorará (Flp. 2:10).
Hubo una manera especial por la cual, mientras él vivió aquí en la tierra, se distinguió de otros que llevaban el mismo nombre: él fue llamado «Jesús de Nazaret». Era en parte verdad, porque él se había dado a conocer en ese pueblo; en parte equivocado, porque él no había nacido allí y podría haber sido mejor conocido como ‘Jesús de Belén’; y era en parte malicioso, porque Galilea concitaba el desprecio de la mayoría de los judíos y los líderes de Jerusalén se alegraban de usar a Nazaret como una afrenta.
Es típico del Señor que él no hiciese esfuerzo alguno por negar esta descripción denigrante. De hecho, él hizo lo opuesto: él ennobleció el título, de manera que sus seguidores se gloriaron con entusiasmo en él (Hch. 4:10). El Hijo de Dios había elevado este nombre común, con su alusión burlona, y había hecho de Jesús de Nazaret el nombre sobre todos los demás.
El Cristo ascendido estaba bien dispuesto para usar esta descripción personalmente. «Yo soy Jesús de Nazaret», fue su respuesta a la pregunta asombrada de Saulo de Tarso (Hch. 22:8). En un mundo donde los hombres anhelan ostentar grandes nombres y títulos jactanciosos, el gran Hijo de Dios estaba contento de ser conocido simplemente como Jesús de Nazaret.
Y el apóstol Juan, en la conclusión del abrumador descubrimiento de la gloria y la victoria de su maravilloso Señor, debe haber sido extrañamente sostenido y confortado por este recordatorio: «Yo Jesús he enviado mi ángel para daros testimonio de estas cosas…» (Ap. 22:16). Para Juan, y para nosotros, hay muchas cosas que no entendemos. Pero nos sentimos contentos y relajados cuando comprendemos que no sólo nuestro destino, sino también el destino del universo entero, está en las manos de tan amada persona, Jesús.
Toward the Mark, Vol. 3, No. 5, Sep. – Oct. 1974.