Una misionera estaba sola en un lugar de China, muy enferma, entre gente pagana, y lejos de las personas que podrían ayudarla. La misionera, en medio de su aflicción, clamó a Dios en oración pidiéndole que la ayudara en situación tan difícil.
Desde otro lugar de China, un comerciante le envió varias cajas grandes de avena escocesa, sin que la misionera se las hubiera pedido. Ella tenía unos botes de leche condensada. Con estas dos cosas tuvo que alimentarse y conservar la vida durante cuatro semanas. Después de este tiempo, la misionera se sentía perfectamente bien de salud.
Pasado algún tiempo estaba ella en un grupo de varias personas cristianas entre las cuales había un médico, y todos le pidieron que relatara con pormenores su enfermedad.
Terminado esto, el médico dijo: “Dios oyó las oraciones de usted, y le dio más de lo que usted puede imaginar; pues para la enfermedad que usted padeció, nosotros los médicos recomendamos como único alimento y medicina la avena mondada, cocida en agua y leche hasta formar un líquido espeso. Así, pues, Dios providencialmente le recetó y le envió el remedio más apropiado”.