La dramática historia de Robin Lynn Hale, una chica de 17 años, que salió de un estado comatoso de tres meses para volver a reír.
Jeanne Hale
Un día de pesadilla
Aquel era un día común y ordinario de abril cuando sonó bruscamente el teléfono. De inmediato, todo se volvió una pesadilla. Era la voz de Sandra Jordan, una amiga. Mi hija Robin, de 17 años, solía ir a su casa para cuidarle los niños. Noté que trataba de controlar su voz, con una calma forzada que me hizo entrar en sospechas. Algo grave ocurría. «Jeanne, te necesito», me dijo. «Ven en seguida, por favor, a la sala de emergencia del Hospital Kettering. Maneja con cuidado, pero apúrate». No me dejó hacer preguntas, y me colgó.
Fui al tocador a peinarme un poco. Mi mente empezó a saltar de un pensamiento a otro. ¿Por qué Sandy me había llamado a mí, de entre todas sus amigas? Mientras me contemplaba en el espejo me asaltó un pensamiento horrible. ¡Algo le había pasado a mi hija Robin! Traté de alejar la idea de mi cabeza. Era ridícula. Si algo le había pasado a Robin, ¿cómo habría de saberlo Sandy? No habíamos visto a Sandy por varios meses, y además, Robin estaba trabajando hasta las nueve de la noche, en un trabajo nuevo después del colegio.
Corrí al hospital. Sandy me estaba esperando en la emergencia. Una sola mirada a su rostro confirmó mis temores. «Jeanne, Robin ha sufrido un accidente. Chocó y está mal herida. Es en la cabeza. Los doctores la están atendiendo ahora. Quieren que firmes unos papeles, así que ven conmigo». Y me arrastró a la sala de emergencia.
Hay cierto dolor en la vida que no le permite a uno el lujo de las lágrimas o de la histeria. Más bien halla su expresión en un mudo, obstinado silencio. Firmé la autorización y respondí las preguntas de rigor como sonámbula. Robin Lynn Hale, 17 años. Tenía dos hermanos varones, Dan de 19, y Paul, de 10. La única hermana era Kathy, de 18, ambas eran inseparables. Los cinco formábamos una familia muy unida. Hacía varios años que yo nada sabía del padre de ellos.
Robin era fuerte, sana y normal. Su cuerpo, esbelto y delgado, estaba bronceado todavía por el sol del verano. Era ágil y flexible por la práctica de los deportes. Estaba llena de vida. ¡Pero no ahora! Nos indicaron unas sillas donde podíamos sentarnos.
Sandy me contó que ella y Robin habían hecho un trámite juntas y que venían en sus respectivos autos, uno detrás de otro. Robin siguiendo a Sandy. De pronto, en una traicionera curva a la izquierda, en lo alto de una loma, con poca visibilidad, un auto se atraviesa y choca a Robin de frente. Interrumpí a Sandy, porque tenía deseos de orar. Apoyando mi cabeza en la mesa comencé a orar. Un capellán se acercó y nos acompañó gentilmente.
Por fin salió el doctor. El diagnóstico era lesión masiva de la base del cerebro. La cabeza de Robin había golpeado el espejo del auto con tal fuerza que lo había arrancado de cuajo. Ella estaba ahora en estado de coma. Por suerte, no había hemorragia intercraneal. De otro modo, ella nunca despertaría. Ella estaría en cuidado intensivo las 24 horas. «Si Robin se recupera», dijo el doctor, «no será sino hasta después de mucho tiempo». ¿Cuánto? Era impredecible. Días, semanas, meses, quizá.
Fe en medio de la agonía
En la sala de emergencia me esperaba un espectáculo terrible. Nunca hubiera reconocido a mi hija. Tenía el rostro intensamente blanco y parecía de cera. Respiraba dificultosamente por un tubo insertado en su garganta. Parecía no tener mentón. Sus delgadas manos se retorcían y crispaban incontroladas. Sus pies comenzaban a curvarse hacia abajo, característica de las personas que sufren graves heridas neurológicas. Se la veía increíblemente pequeña y rígida, salvo algunos breves espasmos que sacudían su cuerpo.
Me incliné suavemente sobre su cuerpo. Le hablé en voz baja algunas palabras, pero no hubo ni la más pequeña reacción. No había nada que pudiera hacer por ella. Tuve que hacer un esfuerzo para salir del hospital. Sandy me acompañó. Recordé que una vez me había dicho Kathy que si algo le sucediera a su hermana, no resistiría el dolor. ¿Cómo iba a darles la noticia? Pero ellos ya lo sabían. Todavía me maravillo de la quieta y serena fortaleza que Kathy manifestó esa noche. Pero esa fuerza no procedía sólo de Kathy. Ella tiene a Cristo; hacía más de un año ella había rendido por completo su vida al Señor. Estoy segura que sin Cristo ella no hubiera resistido.
Antes de medianoche, estábamos todos reunidos en casa. Nos agrupamos callados en la sala, tratando de soportar la tristeza. Al rato, Kathy regresó al hospital para estar al lado de su hermana. Los demás, excepto Paul, el menor, hicimos una vigilia solitaria, deambulando sin rumbo por las habitaciones.
Por fin se durmieron todos, pero yo permanecí despierta. En ese momento, tenía más necesidad de orar que de dormir. ¿Dónde estaba Dios, ahora que yo lo necesitaba mucho más que antes? ¿Desde cuánto tiempo atrás yo no había hecho más que oraciones rutinarias? Yo sabía que en esos momentos no tenía ningún mérito para acudir a Dios y demandarle su ayuda, pero sin él, nosotros nos hundíamos irremisiblemente. Él era nuestra única esperanza. ¿Me oiría Dios? ¿Tendría él cuidado de nosotros?
No hay palabras para describir el dolor, el temor y la pena que me envolvieron esa noche y que amenazaron hundirme por completo. Mi clamor era un clamor sin palabras. Por primera vez en mi vida, Dios tenía toda mi atención. De lo que no estaba segura era de que yo tuviera la de él.
Durante mucho tiempo la fe cristiana había sido para mí la mera aceptación de un credo, y eso, nublado con muchas dudas intelectuales. Durante algún tiempo había buscado ávidamente a Dios, y había ido a varios lugares equivocados, el humanismo, el liberalismo, misticismo metafísico y otra docena de caminos errados.
Cuando era niña yo había tenido esa fe infantil en Jesús; pero había crecido y había perdido o descartado esa fe simple, creyendo que era inservible para vivir en un mundo complejo y amenazador. La única cosa que había conservado hasta mi edad adulta era el conocimiento de las Escrituras, que había adquirido en la infancia. Yo amaba la Biblia, y me era fácil memorizar largos pasajes bíblicos. Pero, ¿dónde estaba mi crecimiento en la gracia? Mi fe se había debilitado hasta perderse. Ahora deseaba sacudir las puertas del cielo y gritarle a Dios que hiciera algo, ahora. Pero no tenía derecho a demandar nada de Dios, y lo sabía.
Padre celestial –dije orando– no estoy tratando de hacer un negocio contigo. Pero tengo mucho miedo. Sólo te estoy diciendo que si tú me ayudas ahora, si tú haces que Robin se ponga bien, yo te pondré a ti primero en mi vida, desde ahora en adelante. Te daré el resto de mi vida, si tú lo deseas realmente. Y haré todo lo que esté de mi parte para que Robin haga lo mismo. Todo lo que puedo ofrecerte en este momento es mi vida, que está hecha pedazos. Si tú puedes arreglarla, mi vida es para ti.
Dije cada palabra con claridad; pero no me pareció que se abrieran las puertas de los cielos, y no cantó ningún coro de ángeles. Lo único que podía percibir era un silencio absoluto. ¿Dónde estaba Dios? Estaba cansada, muy cansada. Traté de orar en todas las formas que sabía. Pero dijera lo que dijera en esos balbuceos de oración, las palabras parecían rebotar contra los oídos sordos de un Dios que no estaba allí.
A veces no me salían palabras, sino sólo un gemido de angustia. Fue entonces cuando recurrí a las Escrituras. «Llegue mi oración delante de ti … no me dejes ni me desampares, oh Dios de mi salvación … apresúrate a ayudarme, oh Señor». No encontraba sostén ni apoyo en ninguna otra cosa, sino en la Biblia.
Recordé que en la cocina tenía una botella de licor. Había también píldoras tranquilizantes. Consideré la cuestión cuidadosamente, y al fin voté contra ella. Yo necesitaba fortaleza interior. En ese momento yo estaba aplastada por mi propia impotencia. Mi impotencia… De pronto sentí un toque en mi espíritu, algo así como un suave tirón. Estaba pidiendo a Dios, pero no tenía nada para ofrecerle, excepto mi impotencia. ¿Podría Dios aceptar mi impotencia? Algo muy profundo, dentro de mi espíritu, me decía que sí. «Nada en mi mano tengo; sólo a tu cruz acudo…»
Me dirigí a Dios, y sin decir palabras, le ofrecí mi impotencia, mi debilidad, mi pobre fragilidad humana. Le ofrecí mis dudas, mis temores y desesperaciones. Y a cambio, pedí grandes riquezas, pedí paz y serenidad y santidad. Pedí ser revestida de la justicia de Cristo. Así podía presentarme sin mancha delante del trono de la gracia, y hacer mis peticiones. Le dije al Señor que iba a confiar plenamente en sus promesas y que iba a creer específicamente que él iba a sanar milagrosamente a mi hija. Después de reflexionar, eso, por sí mismo, era excepcional.
Una promesa firme
Al día siguiente, el doctor nos informó que Robin se encontraba peor que cuando la habían traído. Se iba debilitando gradualmente y su corazón apenas respondía. Tras esa noticia desalentadora, fuimos con Kathy a la capilla del hospital, donde nos arrodillamos y oramos. Las palabras de los himnos aprendidos venían a mi memoria, y me ayudaban a orar.
Estábamos en Semana Santa, era viernes, pero aquel fue el día más largo de mi vida. Esa noche, en casa de unos amigos, recibimos la necesaria cuota de calor y compasión que tanto necesitábamos. Jane, mi amiga, me entregó el recorte de un diario que yo le había dado hacía mucho tiempo, cuando ella había sufrido por su hijo que partía a la guerra. Ella la había conservado, y ahora era mi turno: «Dios de toda gracia, cuyo poder es capaz de sosegar las olas embravecidas del mar, estoy buscando quietud para mi alma. Habla a las rebeliones ocultas de mi corazón contra las circunstancias adversas de la vida. Haz que yo pueda ver más allá de la crisis de hoy, el plan que tú tienes para mí mañana. A pesar de toda adversidad, hazme entender que hoy es un día que tú has hecho, y permíteme alegrarme y ser feliz con él».
La oración me parecía una burla. Era necesario mucha gracia de Dios para repetirla sin un dejo de amargura. Cuando repetí la oración, poco comprendía que esas palabras iban a ser no sólo una oración, sino toda una profecía. Esa noche oramos una y otra vez, y también comimos. Damon, nuestro amigo, hizo una oración muy hermosa, pidiendo a Dios una señal para que sintiéramos alivio. Cuando terminó de orar, tuve un acceso de risa, como cuando uno emerge del agua después de una zambullida. Creo que todos sentimos lo mismo. En ese cuarto estaba la real presencia de Dios.
Esa noche nos quedamos a dormir con ellos. Cuando ya estaba acostada, con los ojos cerrados, me imaginé a Jesús parado ante la cama de Robin. Mientras oraba, pude ver claramente a Robin acostada en su cama del hospital. La visión era perfectamente real. Podía oírla respirar; ver la rigidez de su cuerpo y el temblor de sus manos. Entonces lo vi a él. Estaba de pie al lado de la cama, bañado en luz radiante. Sus brazos estaban extendidos hacia ella. Desde el lugar donde yo miraba distinguía sólo su espalda. Se inclinó un poco, poniendo las manos sobre la cabeza de Robin.
Yo no soy persona propensa a alucinaciones, visiones y espejismos. Pero esta visión era real. Luego el Señor fue hacia las otras camas de la sala, tocando a cada paciente. Después fue hasta la estación de las enfermeras, para bendecirlas, y volvió al lado de Robin por un momento. Luego se fue. Me sentí sumergida en un mar de intenso amor y paz. Un bálsamo suavizante. Y oré a Dios entregándole mi carga, pidiéndole que sanara a Robin, pero que, si su voluntad era otra, que me ayudara a soportarlo.
Yo no sé cómo Dios habla a otras personas, pero sé cómo me habló a mí. Una voz suave y queda, inaudible, pero perfectamente comprensible. «Está bien. He oído tu oración, y te devuelvo a Robin». Un torrente purificador y salutífero corrió a través de mí. Hasta ese momento yo no había llorado; pero ahora las lágrimas corrían libremente por mi rostro, copiosamente. ¡Alivio, bendito alivio! Esa noche nos unimos todos en acción de gracias a Dios.
***
En los próximos tres meses, Jeanne Hale vivió experiencias sobrecogedoras; tanto de desaliento como de esperanza. Aunque más de las primeras que de las últimas. Cuando confiaba en Dios, lograba paz mental; cuando pensaba que ella tenía que hacer algo, se sentía frustrada y temerosa. Intentó retomar su trabajo, pero no pudo; al poco tiempo, tuvo que renunciar.
Por momentos, el estado de Robin empeoraba. Más de una vez tuvo que ser asistida con un respirador artificial. En todo ese tiempo Jeanne recibió mucha ayuda de las enfermeras, pastores y otros muchos que solidariamente se acercaron para animarla y para orar con ella. Poco a poco, Dios la condujo por el camino de la fe, hasta lograr que ella creyera totalmente en él y en su promesa, sin importar las circunstancias. Finalmente, ella, osadamente, comenzó a hablar a la gente acerca de la sanidad de su hija.
La rehabilitación fue lenta y trabajosa. Pero al cabo de tres meses, Robin salió del estado de coma y pudo comunicarse. Su mente tenía un gran vacío respecto de todo ese tiempo. Pasaron otros varios meses antes de que Robin, ya en casa, recuperara su normalidad físico-sicológica, pero su madre supo que el propósito de Dios se había cumplido, cuando le oyó decir: «Ahora soy diferente. Yo era muy egoísta y consentida. En realidad, yo no estaba agradecida por todo lo que tenía. Todo lo tomaba como si fuera derecho mío. Pienso que ahora estoy aprendiendo a ser más agradecida, más considerada, y tener más cuidado de las otras personas, especialmente de mi familia y de mis amigos. Creo que he madurado bastante».
En otro momento, mientras conversaban, ella dijo: «Mi accidente fue una bendición, mamá. Yo creo que Dios permitió que sucediera por una razón. Él ha sacado una gran cantidad de bien de ello. Antes del accidente yo estaba tomando el mal camino. Probablemente habría hecho algo que dañaría para siempre mi vida. Entonces yo carecía de verdaderos valores, como ahora los tengo».
Ciertamente, a los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados. «Bendito sea Jehová, que oyó la voz de mis ruegos. Jehová es mi fortaleza y mi escudo; en él confió mi corazón, y fui ayudado, por lo que se gozó mi corazón, y con mi cántico le alabaré» (Sal. 28:6-7).
Extractos condensados del libro «Ayer a las siete».