Tanto en lo que respecta al vivir como al morir, lo único que hace la diferencia es Cristo – tener a Cristo o no tenerlo. Pese a la gran variedad de factores que hacen diferente el vivir en la tierra, el relacionarse entre las personas, sus características, cultura, raza o clase, todos los seres humanos tienen el mismo rasgo esencial: todos están en igualdad de condiciones delante de Dios; todos están destituidos de su gloria, enemistados con él, alejados de él para siempre por sus pecados.
La historia del hombre comienza a cambiar solo cuando halla a Cristo, o cuando es hallado por él. El gran salto en la vida no es obtener un título universitario, ni recibir una gran herencia. No es contraer feliz matrimonio, ni tener muchos hijos. Aunque estas cosas forman parte del vivir dichoso en la tierra, no son el punto que hace la gran diferencia entre los hombres a la hora de vivir y de morir. Solo Cristo hace la diferencia.
Sin Cristo, una vida vivida al tope de la grandeza humana, es una miseria. Podrá tener visos dorados, y una apariencia gloriosa, Sin embargo, es toda desazón y sobresalto. Sin Cristo, una vida puede alzarse a las mayores alturas de la fama, de las riquezas, y de la honra, sin embargo es sólo un largo alarido entre dos silencios, una llamarada de ilusión entre dos abismos.
Sin Cristo, la muerte es aún más dramática. Es pasar del alarido al fuego, y de la ilusión al horror. Una persona que muere sin Cristo está desnuda, porque no tiene nada con qué presentarse a Dios. Es pobre porque no tiene ninguna riqueza con qué enfrentar los siglos venideros. Es desdichada, pues no tiene ninguna perspectiva de gozo futuro.
Toda la vida de vanidad, el juego de apariencias que conforman la vida social, acaba con el postrer suspiro. Nada de lo que se estimó hasta ahora como sublime, soporta la mirada escrutadora de Dios. Todo es miseria, desnudez, y espanto.
Sin embargo, cuán diferente es ser de Cristo a la hora de vivir. Aunque no sea lo que pudiera llamarse ‘un camino de rosas’, todo es diferente. Las riquezas no envanecen; la pobreza no duele. Los pequeños bienes otorgados por Dios son un tesoro mayor; las pequeñas dichas humanas llenan el corazón de felicidad. La razón de este ‘plus’ es la presencia de Cristo. Su precioso Espíritu endulza las penas, y hace soportable el rigor de la vida. Su compañía permanente concede la fuerza, enjuga las lágrimas, y su paz, que excede todo entendimiento, pone la nota dulce en todas las tormentas.
¿Qué diremos del ‘morir en Cristo’? Toda la luz del cielo destella para aquel que parte; toda la consolación del cielo se despliega para los que quedan. El capítulo más triste de la historia se cierra (porque la vida humana, comparada con la celestial, es sólo un valle de lágrimas), y comienza una nueva, mucho más dichosa. La verdadera vida, la vida eterna, sin trazas de debilidad y deshonra, comienza a ser vivida de verdad. Morir en Cristo es la dicha mayor, la verdadera riqueza, el descanso de todos los trabajos y afanes. ¡Bienaventurados los que mueren así!
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