La parte de la historia de la Iglesia que no ha sido debidamente contada.
El clamor por una iglesia santa
En la historia de la iglesia, los 200 años posteriores a Pentecostés fueron testigos de una lenta, pero inexorable declinación espiritual en medio de los creyentes. Por un lado, la organización, y jerarqui-zación de la cristiandad darían lugar a un vasto sistema eclesiástico gobernado por una casta superior y sacerdotal; por otro, el sencillo culto del principio, flexible y participativo, que daba lugar a la libre expresión de todos los miembros del cuerpo, fue reemplazado por un ritual cada vez más rígido, exterior y formal, bajo el control exclusivo de la nueva casta sacerdotal. Los obispos, convertidos en verdaderos monarcas, reclamaban la autoridad sobre todo y en todo. Ya hemos visto como Ignacio de Antioquía inició esta tendencia hacia la importancia super-lativa de los obispos, la que se vio reforzada por el «rol» que les asignaron algunos connotados apologistas, conceptuándolos como los «auténticos» guardianes de la «tradición apostólica».
Es justo señalar, sin embargo, que los grandes apologistas (Ireneo, Tertuliano, etc.) que escribieron contra los gnósticos (los cuales pretendían poseer una tradición secreta y superior del Evangelio), acudieron a la autoridad de las sedes apostólicas más antiguas (como Roma, Jerusalén, Antioquía, etc.) para buscar en ellas la interpretación aceptada como regla universal de interpretación de los escritos apostólicos, y no como fuente de nuevas tradiciones que se alejaban de la sencillez original. De hecho, como se ha señalado en el artículo anterior, Tertuliano, quien apela resueltamente a la autoridad de las sedes apostólicas contra los gnósticos, no duda en denunciar la creciente autoridad episcopal como una novedad que modifica la antigua tradición de las iglesias en cuanto al gobierno y el culto.
En verdad, el siglo segundo y tercero fueron un extenso campo de batalla entre el antiguo orden de la iglesia, heredado de los apóstoles, sencillo, flexible y horizontal, y el nuevo orden obispal, rígido, formal y vertical. Muchas iglesias se opusieron a este cambio, pero con el paso del tiempo se hallaron formando parte de una minoría cada vez más reducida, que contemplaba entristecida cómo la cristiandad se alejaba más y más de los principios neotestamentarios.
Alrededor del año 250 d. C. las tendencias episcopales llegaron a su máxima expresión con Cipriano, obispo de Cartago. Este, al igual que Ignacio, fue un hombre consagrado y un valiente mártir de Jesucristo, quien, además, paradójicamente, consideraba a Tertuliano como su maestro. Fue Cipriano quien desarrolló hasta el máximo la idea del obispo monárquico como encarnación suprema y final de la iglesia: «El obispo está en la iglesia, y la iglesia en el obispo; y si alguno no está con el obispo, no está en la iglesia». Así surgió la idea de la iglesia como algo aparte y distinto de todos los creyentes. En el Nuevo Testamento, la iglesia era, sobre la tierra, el cuerpo entero de creyentes; jamás Pablo, Pedro o Juan se habrían atrevido a afirmar que «ellos eran la iglesia», sin incluir a todos los hermanos en ella, aún siendo apóstoles de Jesucristo. Pero para el año 250 d. C., la iglesia vendría a ser, por definición, el sistema clerical.
Además, para Cipriano, la iglesia, encarnada en los obispos, era la mediadora visible y exclusiva de la gracia de Dios, por medio de sus sacramentos. Quien no se sometía a la autoridad de «esta iglesia» estaba fuera de la gracia y debía ser considerado como un hereje de la peor clase, sin importar cuán ortodoxo, y fiel pudiera ser como creyente en Jesucristo. Todo era una cuestión de sumisión a la iglesia organizada, fuera de la cual no había salvación.
Esta terrible y trágica distorsión de la naturaleza de la iglesia habría de ser la fuente de muchos males posteriores. Un entero sistema terrenal había usurpado el lugar y el nombre de Cristo y su iglesia sobre la tierra, y esta ya no sería más considerada como la comunidad de los redimidos y regenerados por el Espíritu. Además, en conexión con esto mismo, se desarrolló la idea del bautismo como sacramento regenerador, que tenía eficacia por sí mismo. Bajo este concepto, Cipriano y otros desarrollaron y extendieron la práctica de bautizar niños, abriendo las puertas de la «iglesia» a hombres y mujeres no regenerados.
La reacción novaciana
Este era el estado de cosas en la cristiandad cuando en el año 250 d. C., el emperador Decio lanzó una terrible ola de persecución contra los santos. Pero las iglesias habían llegado a una condición espiritual tan deplorable, que en esta oportunidad cientos de miles de creyentes salvaron sus vidas apresurándose a negar su fe, adorando la imagen del emperador y denunciando a sus hermanos. Es verdad que algunos cedieron después de horribles torturas, pero con muchos sólo bastó la amenaza del castigo. Esto, por supuesto, causó escándalo en muchas conciencias espirituales. Cuando la persecución terminó, muchos de estos hombres y mujeres que habían negado su fe, pidieron ser readmitidos en la «iglesia». Y la gran mayoría de los obispos estuvo dispuesta a recibirlos, alegando que el espíritu del evangelio era el perdón. Pero en verdad, detrás de mucho de este supuesto espíritu evangélico, se escondía una ambición secularizada y contem-porizadora que sólo buscaba prosélitos y poder, sin ningún interés por la condición espiritual de la iglesia.
No obstante, quienes fueron testigos de esta tragedia y de la posterior reacción de los obispos, y tenían una conciencia y un celo por la condición espiritual de la iglesia, vieron en tal apostasía causas mucho más profundas. Y entre éstos hubo en particular dos hombres: Novato y Novaciano.
El primero era presbítero en la ciudad de Cartago y se oponía a las tendencias monárquicas y jerárquicas de los obispos, en especial de Cipriano. Novato buscaba reestablecer la antigua igualdad entre los obispos y los presbíteros, pero Cipriano lo resistió vehementemente. Novato se fue a Roma, donde continuó con sus enseñanzas. Allí conoció a Novaciano quien a su vez, al igual que los montanistas, se negaba a aceptar que quienes habían desertado de su fe fuesen readmitidos. A ellos se unieron por todas partes muchos hermanos y hermanas que deploraban profundamente el estado de cosas en la cristiandad organizada. Se les llamó Novacianos, por causa de Novaciano, pero ellos difícilmente habrían aceptado ser llamados así. Eran simples hermanos y hermanas que buscaban regresar a un estándar más puro, sencillo y elevado de la fe cristiana.
Muchos los han acusado de un rigor y extremismo que difiere del espíritu del evangelio de la gracia y del perdón. Se dice que exigían una perfección más allá de las posibilidades humanas (perfección que, por lo demás, el mismo Señor demandó, por ejemplo, en el Sermón del Monte). Y, tal vez, haya en esta acusación algo de cierto, pues en ocasiones pecaron de falta de compasión y misericordia hacia quienes genuinamente se arrepentían de su deserción. No obstante, para comprender su reacción extrema se debe antes considerar la condición general de la cristiandad de sus tiempo. Ellos veían en estos cristianos desertores el signo de que la iglesia se había convertido en un sistema terrenal, sin poder ni eficacia para producir vidas verdaderamente regeneradas.
Rechazaron el bautismo de niños, pues lo consideraban una de las causas de la ruina espiritual. Para ellos, quienes habían negado la fe, no eran en verdad cristianos, es decir hombres y mujeres regenerados por el Espíritu. Habían entrado en la iglesia como producto de la laxitud moral y la ambición de algunos obispos que promovían un cristianismo sin demandas espirituales, convirtiéndolo en un rito exterior y sacramental (incluyendo el bautismo de niños), con miras a acrecentar casi indiscriminadamente el número de fieles, abriendo así una puerta para toda clase de elementos y costumbres paganas. Por ello, llegaron a considerar al sistema obispal mismo como una deformación y un gran mal para la iglesia.
Los Novacianos anhelaban una iglesia santa, pura, más sencilla y compuesta sólo de hombres y mujeres regenerados. Para ellos, la prueba de esa regeneración debía ser hallada en una vida de consagración y santidad para el Señor. No aceptaban que la santidad era la vocación de unos pocos en el cuerpo de Cristo, mientras que el resto podía contentarse con un cristianismo diluido y acomodado a sus «debilidades humanas». Rechazaban, por lo mismo, el sistema clerical, y los sacramentos como medios de gracia, que promovían esta visión dual de la vida cristiana,1 y creían en iglesias independientes en cuanto a organización y funcionamiento, dirigidas por una pluralidad de presbíteros o ancianos, cuyo estándar, como se ha dicho, era la santidad.
De hecho, y de acuerdo con la Escritura, creían que los obispos y los presbíteros eran lo mismo. Sin embargo, su protesta se topó con la férrea oposición de algunos obispos de su época. Cipriano, junto con Cornelio, obispo de Roma, a cuya designación se había opuesto Novaciano debido a su laxitud moral, convocaron un sínodo de obispos y lograron que los Novacianos fuesen excomulgados y expulsados de la iglesia organizada. No había ninguna cuestión doctrinal que los separase, sino sólo cuestiones de autoridad eclesiástica y práctica cristiana. Novaciano mismo escribió un excelente tratado sobre la Trinidad y, al escribir en latín, entregó a occidente la capacidad de desarrollarse teológicamente. También escribió tratados refutando algunas herejías gnósticas. Fue él quien por primera vez usó la expresión «Verbo encarnado».
Tristemente, nada de esto impresionó a Cipriano y a los demás obispos, como tampoco el carácter espiritual irreprochable de Novaciano y los hermanos que estaban con él. Los así llamados Novacianos comenzaron desde entonces una obra separada de la cristiandad organizada, que se extendió rápidamente por muchas partes de Europa y Asia menor. Lo que de paso prueba que en muchas partes había hermanos y hermanas descontentos con el desarrollo de la cristiandad organizada. Debido a su celo por una vida más santa y pura fueron llamados cátaros (del griego kataroi o «puros»). Y con ese nombre aparecen en la historia posterior, como también con muchos otros apodos, dados por sus detractores y perseguidores. En los siglos siguientes, tras la unión de la «iglesia organizada» y el estado bajo Constantino, se convirtieron en un pueblo perseguido y difamado. Su historia posterior constituye quizá una de las mayores tragedias en la historia de la iglesia. Perseguidos hasta casi el exterminio, sus prácticas y creencias fueron distorsionadas, deformadas, y cuando no, borradas casi por completo del registro de la historia. Hoy es poco lo que sabemos de ellos, excepto por las supuestas confesiones extraídas por sus torturadores y ejecu-tores. Como mínimo, se les ha acusado de sostener las peores herejías gnósticas y maniqueas, pues la cristiandad organizada siempre quiso mantener la ilusión o ficción de que fuera de ella nunca existió verdadera fe. Todo lo demás no podía ser sino herejía y falsedad.2
Sin embargo, una investigación histórica más exacta probará que en verdad la mayoría de las llamadas sectas medievales, conocidas como valden-ses, albigenses, cátaros y muchos nombres más, eran en verdad sucesores directos de aquellos antiguos hermanos que se negaron a aceptar la decadencia de la cristiandad y escogieron así el terrible camino del descrédito, la difamación, la persecución, el martirio y, finalmente, el olvido.
Pero, gracias a ellos, la antorcha nunca se apagó del todo, incluso en los tiempos de mayor apostasía y oscuridad. Más adelante, como ya se ha dicho, volveremos a encontrarnos con estos valientes testigos de Jesucristo, ya sea escondidos en los valles alpinos, u ocupando extensas regiones del sur de Francia, manteniendo aún la primitiva sencillez, santidad y organización de las iglesias apostólicas.
1 La reacción contra este estado de cosas tuvo, dentro de la cristiandad organizada, el nombre de monasticismo, a partir de Pablo, el eremita, el año 251 d. C., quien se retiró a la soledad del desierto de Egipto. Hombres y mujeres se separaban de la mundanalidad de sus días para intentar vivir vidas más santas y conformes con el evangelio, aunque sin pretender que todos los creyentes siguieran su ejemplo. De hecho, entre ellos encontramos a la mayoría de los queridos santos que iluminaron desde adentro la terrible oscuridad de la cristiandad organizada. Las órdenes monásticas, sin embargo, decaían con el tiempo, y una nueva orden venía a reemplazarlas. Se destacan entre ellos los nombres de Benito de Aniano, Agustín de Hipona, Odo de Cluny, Bernardo de Clairvaux, Tomas de Aquino y Francisco de Asís. Sin embargo, con el monasticismo se afianzó también el errado concepto de que había dos clases de cristianismo posible: uno diluido e inferior para el común de los creyentes y otro más exigente y elevado para quienes escogían la vida monástica. Este trágico hecho nos muestra la importancia y pertinencia de la demanda novaciana.
2 Al respecto, muchos historiadores y novelistas modernos, siguiendo esta línea de interpretación han escrito supuestos libros y novelas «históricas» sobre los cátaros, mostrándoles como sectas gnósticas o maniqueas. Pero su línea de razonamiento y su método de reconstrucción es débil y extemporáneo: Puesto que sus acusadores dicen que sostenían herejías gnósticas, investigan acríticamente el pensamiento de gnósticos como Marción y Valentino, de mediados del siglo II, y lo superponen luego extemporánea y arbitrariamente sobre los cátaros de los siglos IV en adelante. Sin embargo, ningún documento histórico contemporáneo escrito por ellos da base para dichas acusaciones, pues éstos no existen o fueron destruidos. De hecho, en este caso lo que primero debe ser puesto en duda es la confiabilidad del testimonio de sus perseguidores y verdugos. En verdad, la primera vez que los cátaros aparecen en la historia es siendo estrictamente ortodoxos y trinitarios en su fe, tal como lo fue el mismo Novaciano.