Jesús venció al mundo de lo trivial. Vivir durante treinta años en una aldehuela, en medio de gentes vulgares, trabajando en una humilde banca de carpintero para mantener a una madre viuda y la familia, no es cosa tan difícil si no se tienen otras aspiraciones. Pero si se siente en lo más hondo del corazón el llamado del Dios vivo, y si se sabe que se posee precisamente aquello que el mundo necesita, sin poder salir de en medio de esa mezquindad ni dejar de hacer ese trabajo trivial durante el noventa por ciento de los años de la vida, para dedicar el restante diez por ciento a la obra que se desea, y se vive así dichosamente – ¿no es eso, acaso, el vivir victorioso?
Un autor francés ha escrito: «¿Sabéis qué es lo que hace al hombre la más desgraciada de las criaturas? Es el tener un pie en lo finito y el otro pie en lo infinito, pues así se siente despedazado entre dos mundos». Pero Jesús tenía un pie en medio de la vulgar vida de Nazaret y el otro pie en las necesidades del mundo. Dos mundos en tremendo conflicto, ¿y no iba él a sentirse despedazado entre ambos? ¿No creéis que era desdichado? Pues no lo era, porque él logró hacer uno solo de aquellos dos mundos.
Él trasladó lo infinito a lo finito, y lo finito lo trasladó a lo infinito. Haciendo un arado estaba trabajando por la renovación del mundo, de manera que ese arado lo haría lo mejor posible para que fuese digno del Redentor del mundo. Alguien ha dicho: «Si haces una cosa pequeña como si fuera de suma importancia, Dios te permitirá algún día hacer una gran cosa como si sólo se tratara de una cosa pequeña». Así, de día en día, en aquella vulgar Nazaret, Jesús fue tejiendo con sin igual paciencia la túnica sin costuras que habría de lucir ante el mundo.
Se le preguntó a una joven de los Balcanes si no se aburría de estar tejiendo puntadas tan pequeñas en la tela que bordaba. «¡Oh, no! Este es mi traje de bodas», replicó alegremente. Aquellas puntadas ya no eran triviales, porque tenían relación con algo muy grande.
E. Stanley Jones