El título «Señor» fue usado originalmente por los discípulos como señal de respeto, y de hecho la palabra a veces se traduce simplemente como «señor» (Juan 20:15). Gradualmente, sin embargo, los apóstoles empezaron a apreciar la grandeza de su Maestro, y a referirse a él como «el Señor» (Lucas 19:31). Sus convicciones fueron cristalizadas y se confirmaron en la mañana de la resurrección, y de inmediato ellos empezaron a llamarlo espontáneamente «el Señor» (Juan 20:25, 21:7).
Cuando el Espíritu Santo vino, ellos tuvieron una visión totalmente nueva de este señorío extraordinario, y con denuedo anunciaron a todos los hombres que era Dios mismo quien había constituido «Señor y Cristo» a Jesús crucificado (Hechos 2:36). De allí en adelante no hubo lugar en su pensamiento para duda o cuestionamiento alguno; él era «el Señor Jesús» (Hechos 4:33), y aceptaron gozosamente las implicaciones de este título, llamándose sus siervos o de hecho sus esclavos (Hechos 4:29). Aun más, ellos reforzaron el mensaje del señorío de Cristo haciéndose siervos de todos los hombres por Su causa (2 Corintios 4:5).
Sin la asistencia del Espíritu Santo, los hombres no pueden llamar de verdad a Cristo su Señor (1 Corintios 12:3). Por supuesto, ellos pueden usar palabras vacías (Lucas 7:46, 12:25), pero esto no significa nada para él y no les traerá ningún beneficio. Sólo el Espíritu puede hacer que Cristo sea Señor de una manera eficaz, viviente; y es vano llamarlo «el Señor» o «nuestro Señor» a menos que un hombre haya llegado primero a conocerlo como «mi Señor». El Espíritu Santo ha entrado en la experiencia humana para este mismo propósito, para traer a los hombres a la verdadera libertad, guiándolos en sumisión sincera al Señor Jesucristo, y así él es descrito propiamente como «el Espíritu del Señor» (2 Corintios 3:17).
En el caso de la visita de Pedro a Cesarea tenemos una impactante ilustración de la obra del Espíritu en esta materia de la liberación. El mensaje de Pedro era muy simple – «Él es el Señor de todos» (Hechos 10:36) – pero el efecto en sus oyentes fue asombroso. El grupo entero, empezando por Cornelio, fue conmovido en una experiencia vital de salvación. No tenemos que adivinar la razón para este despliegue del poder del Espíritu, porque Pedro no sólo habló con su ayuda, sino que de hecho habló de un nuevo compromiso con el señorío de Cristo en su propia vida. Él fue a Cesarea inflamado por un nuevo desafío y una nueva sumisión; él, que había predicado mucho tiempo y había mostrado a Jesús como Señor, fue probado en obedecer en una materia que ofendía sus prejuicios más profundos y se había negado a esa contradicción diciendo: «Señor, no» (Hechos 10:14). Sin embargo, recibió gracia para dejar de lado su propia voluntad en favor del mandato de su Señor, con la lógica y sorprendente liberación de la unción y poder del Espíritu. Ciertamente, ese día Pedro no pudo haber dicho que Jesús era el Señor sino por el Espíritu Santo.
Al apóstol Pablo, el gran siervo de Jesucristo, le fue dado enunciar el significado pleno de este título. Él explicó que la exaltación de Cristo fue el justo reconocimiento de su carácter perfecto por parte de Dios; sólo aquel que se había rendido en obediencia perfecta podría exigir obediencia de otros. Pablo afirmó que un día toda la creación, incluso los poderes de «debajo de la tierra» que no han sido reconciliados con Dios a través de la cruz, se doblegarán ante la supremacía del nombre del Señor. Esto, afirmó él, traerá la más profunda satisfacción al corazón del Padre (Fili-penses 2:11). Pablo agregó entonces que su reacción personal a estas verdades había sido sacrificar gozosamente todo su propio interés por el gran honor de conocer a Jesús como «Cristo Jesús mi Señor» (Filipenses 3:8).
Si llamar a Jesús Señor le costó a Pablo todo, ciertamente a Jesús le costó todo lograr ese señorío. El costo fue el de la sangre de su propia vida, un hecho que enfatiza para nosotros la gran importancia para Dios y el hombre del señorío de Cristo (Romanos 14:9).
En el Nuevo Testamento el título «Señor» se usa para describir a Jehová del Antiguo Testamento, un punto que puede ser demostrado fácilmente comparando pasajes paralelos. Cuando, por consiguiente, los apóstoles llaman a Jesús «el Señor» ellos le igualan con el gran Yo Soy, y no dudan citar del Antiguo Testamento para probar esta declaración asombrosa (Romanos 14:11). La Biblia termina encomendando a todos los creyentes a la gracia de nuestro Señor Jesucristo. Esto es lo que el Libro representa en su totalidad (Apocalipsis 22:21).
De «Toward the Mark» Jul – Ago. 1972.