La heroica aventura de un misionero inglés para llevar las Escrituras al pueblo coreano.
Faith Cook
Robert Thomas y su esposa enfrentaron un azaroso futuro cuando decidieron viajar como misioneros a China en 1863. Pocos habían puesto pie todavía en esa vasta y desconocida tierra para llevar el evangelio de Cristo. En 1807 Robert Morrison había hecho un noble esfuerzo, pero no pudo avanzar más allá de Cantón, donde se dedicó a traducir las Escrituras. Hudson Taylor había estado allí durante nueve años; sin embargo, era todavía una figura solitaria.
Un anhelo ferviente
Robert Thomas (1840-1866) era hijo de un pastor galés. Tenía una excepcional habilidad para los idiomas, destacando en el estudio del francés, latín y griego. A los dieciséis años, dejó su hogar para seguir estudios en el New College de Londres. Cinco años más tarde se graduó como el mejor estudiante de su promoción.
Sin embargo, a los veintitrés años, Robert Thomas dio la espalda a un futuro prometedor. Un deseo más fuerte ardía en su corazón: el anhelo de servir a Cristo y llevar el evangelio de esperanza a la tierra de China. Antes de su ordenación en junio de 1863, predicó su primer sermón en la iglesia de su padre. Su texto fue: «Jesucristo, el mismo, ayer, hoy y por los siglos». Luego, bajo el auspicio de la Sociedad Misionera de Londres, él y su esposa Caroline dejaron Gales, sabiendo que probablemente nunca volverían.
Desgracia doble
Tras un largo viaje, arribaron a Shanghai. La pareja arrostró todas las vicisitudes de ajustarse a un nuevo clima, cultura y primitivo estilo de vida. Pero esto fue poco comparado con los dolores que vendrían. A tres meses de su llegada a China, falleció su primer hijo. Esta pérdida fue seguida poco después por la muerte de la joven madre.
Solo, siendo un extranjero en una tierra extraña, Robert Thomas debió haber anhelado el consuelo de su hogar. No había allí ninguna privacidad para su aflicción. Desde la mañana hasta la noche, él era objeto de la constante curiosidad de la gente. Dondequiera que iba, una multitud intrigada le seguía, pues rara vez habían visto a un hombre blanco. Así, pues, debió abandonarse al Cristo inmutable acerca del cual había predicado.
Misión a Corea
Thomas se abocó resueltamente a la obra, viajando al norte, hasta Chefoo. Aquí se encontró con algunos coreanos, y cuando intentó comunicarse con ellos, percibió que había gran similitud entre el idioma que él estaba aprendiendo y la lengua coreana. Una nueva idea empezó a tomar forma en su mente: ¿Por qué no llevar el evangelio a Corea? Un corto viaje por el Mar Amarillo lo llevó a su capital, Pyongyang.
Corea era entonces un país cerrado, no sólo para el evangelio, sino a cualquier contacto con otras naciones aparte de China. Un reciente intento de misioneros católicos para entrar en el país había terminado con la masacre de todos ellos. Thomas escribió a Londres pidiendo aprobación para trabajar allí, pero le desautorizaron, señalando su tarea como demasiado peligrosa.
Thomas pensó que debía ir solo. La necesidad de Corea golpeaba en su espíritu, así que en septiembre de 1865 se embarcó en un junco chino. En las islas al oeste del continente, exploró las posibilidades para la obra misionera, mientras aprendía el idioma. Convencido de la viabilidad de su tarea, regresó a China, recolectó todos los tratados y Biblias que pudo, y en agosto de 1866 abordó una goleta americana hacia Pyongyang.
Tragedia en el río
El río tenía muchos rápidos y bancos de arena. El capitán tenía que navegar con sumo cuidado, y sólo podía avanzar cuando las mareas subían. Cuando era posible, Thomas tiraba a tierra bultos de Biblias, tratados y porciones de Escritura a las gentes que se apiñaban en las riberas del río. Los coreanos tímidos agarraban los paquetes y desaparecían de su vista, porque aceptar obsequios de extranjeros era delito con pena de muerte.
Por fin la goleta estuvo segura más allá de los rápidos, a la vista de la capital. Ya cerca de la capital, fueron detenidos por guardias costeros. El dueño de la nave desembarcó y se reunió con el gobernador de Pyongyang. Luego el gobernador, con cuatro oficiales, subió a bordo. Pero, con increíble locura, los dueños de la nave les quitaron sus credenciales, y aún más, ataron a las autoridades coreanas en el bote de la nave y los llevaron río arriba. Los coreanos en la orilla ofrecían rescate por sus compatriotas. El bote fue cogido en los peligrosos rápidos y, cuando giraba en un remolino, los rehenes saltaron para salvar sus vidas. Dos de ellos se ahogaron.
Podemos imaginarnos la angustia de Robert Thomas ante esa escena. Entonces los coreanos descargaron su ira disparando contra la goleta. El capitán intentó retirarse navegando río abajo, pero su nave encalló en un banco de arena, quedando a merced de los enfurecidos coreanos. Éstos ataron juntos varios botes cargados con ramas de pinos. Cuando la marea subió, encendieron las ramas y dejaron ir los botes hacia la goleta. Pronto el casco de la nave empezó a arder y los pasajeros y tripulación no tuvieron otra opción que saltar al agua y nadar hacia la orilla. Armados con pistolas y disparando, los hombres intentaron en vano asegurar sus vidas. Fueron capturados uno a uno y asesinados cuando emergieron del agua.
Sólo un hombre actuó en forma diferente. Él no disparaba. Más bien sus brazos estaban cargados con extraños bultos. Cuando se tambaleó fuera del agua, ofreció su tesoro –la Palabra de Dios– a las personas que él había venido a servir. Un muchacho de doce años tomó tres de las Biblias y escapó. Otros también recogieron los libros que Thomas dejó caer cuando fue golpeado hasta morir. Tenía veintiséis años de edad.
La semilla de la Palabra
Pero el sacrificio de Robert Thomas no fue en vano. El muchacho que había tomado las tres Biblias se las dio a un soldado, que arrancó las páginas y las usó para empapelar su casa. Más tarde el muchacho se convirtió a Cristo. Aunque los oficiales coreanos intentaron recoger y quemar toda la literatura que el misionero había traído, algunos libros escaparon y fueron leídos en secreto. Incluso el ‘papel mural’ se mostró poderoso para la conversión de otros.
Cuando los misioneros ingresaron finalmente al país, veinte años después, descubrieron pequeños grupos de cristianos en los pueblos a lo largo de la ribera donde Thomas había tirado sus paquetes. En Pyongyang mismo, había surgido una pequeña iglesia. La semilla de la palabra de Dios, que Thomas había sembrado en su muerte, había germinado y fructificado.