Después de recibir el Señor el rechazo en Jerusalén, y la hospitalidad de aquellos tres amigos en Betania en su última semana, el Evangelio de Marcos registra una doble escena final, profundamente significativa.
La primera parte de ella es el ungimiento del Señor por parte de María, hecho que se nos muestra aquí con un detalle sorprendente: «y quebrando el vaso de alabastro, se lo derramó sobre su cabeza» (14:3). A causa del simbolismo de esta escena, esto es muy relevante. El mero derramamiento del perfume no era suficiente: el vaso debía ser quebrado. ¿Por qué?
El vaso es el alma, en tanto que el perfume es el espíritu del hombre que sólo puede ser liberado si el alma es quebrantada. Sólo un alma quebrantada puede ungir al Señor y llenar la casa con el aroma de vida. ¡Maravillosa lección que trascendió el acto mismo, tan incomprensible para los discípulos!
Pero en seguida el relato hace un frío contraste, pues pasamos del amor a la traición: Judas hace acuerdos con los principales sacerdotes para entregar al Maestro (14:10). Ni siquiera esperó que las lágrimas se secaran en las mejillas de María, y que las palabras del Maestro se silenciaran. Su corazón torcido estaba lleno de premura por consumar el fatal designio. Habiendo estado tan cerca del cielo, es empujado ahora por el infierno.
Pero el contraste no acaba ahí: es una mujer –tan poco apreciada en el entorno viril de los judíos– y es una mujer común –de una familia y una aldea común– la que le ama tan delicadamente; en tanto que es un hombre, y no un hombre cualquiera, el que le vende – es uno de aquellos doce bienaventurados para quienes el corazón de Jesús estuvo siempre tan abierto.
Este es el hombre: un continuo oscilar entre dos extremos, el amor y el odio. ¡Y a todo ello se expuso nuestro Señor, sufriendo nuestras traiciones, y soportando nuestras veleidades, cargándolo todo sobre el madero de la cruz para que pudiéramos escribir una historia diferente!