George Matheson
(1842 – 1906)
Señor, me prendiste en la entrada de Damasco; transformaste mi autoconfianza en humildad. Me lancé a la tarea desbordando confianza en mí mismo; no sentía ningún obstáculo, no experimentaba ninguna dificultad.
De repente, en una vuelta del camino, mi alma se paralizó. La confianza desapareció. El mundo no se me presentaba más como un lugar de placer. Una sombra se extendió sobre la escena, y ya no podía encontrar el camino.
Todo sucedió por causa de un encuentro con un hombre – un hombre de Nazaret. Antes de enfrentarlo, mi orgullo personal era infinito. Mi corazón clamaba: «Escribiré mi propio destino». Pero una simple mirada al hombre de Nazaret me postró. Mi gloria imaginaria se transformó en cenizas; mi pretendida fuerza se tornó en debilidad; golpeé mi pecho y grité: «¡Inmundo!».
¿Debo quejarme por haber encontrado a aquel Hombre? ¿Debo llorar porque, en una esquina, un rayo de luz lanzó toda mi grandeza a la sombra? No, Padre, pues la sombra es el reflejo del resplandor.
Fue por haber visto tu belleza que mi carne se turbó. Fue el crecimiento que me tornó humilde. Contemplé por un momento un ideal perfecto y su brillo eclipsó mi lámpara. No es la noche, sino el día, que me hace ciego para aquello que poseo.
Es la luz la que me hace odiarme a mí mismo. Es el sol que revela mi inmundicia. Es la aurora que me habla de mis tinieblas. Es la mañana que descubre mis vestidos viles. Es el brillo que mancha mis trajes. Es la claridad que enumera mis nubes.
¡Oh Dios, mi Dios, sólo dejo mi camino cuando soy iluminado por ti!