Una maravillosa historia real.
Helen Roseveare
Misionera británica en África
Una noche, en África, habíamos trabajado arduamente para ayudar a una madre en su labor de parto; sin embargo, pese a todos nuestros esfuerzos, ella murió, dejándonos con un diminuto bebé prematuro y una hija llorosa de dos años. Teníamos dificultades en mantener al bebé con vida, pues no había incubadora (carecíamos de energía eléctrica). Tampoco teníamos ningún medio de alimentación especial.
Aunque vivíamos en la zona del ecuador, las noches eran a menudo muy frías. Una estudiante de obstetricia fue por la caja que teníamos para tales casos y puso allí al bebé, envuelto en algodón. Otra fue a atizar el fuego y a llenar una botella de agua caliente. De pronto, regresó muy afligida, para decirme que la botella había estallado al llenarla. El caucho perece fácilmente en los climas tropicales. ¡Y era nuestra última botella de agua caliente!
En África Central, como en Occidente, las botellas de agua no crecen en los árboles, y no hay ninguna farmacia en los senderos del bosque. «Bueno», le dije, «pon al bebé tan seguramente cerca del fuego como puedas, y duerme entre él y la puerta para protegerlo de las corrientes. Debemos mantenerlo bien temperado».
Una oración audaz
Al mediodía siguiente, tal como hacíamos a diario, fui a orar con algunos de los niños del orfanato que se reunían conmigo. Les compartí varios motivos de oración y les conté sobre el pequeño bebé. Les expliqué nuestro problema para mantener al bebé lo suficientemente temperado, mencionando la botella de agua caliente. El bebé podía morir fácilmente si se enfriaba. También les hablé de la hermana de dos años, que lloraba porque su madre había muerto.
Durante el tiempo de oración, una muchacha de diez años, Ruth, oró con la concisión habitual de los niños africanos: «Por favor, Dios, envíanos una botella de agua. No servirá mañana, porque el bebé estará muerto, así que, por favor, hazlo esta tarde». Yo estaba asombrada por la audacia de su oración. Y entonces agregó a modo de corolario: «Y mientras te encargas de eso, por favor, ¿podrías enviar una muñeca para la niña, para que ella sepa que tú realmente la amas?».
Como sucedía a menudo con las oraciones de los niños, me puse en guardia. ¿Podría yo decir honestamente: «Amén?».
Sinceramente, no creí que Dios pudiera hacer esto. Oh, sí, yo sé que él todo lo puede. La Biblia lo dice. Pero hay límites, ¿o no? La única manera en que Dios podría contestar esa particular oración sería enviándome un paquete desde mi patria. En ese tiempo, yo llevaba en África casi cuatro años, y nunca había recibió un paquete de casa. Sin embargo, si alguien me lo enviara, ¿pondría en él una botella de agua caliente? ¡Yo vivía en el ecuador!
La respuesta antes de la petición
A media tarde, mientras yo estaba enseñando en la escuela de entrenamiento para enfermeras, me avisaron que había un automóvil delante de mi cabaña. Cuando llegué, el vehículo se había ido, pero allí, en la galería, había un gran paquete de diez kilos de peso. Las lágrimas asomaron a mis ojos. No pude abrir el paquete sola, así que envié por los niños del orfanato. Juntos quitamos las cuerdas, deshaciendo pausadamente cada nudo. Plegamos el papel, cuidando de no rasgarlo. La excitación iba en aumento.
Unos treinta o cuarenta pares de ojos se enfocaron sobre la gran caja de cartón. Encima, vi suéteres tejidos de brillantes colores. Los ojos chispearon cuando los repartí. Luego, vimos vendas para los pacientes de la lepra, y los niños parecían un poco aburridos. Después extrajimos una caja de pasas que servirían para hacer bizcochos durante el fin de semana.
Entonces, cuando introduje mi mano de nuevo, sentí… (¿podría ser realmente?), yo tomé, ¡sí!, una botella de agua caliente de caucho, nueva. Lloré. Yo no le había pedido a Dios que la enviara; no había creído de verdad que él pudiera hacerlo.
Ruth estaba en la fila delantera de los niños. Avanzó presurosa, exclamando: «Si Dios ha enviado la botella, ¡él debe de haber enviado la muñeca también!». Hurgando en el fondo de la caja, tomó una pequeña muñeca, hermosamente vestida. ¡Sus ojos brillaron! Ella nunca había dudado. Buscándome, preguntó: «¿Puedo ir contigo, mami, y darle esta muñeca a esa niñita, para que ella sepa que Jesús realmente la ama?».
Ese paquete había viajado a África durante cinco meses, preparado por mi antigua clase de escuela dominical, cuya líder había oído y había obedecido la sugerencia de Dios de enviar una botella de agua caliente al ecuador. Y una de las chicas había puesto una muñeca para una niña africana –¡cinco meses antes!– en respuesta a la ferviente oración de una niña de diez años para traerla «esa tarde».
«Antes que clamen, responderé yo» (Isaías 65:24).