Muchos de los ricos aristócratas de la clase alta en la Inglaterra del siglo XIX eran conocidos por su vida disipada. En esa época, algunos cristianos con carga de intercesión decidieron alcanzar a esa clase considerada superior.
Es poco probable que tales personas aceptasen una invitación para participar de una reunión evangelística con gente de clase inferior. Siendo así, los intercesores encontraron una solución: enviar folletos evangelísticos por correo.
Una mañana, sentado ante su elegante escritorio, un distinguido caballero comenzó a abrir su correspondencia. Entre las muchas cartas encontró un sobre blanco con sólo la dirección del destinatario. George rasgó el sobre con curiosidad y sacó de él un pequeño folleto.
Leyendo en forma superficial las primeras, identificó inmediatamente su mensaje como de «terror religioso persuasivo». «¡Quién osaría a enviarle tal cosa! ¿Sugerir que él no se iría al cielo? ¿Sabrían ellos con quién estaban tratando? ¡Él estaba muy bien, gracias!».
De repente, la cara de George se transformó en una sonrisa maliciosa. Él y su amigo Edward tenían la costumbre de hacerse bromas. ¡Esa idea era perfecta! Tomó otro sobre y escribió con letra distorsionada la dirección de su amigo. ¡Sí!» –se divertía anticipadamente– era una broma perfecta.
Algunos días después, en otra propiedad a sólo unas millas de distancia, Edward abrió el sobre y leyó las primeras líneas. Su reacción fue exactamente la anticipada por su amigo. Estaba para arrojar el folleto al fuego cuando de pronto se frenó. Ese era el momento señalado por Dios. Ya que alguien se había tomado el trabajo de enviar el folleto, lo menos que podía hacer era leerlo. Mientras lo leía, una luz parecía resplandecer desnudando su propia pecaminosidad, y también el gran amor de Dios al enviar a su Hijo para morir en su lugar. Él no oía sobre eso desde que era niño. (Los que plantaron el folleto estaban regándolo).
Antes de ponerse el sol, en aquel mismo día, Edward comenzó una relación personal con el Señor y confió en él como su Salvador. Su impulso inmediato fue compartir la novedad. Entonces, tomó otro sobre y envió el folleto a su viejo amigo, George. Él oró pidiendo a Dios que bendijese el folleto nuevamente.
¡Imagine el asombro de George! ¡Qué cosa más molesta! Él había pensado que Edgard quemaría el folleto; sin embargo, allí estaba de nuevo. Fijando la vista en el pequeño mensaje, comenzó a leerlo lentamente. Aquel mismo día, él también se convenció de la necesidad de un Salvador y confió en la obra consumada de Cristo.
Algún tiempo después, los amigos se encontraron y juntaron las piezas de la historia del folleto que había sido el instrumento usado para que ambos fuesen salvos. No sólo se rieron con gusto por la obra providencial de Dios, sino que también comenzaron un trabajo para llevar a otros las Buenas Nuevas.
En «A Janela mais ampla», por Devern Fromke.