«Me sentía muy intranquilo y angustiado hace unos seis u ocho meses, reconociendo la necesidad personal y para la Misión de la mayor santidad, vitalidad y poder en nuestras vidas. Pero mi propia necesidad personal era la primera y la mayor. Sentí la ingratitud, el peligro, el pecado de no vivir cerca de Dios. Oré, agonicé, ayuné, me esforcé, hice resoluciones, leí con más diligencia, busqué más tiempo para la oración –pero todo en vano.

Bien sabía que si yo podía permanecer constantemente en Cristo todo estaría bien, pero no podía. Comenzaba el día con oración, resuelto a no quitar la vista de Él ni un instante, pero la presión de mis deberes, a veces muy penosos, y las constantes interrupciones tan fastidiosas, me hacían olvidarlo a Él. Además, en este clima se le desgastan a uno tanto los nervios, que es difícil refrenar la propensión a la irritación, actitudes bruscas y a veces palabras duras. Los días dejaban su saldo de pecado y fracaso, de falta de poder. En verdad tenía «el querer», mas el efectuar el bien no lo alcanzaba.

Entonces surgió la pregunta, ¿qué me podrá librar de este trance? ¿Tendrá que ser así hasta el final –un conflicto constante, y tantas veces la derrota? (…) Me odiaba a mí mismo, odiaba mi pecado, sin poder resistirlo. Sabía que sí era en verdad un hijo de Dios; a pesar de todo, su Espíritu clamaba en mí, «Abba, Padre». Pero para aprovechar mis privilegios como hijo, me faltaba por completo el poder.

No había nada que anhelaba tanto como la santidad; pero lejos de lograrla, cuanto más luchaba más se me escapaba, hasta que casi perdí toda esperanza y comencé a pensar que, tal vez para que el cielo me pareciera más dulce, Dios no me la concedía aquí en la tierra. No creo que estuviera yo luchando por lograrla con mis propias fuerzas. Bien sabía que para eso era impotente. Así se lo dije al Señor y le rogué que me diera su ayuda y fortaleza. A veces casi creía que Él me sustentaría y me ayudaría, pero por la tarde –al repasar las cosas del día–, ¡ah!, sólo tenía que confesar y llorar mi pecado y fracaso ante el Señor.

***

Todo el tiempo yo estaba convencido de que en Cristo podía hallar todo lo que necesitaba, pero la pregunta práctica era: ¿cómo obtenerlo? Él en verdad es rico, pero yo pobre; Él fuerte, pero yo débil. Bien comprendía yo que había savia abundante en la raíz y en el tallo, pero cómo conseguir que fluyera en esta pobre rama mía, no sabía. Conforme me iba amaneciendo la luz, vi que la fe era el único requisito –que era la mano con la cual podría asirme de la plenitud de Dios y apropiármela. Pero en mí no había esa fe.

***
Cuando había llegado al colmo la angustia de mi alma, Dios usó una frase de una carta del querido McCarthy para quitarme las escamas de los ojos. El Espíritu de Dios me reveló la verdad de nuestra unión con Jesús, que somos uno con Él, como jamás antes la había visto. McCarthy, que venía muy acongojado por el mismo sentimiento de derrota, pero que vio la luz antes que yo, me escribió: «¿Cómo obtener el fortalecimiento de la fe? No es por esforzarse uno, sino simplemente descansando sobre Aquel que es fiel».
Al leerlo, ¡lo comprendí todo! «Si fuéremos infieles, Él permanece fiel». Miré a Jesús y vi, y cuando vi –¡ah qué raudal de gozo inundó mi ser!– que Él había dicho: «¡Nunca te dejaré!».

«¡Ah! En eso hay descanso», pensé. ¡He luchado en vano por descansar en Él. Ya no me esforzaré más. ¿Pues no ha prometido Él morar en mí, nunca dejarme, jamás faltarme? Él nunca me faltará.

No era esto todo lo que me mostró el Señor, ni aun la mitad. Al pensar en la Vid y los pámpanos, el Espíritu derramó su preciosa luz directa en mi alma. ¡Cuán grande parecía mi error en tratar yo de sacar savia, la plenitud de Él! Vi no tan sólo que Jesús nunca me dejará, sino que soy miembro de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. La Vid no es solamente la raíz, sino todo – raíz, tallo, vástago, ramas, hojas, flores, fruto. Y Jesús no es eso solamente – Él es la tierra y el sol, aire y rocío, y diez veces más de lo que hemos soñado, anhelado y necesitado. ¡Ah, el gozo de conocer esta verdad! (…).

¡Ah, mi querida hermana, es algo verdaderamente maravilloso estar unido a un Salvador resucitado y exaltado, ser miembro de Cristo! Piensa en lo que eso significa. ¿Puede Cristo ser rico y yo pobre? ¿Puede tu brazo derecho ser rico y el izquierdo pobre? ¿O tu cabeza bien alimentada mientras tu cuerpo se muere de hambre? (…).

Lo más dulce de todo, si se puede hablar de que una cosa sea más preciosa que otra, es el descanso que trae esa plena identificación con Cristo. Ya no me afano por nada, al apoyarme en esto; pues Él, yo sé, es poderoso para llevar a cabo su voluntad, y su voluntad es la mía. No importa dónde me coloca ni cómo. Eso es más bien cosa suya que mía; pues en el lugar más fácil Él me dará su gracia, y en el más difícil su gracia me basta … Así que, si Dios me coloca en circunstancias confusas, ¿no me ha de dar su dirección?; o en lugares de gran dificultad, ¿no me ha de dar gracia abundante?; en medio de duros trances, ¿no me dará mucha fortaleza? ¡No hay temor de que sus recursos no basten para cualquier emergencia! Y sus recursos son los míos, pues Él es mío, y está conmigo y mora en mí.

Y desde que Cristo mora en mi alma por la fe, ¡cuán feliz he sido! Ojalá pudiera contártelo en vez de escribirte. Yo no soy mejor que antes. En cierto sentido, no lo deseo ni lo estoy buscando. Pero yo estoy muerto y sepultado con Cristo, sí, ¡y también resucitado! Y ahora Cristo vive en mí, ¡y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí (…)».

No debemos mirar estas experiencias, estas verdades, como solamente para los pocos. Son el derecho de todo hijo de Dios, y nadie puede renunciar a ellos sin deshonrar al Señor. El único poder para ser libertado del pecado o para el verdadero servicio es Cristo».

Extractos de «El secreto espiritual de Hudson Taylor», de H. y G. Taylor.