Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará».

– Juan 12:26.

El capítulo 12 de Juan tiene un brusco cambio de tono. Comienza con el ungimiento del Señor por parte de María en Betania, sigue con la entrada triunfal en Jerusalén –todo esto muy gratificante y halagüeño–, pero luego sigue con una escena contrastante con todo lo anterior.

Unos griegos han venido a la fiesta y quieren conocer a Jesús, probablemente motivados por la fama del Señor, que ha trascendido fronteras. Pero él dice unas sorprendentes palabras acerca de que ha llegado la hora de ser glorificado, y de que el grano de trigo tiene que caer en tierra y morir para llevar fruto. En seguida agrega una sentencia que probablemente desconcierta a Andrés y Felipe: «El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará» (v. 25).

En verdad, el Señor está describiendo su propio camino. En un momento como ése, cuando ha recibido honra y honores públicos, él aquieta el corazón con el pensamiento de la negación de sí mismo, de la cruz y de la muerte. Muchos habrán de venir después intentando seguir sus pisadas, y él ha de dejar claro testimonio de qué significa verdaderamente seguirle. La mirada de él está puesta en la cruz, y en el gozo que vendrá después de ella. «Por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios» (Heb. 12:2). El gozo está puesto más allá; un gozo que permite enfrentar la cruz.

El Señor entonces agrega: «Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará» (v. 26). La senda de la cruz es una senda de servicio, que no queda en la cruz. La senda del servicio es una forma de cruz que termina en una gran honra. ¿Cuál es la honra? Compartir el lugar con su Señor, ese lugar de exaltación a la diestra del Padre. Por eso dice: «Mi Padre le honrará».

Los esfuerzos y sinsabores del servicio tienen una recompensa aquí y una recompensa futura. En cierta oportunidad, Pedro dijo al Señor: «He aquí, nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido». A lo cual el Señor contestó: «De cierto os digo que no hay ninguno que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer o hijos, o tierras, por causa de mí y del evangelio, que no reciba cien veces más ahora en este tiempo… y en el siglo venidero la vida eterna» (Mar. 10:28-30). El escritor de Hebreos dice también tajantemente: «Porque Dios no es injusto para olvidar vuestra obra y el trabajo de amor que habéis mostrado hacia su nombre, habiendo servido a los santos y sirviéndoles aún» (6:10).

En estos dos últimos pasajes queda claramente demostrado que es el servicio al Señor el que el Padre honra, y no el mero servicio a la causa del evangelio. Muchos hay, lamentablemente, que no sirven a Cristo, sino al evangelio, lo cual, siendo bueno, no es suficientemente bueno. El servicio a Cristo pasa por la cruz, pero no se queda en la cruz, sigue más allá hasta la honra por parte del Padre.

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