Para el corazón torcido del hombre, es más fácil poner la confianza en las cosas visibles, externas, que en un Dios invisible que trata con el hombre en la intimidad de su corazón. Así fue desde el principio con Israel. Lo que eran indicaciones tipológicas, se convirtieron, en un pueblo cegado por la incredulidad y vana religiosidad, en los antitipos, en las realidades que esos tipos indicaban.
Así ocurrió, por ejemplo, con el lugar donde se debía adorar a Dios. En Deuteronomio 12, Dios ordena al pueblo a adorar en un solo lugar, el lugar escogido por él. Primero fue Silo, después Jerusalén. Por eso, aun en los días de Jesucristo, encontramos a la mujer samaritana tan complicada con el lugar de adoración, sin saber en qué consistía la verdadera adoración.
Así también ocurrió con la ley. La misma Torá alentaba al pueblo a poner la confianza en la ley, como si en ella estuviera la vida. Así lo dice, por ejemplo, Deuteronomio 32:47: «Porque no es cosa vana; es vuestra vida…». La ley, ciertamente constituía el camino para mostrarles la vida, pero la vida solo está en Dios. En los días de Jesús, cuando ya la distorsión era completa, los judíos confiaban en la ley más que en el mismo Hijo de Dios. El Señor Jesús fue acusado muchas veces, según ellos, de infringir la ley.
¿Qué diremos de Jerusalén, la ciudad que Dios escogió para poner en ella su nombre? Ella tenía muro y antemuros, había sido edificada sobre el monte santo, ¿quién podía conmoverla? La idolatría hacia Jerusalén estaba indemne cuando fue destruida por Tito en el año 70 de nuestra era. La historia registra que cuando la ciudad fue rodeada por las legiones romanas, los judíos que estaban afuera, en vez de huir de ella, intentaban por todos los medios ingresar, considerando que era el lugar más seguro sobre la tierra.
¿Qué diremos del templo? El templo pasó a ser, de continente, a contenido de la verdadera religión. El templo era, por sí mismo, el lugar sagrado, en el cual podían confiar. En días de Jeremías, ya Dios reclamaba esto de su pueblo (Jer. 7:14). Ellos pensaban que Israel no podía ser tocado, ni amenazado, ni menos destruido, ya que el templo estaba en pie, como muestra segura del favor de Dios. Pero en días de Ezequiel la gloria de Dios dejó el templo – lo cual fue una muestra irrefutable de que ese lugar dejaba de ser la habitación de Dios.
Todo esto, el lugar, la ley, Jerusalén y el templo, había suplantado a Dios en el corazón de Israel. El corazón, vacío de Dios, se aferraba inútilmente a aquellas cosas, que siendo buenas y lícitas, no podían reemplazarlo. ¿Cuándo son útiles aquellas cosas ‘legítimas’ y ‘buenas’? Cuando Dios está en el centro. Si Dios –el Señor Jesucristo para nosotros hoy– no ocupa el primer lugar, entonces todas aquellas cosas se convierten en un estorbo y un fetiche.
A través de Isaías, Dios dijo: «Óyeme Jacob, y tú Israel, a quien llamé: Yo mismo, yo el primero, yo también el postrero»(Is. 48:12). Lo mismo dice el Señor Jesús en el Nuevo Testamento: «Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin, dice el Señor»(Ap. 1:8). Fuera de él, no hay nada. Nada tiene valor, todo palidece, se corrompe y se pervierte. Solo él es Dios.
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