No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido Jehová y os ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pueblos, sino por cuanto Jehová os amó…».

– Deut. 7:7-8.

He aquí la gloria y la miseria del pueblo de Dios, sea Israel, o sea la iglesia. Es el pueblo favorecido, el pueblo especial, el más bendito de todos los pueblos de la tierra. Sin embargo, acto seguido, Dios le dice que ellos son, a la vez, el más insignificante de todos los pueblos. Una es la condición posterior al llamamiento de Dios, la otra es la condición anterior a ese llamamiento. Una es la condición en sí, la otra es la condición en Dios.

Dios desea que ambas cosas estén siempre muy claras y distintas en el corazón de su pueblo; él desea que no perdamos de vista una verdad tan grande, para que no confundamos las cosas, para que no nos envanezcamos y llegue a ser esto causa de nuestra ruina.

Una de las razones por las cuales estamos muy seguido delante de la Mesa del Señor es para recordar de dónde nos sacó el Señor, para que nos acordemos nuestra condición anterior al llamamiento y salvación. Al estar delante de la Mesa se hace patente que fue necesario un acto de sustitución y de expiación por nuestros pecados, para que pudiésemos llegar a ser lo que somos hoy delante de Dios.

El hecho de ser hoy un pueblo especial, una gente diferente, y el estar tan habituados a ello, podría hacernos olvidar cuán insignificantes somos. No diremos «éramos», sino «somos», como Pablo, que decía «…los pecadores, de los cuales soy el primero» (1 Tim. 1:15). Basta que la poderosa mano de Dios nos suelte un poco para darnos cuenta de la terrible realidad de este hecho.

Pablo escribe a los corintios en este mismo sentido: «Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte ante su presencia» (1 Cor. 1:26-29). Dios sabe cuán olvidadiza y vana es nuestra memoria, cuán propensos estamos de ver solo una cara de la moneda, la mejor.

Sin embargo, el Espíritu Santo, en esa sabia administración de nuestra carrera, y de nuestras circunstancias, dosifica porciones adecuadas de triunfos y derrotas, de gozos y tristezas, para que, por un lado, bajemos de nuestra soberbia, y para que, por otro, nos levantemos de nuestro sentido de indignidad. Nada escapa a su mano bienhechora y omnisciente. Nada irá más allá de lo que él providencialmente permite.

Somos tan insignificantes, que solo Dios pudo hacernos especiales; pero a la vez somos tan especiales, que nadie en sí mismo puede equiparar lo que somos – pues llevamos eternidad adentro, el sello de la posesión y llamamiento divinos.

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