El tabernáculo tenía tres ambientes, separados por dos velos, más la cortina exterior, a la entrada. En total, tres. Lo que más se destaca en esta descripción de Éxodo 26 es el velo interior, que separaba el Lugar Santísimo del Lugar Santo. Este velo representa claramente al Señor Jesucristo. Era de azul (su divinidad), púrpura (su realeza), carmesí (su humanidad) y lino torcido (su justicia). Estaba hecho de obra primorosa, con querubines. Los querubines eran los guardianes de Dios, representantes de la creación angelical.
El Señor Jesucristo, en su doble naturaleza divina y humana, es mostrado de nuevo aquí, más su condición de Rey Justo. Este velo se colgaba de lo alto de cuatro columnas de madera de acacia cubiertas de oro. Entre las cuatro columnas quedaban tres espacios, correspondientes a tres puertas. Cada una de ellas representaba a una persona de la Trinidad. Cuando el Señor Jesús murió en la cruz, este velo fue roto de arriba abajo. Naturalmente el velo fue roto en el medio, en la sección que representaba al Hijo de Dios, pues fue él, y no el Padre o el Espíritu Santo, quien murió como hombre en la cruz.
La ruptura del velo es inmensamente significativa, pues el Lugar Santísimo era celosamente guardado, y nadie tenía acceso a él excepto el sumo sacerdote, y esto, una sola vez al año. Ahora bien, si ni siquiera los otros sacerdotes podían entrar, menos podría hacerlo el pueblo. ¿Cuánto menos un gentil? Pero la ruptura del velo interior, es decir, la muerte del Señor Jesús, fue el hecho glorioso que mudó enteramente las cosas.
Hebreos lo dice hermosamente: «Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino vivo y nuevo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos…» (10:19-22). No solo estaba abierto el camino a Dios para los judíos, sino también para los gentiles.
Lo que sucedió después, también lo relata Hebreos. Porque a la escena de la cruz, le siguió más tarde otra escena en los cielos. Jesús, como el verdadero Sumo Sacerdote entró en el verdadero Lugar Santísimo por medio de la verdadera sangre del verdadero sacrificio. «Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención» (9:11-12).
El mejor y más hermoso velo fue roto; así, el más hermoso de los hijos de los hombres fue sacrificado, para que nosotros alcanzásemos salvación. ¡Bendito es él! También se describe aquí en este capítulo la cortina exterior, puesta en la entrada del atrio. Esta colgaba sobre cinco columnas. No era de hechura tan primorosa como el velo, pero era más amplia. Para señalar que habría una amplia acogida para todo aquel que viniera a Cristo, porque él es la Puerta.
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