Pero el Evangelio de Juan nos sigue mostrando a Cristo, como la gracia y como la verdad. Cuando el hijo del oficial del rey se acerca al Señor para pedirle por su hijo, el Señor le reprocha su necesidad de ver milagros para poder creer. Con ello, el Señor desnuda las motivaciones, no solo de este hombre, sino de todos los que se acercaban a él. Las personas no estaban dispuestas a creer a su palabra, sino que querían ver milagros y maravillas. Era la triste realidad. Sin embargo, eso no cerró el corazón del Señor a la tribulación de este hombre, por lo cual sanó a su hijo.
Cuando el Señor se acerca al estanque de Betesda, tenía al parecer un solo motivo en mente: atender a aquel paralítico que hacía 38 años estaba postrado. El hombre no había sido sanado, porque no había podido acercarse al estanque cuando el ángel descendía para sanar. Pero lo que él no pudo hacer nunca, el Señor lo hace al acercarse a él. Sin embargo, después le advierte que no debe caer otra vez en pecado, para que no le sobrevenga algo peor. Es la unión maravillosa de gracia y verdad.
Cuando el Señor multiplica los panes y peces entre la multitud hambrienta, muestra la maravillosa gracia de Dios. Pero después, cuando les reprende por buscar «la comida que perece» y no la comida que «a vida eterna permanece», está revelándoles el verdadero estado de su corazón, tan humano e interesado. Es la cruda verdad. Muchos de ellos a partir de este momento se volvieron atrás.
En el episodio con sus hermanos incrédulos –y burlones– el Señor les deja en claro que ellos desconocen los caminos de Dios, y que actúan por los impulsos de su propio corazón; pero, en seguida, les muestra la gracia cuando Jesús desciende a Jerusalén, donde atiende las necesidades del pueblo ofreciéndoles el agua de vida.
Con la mujer adúltera, la gracia llega a alturas inefables, que los hombres son incapaces de sondear. Junto con ello, la verdad es mostrada a los escribas y fariseos, hipócritas e inmisericordes, tan pecadores ellos mismos como el que más. Ellos no podían juzgar con verdad, porque estaban ciegos, y no tenían luz. Mas, cuando se manifiesta la luz de la verdad, entonces las tinieblas huyen, y la mentira queda al descubierto. Por eso, el Señor se presenta a sí mismo como «la Luz del mundo».
Los judíos presumían ser hijos de Abraham; esa era su gloria y orgullo. Sin embargo, el Señor les muestra que ellos son hijos del diablo. ¡Ay qué dolorosa es la verdad! Pero ¿qué puede hacerle mejor al hombre que conocerla, para que pueda proceder así al arrepentimiento?
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