El Espíritu Santo viene, vaciado de sí mismo, a fin de que el Hijo pueda expresarse a plenitud a través de él.
El prólogo del evangelio de Juan termina con una declaración solemne: «A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo… él le ha dado a conocer» (Jn. 1:18). Que, con el término Dios, Juan se está refiriendo al Padre, lo sabemos por la frase que sigue: «el unigénito Hijo… él le ha dado a conocer». En otras palabras, el unigénito Hijo ha dado a conocer al Dios que es su Padre.
Dios revelado
En la economía de Dios, el Padre se ha reservado ese aspecto de la Deidad que es absolutamente incognoscible al hombre. Él es el Dios invisible (Col. 1:15). Pablo, escribiendo en su primera carta a su hijo en la fe, Timoteo, describe al Padre celestial en los siguientes términos: «… que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto, ni puede ver…» (6:16).
No obstante lo anterior, la buena noticia del evangelio de Juan es que este Dios, a quien nadie ha visto jamás, ni puede ver, ha sido revelado por su unigénito Hijo. El Dios incognoscible se ha dado a conocer, pero no directamente, sino por medio de su bendito Hijo.
Y en efecto, el evangelio de Juan da cuenta de cómo el Hijo de Dios dio a conocer a su Padre celestial a los hombres.
Las principales declaraciones del Señor Jesucristo que dan cuenta de este glorioso hecho, son las siguientes: «Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla…» (3:34). El Hijo de Dios se presenta aquí como el enviado de Dios. Como tal, él es un mensajero, un comisionado del Padre.
En términos modernos, diríamos que Jesús era un ‘junior’ de Dios su Padre. En esa calidad, el Hijo no puede hacer lo que le parezca ni decir lo que se le ocurra. El sólo puede hacer y decir aquello que le encomendó el que lo envió. Por eso, dice Jesús: «el que Dios envió, las palabras de Dios habla».
No habla y no hace
Jesucristo no expresa sus propias palabras, sino las palabras del Padre. Los que le oyen deben, pues, tomar conciencia de que, en último término, están escuchando ni más ni menos que al mismo Padre.
El siguiente testimonio de Jesucristo se encuentra en el 5:19: «De cierto de cierto os digo: No puede el Hijo hacer nada por sí mismo…». Cuando el Hijo anunciaba una declaración con la expresión «de cierto, de cierto os digo» o «en verdad, en verdad os digo», quería significar con ella que revelaría una verdad suprema. Era como un llamado de atención para que los discípulos abrieran sus oídos con particular cuidado.
En términos actuales, sería un llamado a tomar papel y lápiz. Todo lo que Jesucristo dijo era verdad, pero no hay duda de que hay verdades más relevantes, superlativas y máximas. Esta era uno de esos casos.
«No puede el Hijo hacer nada por sí mismo». En la declaración anterior vimos que el Hijo no habla nada por sí mismo; aquí vemos que no hace nada por sí mismo. No es que el Hijo no pudiera hacer nada por sí mismo, porque él lo podría haber hecho todo.
Lo que el Señor Jesús quiere decir es que, pudiendo hacer todo por sí mismo, ha decidido de manera libre, consciente y voluntaria renunciar a hacer las cosas por sí mismo. No olvidemos que Juan nos quiere mostrar en su evangelio cómo fue que el unigénito Hijo nos dio a conocer al Padre.
Un vaso vacío
El bendito Hijo fue un vaso vacío de sí mismo para que el Padre celestial lo llenara completamente. Si, pues, Jesús no hizo nada por sí mismo ¿cómo es que hizo todo lo que hizo? Él entonces agregó: «…sino solamente lo que ve que su Padre hace, porque cualquier cosa que hace el Padre, la hace también el Hijo. Pues el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace…» (NVI). ¡Qué hermosa, única y extraordinaria declaración!
La íntima, profunda y real comunión que tenía el Hijo con su Padre, le permitía ver cuando su Padre se movía, y entonces el Hijo lo seguía; si el Padre actuaba de una determinada manera, el Hijo actuaba de la misma forma. Lo que vemos en Jesús son, en definitiva, los movimientos del Padre.
Entender esto es muy importante, porque en la mayoría de nosotros se alberga un recóndito pensamiento, casi subconsciente, que nos hace pensar que Jesucristo es más amoroso, paciente y comprensivo que el Padre. Como si al Hijo pudiéramos venir con más confianza que al Padre. Del Padre tenemos una imagen más autoritaria que nos hace ir a él en puntillas. Pero nada más lejos de la realidad.
Cuando Jesús fue misericordioso con alguien, lo fue porque él había visto primero a su Padre ser misericordioso con esa persona. Cuando el Hijo se conmovió por amor, el Padre lo había hecho primero. Y cuando Jesucristo fue duro y fuerte con alguno, fue porque antes había visto a su Padre ser duro y fuerte con él. El Hijo en los días de su carne fue la réplica exacta del Padre, fue «la imagen misma de su sustancia» (Heb. 1:3).
«Según oigo»
En el versículo 5:30 del evangelio de Juan, Jesús reitera por segunda vez: «No puedo yo hacer nada por mí mismo». Sin embargo, esta vez, lo dice aplicado a un aspecto particular: a lo concerniente a emitir juicios. Entonces Jesús agrega: «Según oigo, así juzgo». Sus juicios eran todos justos, porque eran los juicios del Padre que sabe y conoce todas las cosas. Jesús juzgaba de acuerdo al juicio que oía de su Padre.
En cambio, nosotros no juzgamos según oímos, sino según las apariencias. Por ello, la mayoría de nuestros juicios son equivocados y errados. Mas Jesús juzgaba de acuerdo al juicio del Padre. Así, por ejemplo, cuando el Hijo vio venir a Natanael, y dijo de él: «He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño» (Jn. 1:47), estaba expresando el pensamiento del Padre acerca de Natanael.
Mi doctrina y su doctrina
Un cuarto testimonio del Hijo del Hombre que muestra cómo éste reveló al Padre lo encontramos en Juan 7:16: «Jesús les respondió y dijo: Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió». Jesucristo tenía una doctrina muy clara y definida. Su enseñanza había sido dada a conocer en público y en privado a todos los que lo rodeaban. Sin embargo, frente a la admiración de los judíos por los altos y profundos conocimientos que poseía Jesús, no obstante no haber pasado por la escuela rabínica, el Hijo hace la asombrosa aclaración de que su enseñanza no está originada en él, sino en el Padre que lo envió. Por lo tanto, todos los que habían oído su doctrina estaban, en última instancia, escuchando la enseñanza del Padre.
Buscando Su gloria
Y en el versículo siguiente (v. 17), el Señor afirma que él no habla por su propia cuenta, ya que todo aquel que así lo hace, su propia gloria busca. ¡Cómo nos desnuda la palabra de Jesús a todos los que nos gusta hablar por nuestra propia cuenta! Pero el bendito Hijo no estaba buscando su gloria; él buscaba que el Padre fuese glorificado. Por ello, las palabras que hablaba eran las palabras del Padre, las obras que hacía eran las obras del Padre, los juicios que emitía eran los del Padre y la doctrina que enseñaba era la del que lo envió.
Y en este punto es bueno hacer una precisión. ¿Qué problema habría habido que Jesús, en lugar de expresar al Padre, se hubiese expresado a sí mismo? ¿Acaso el contenido de lo expresado en esa eventualidad habría sido distinto? Por supuesto que no, porque el Hijo es tan divino como el Padre. Lo único distinto habría sido el resultado final: en lugar de ser glorificado el Padre, lo habría sido el Hijo y, en consecuencia, el Padre no habría sido revelado.
Gloria corporativa
Ahora bien, Dios, es el Padre, es el Hijo y es el Espíritu Santo. Por lo tanto, si Dios ha de ser conocido, necesariamente ha de ser revelado el Padre. De la misma manera habrá de serlo el Hijo y el Espíritu Santo. Pero Dios en su perfecta sabiduría ha determinado que ninguna de las personas de la Trinidad se gloríe a sí misma, sino que el Hijo da a conocer al Padre y el Espíritu revela al Hijo.
La siguiente declaración que hace el Hijo de Dios en aras de mostrar y de revelar al Padre se encuentra en Juan 8:26, 28. En el versículo 26, el Señor afirma: «Muchas cosas tengo que decir y juzgar de vosotros; pero el que me envió es verdadero; y yo, lo que he oído de él, esto hablo al mundo». Este texto confirma aquello que dijimos a propósito del texto de Juan 3:34 donde Jesús afirmaba que el enviado de Dios, las palabras de Dios habla. Luego, en el versículo 28, Cristo reitera por tercera vez que él nada hace por sí mismo, «sino que según me enseñó el Padre, así hablo».
Expresión plena
A esta altura del relato evangélico, cabe la pregunta: ¿Cuál puede ser el clímax del glorioso hecho de que el Padre pueda expresarse a plenitud por medio del Hijo? Pues bien, a partir del capítulo 12 del evangelio de Juan nos acercamos a ese clímax. En el versículo 44, Jesús hace una aclaración importante: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me envió». La NVI lo dice mejor: «El que cree en mí… cree no solo en mí sino en el que me envió».
Muchos, al ver las preciosidades de Jesús, terminaron creyendo en él. Sin embargo, la hermosura de su carácter, la bondad de sus obras y la veracidad de sus palabras no eran otra cosa que las preciosidades del Padre. Por ello, vale la aclaración que hace el Hijo: «Al creer en mí, están creyendo en el Padre que me envió».
A continuación, en el versículo 45, Jesús hace una declaración que tiene carácter de clímax: «Y el que me ve, ve al que me envió».
Decimos que esta oración tiene carácter de clímax, porque no olvidemos que esta historia comenzó allá en Juan 1:18, con la categórica y absoluta afirmación de que a Dios nadie le vio jamás. No obstante, ahora, gracias al bendito Hijo de Dios, el Padre puede ser visto en él. ¡Esto es sublime e inefable! Esta declaración del versículo 45 será desarrollada ampliamente en el capítulo 14 de Juan.
Pero antes, digamos algo del versículo 49. Aquí el Hijo reitera por segunda vez que él no ha hablado por su propia cuenta: «El Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar».
Así, llegamos al capítulo 14, donde la máxima de que ver al Hijo es ver al Padre, será explicitada claramente. En el versículo 6, Jesús proclama: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida». En este punto, es interesante preguntarse qué camino es Jesucristo. ¿A dónde lleva este camino? ¿Qué destino tiene?
Bueno, la respuesta está en lo que continuó diciendo Jesús: «Nadie viene al Padre, sino por mí». ¡Atención! Él no dijo: «nadie va al Padre», sino «nadie viene al Padre». Jesucristo no estaba ubicando al Padre allá en los cielos inalcanzables para el hombre, sino en él. Lo que está diciendo el Cristo es que el Padre está en él. Esta es la buena noticia del evangelio: El Padre, que habita en luz inaccesible, se nos ha acercado en el Hijo. A través del Hijo, podemos llegar al Padre. Los hombres podemos venir al Padre, porque ahora él está cercano y accesible. ¿Dónde? En el Hijo de Dios.
Padre accesible
Pero no nos equivoquemos. El Dios inaccesible es ahora un Padre accesible únicamente en el Hijo. Quien pretenda saltarse al Hijo jamás alcanzará al Padre. Desde que el Padre se expresó a cabalidad a través del Hijo y, así éste se constituyó en la imagen del Dios invisible (Col. 1:15), la norma eterna en la relación de Dios con los hombres, será esta: No podemos separar al Padre del Hijo para ningún efecto en nuestra relación con aquel.
Entonces continúa Jesús en el versículo 7: «Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto». Para conocer al Padre es absolutamente necesario conocer al Hijo primero, porque éste es la revelación del Padre. El Hijo es el resplandor de su gloria (Heb. 1:3). Y como los discípulos habían conocido al Hijo y le habían visto, Jesús les revela que por esa causa ellos conocen al Padre y también lo han visto a él.
A la luz de la tremenda revelación que acaba de hacer nuestro Señor Jesucristo a sus discípulos, parece necia e ingenua la petición que hace Felipe en el versículo 8: «Señor, muéstranos el Padre, y nos basta». «Pero, Felipe», respondió Jesús, «¿tanto tiempo llevo ya entre ustedes, y todavía no me conoces? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo puedes decirme: ‘Muéstranos al Padre’? ¿Acaso no crees que yo estoy en el Padre, y que el Padre está en mí?» (vv. 9-10 NVI).
Pero ¿en qué consiste el error de Felipe? En pretender separar al Padre del Hijo y al Hijo del Padre. Felipe quería ver al Padre, pero no en el Hijo, sino directamente. En ese sentido, el error de Felipe nos representa a todos, porque así como vimos anteriormente que en muchos de nosotros se esconde la idea de que el Hijo pudiera ser más bondadoso que el Padre, separando así al Padre del Hijo, de la misma manera no son pocos los que preguntan si en la eternidad futura podremos ver al Padre. Y cuando uno les responde que sí, pero en el Hijo, vuelven a preguntar: «¿Pero veremos al Padre, Padre?» Sí, pero veremos al Padre, Padre, en el Hijo. Entonces uno nota que esas personas no quedan satisfechas con la respuesta.
Lo que reflejan, en definitiva, todas estas disquisiciones humanas es que no conocemos profundamente al Hijo, porque si lo conociésemos a cabalidad, todas estas interrogantes desaparecerían. Al conocer verdaderamente al Hijo, nos encontraríamos inevitablemente con el Padre, ya que ver al Hijo es ver al Padre y conocer al Hijo es conocer al Padre.
Por otra parte, una de las preguntas hechas por Jesús a Felipe va al fondo de la cuestión: «¿Acaso no crees…?». El Señor advierte un problema de incredulidad en todas estas divagaciones. El que no cree no puede conocer. Todo comienza con la fe. Para conocer hay que creer primero. En el aspecto que estamos hablando, debemos necesariamente creer que el Hijo está en el Padre y el Padre está en el Hijo, si es que queremos realmente conocer al Hijo y, en él, descubrir y conocer al Padre.
Cabe aquí una segunda precisión. En ningún momento el Hijo ha dicho que él es el Padre. El Hijo es el Hijo y el Padre es el Padre. Todo lo que el Hijo ha dicho es que el Padre mora en él y se expresa a través de él: «El Padre que mora en mí, él hace las obras» (Juan 14:10).
¡Bendito el Hijo de Dios que fue, en los días de su carne, como un vaso vacío de sí mismo, para que el Padre pudiera llenarlo completamente y pudiera expresarse a plenitud a través de él! Esto jamás había ocurrido y jamás volverá a ocurrir. Jesucristo es el primer hombre en la historia humana en quien Dios pudo manifestarse completamente, sin ninguna oposición ni resistencia.
Experiencia parcial
Los hombres del Antiguo Testamento que se destacaron por sus experiencias con Dios, como Moisés, Abraham, Daniel y muchos otros, fueron al igual que los hombres del Nuevo Testamento, personas por medio de las cuales Dios pudo expresarse, pero parcialmente; jamás a plenitud. En todos ellos, aunque en distintos grados y niveles, vemos que en parte se expresa Dios a través de ellos y en parte se expresan a sí mismos. Solamente en todo lo de su bendito Hijo, sus emociones, su carácter, sus pensamientos, sus motivaciones, sus actitudes, sus acciones, sus palabras y sus sentimientos, pudo el Padre darse a conocer plenamente.
Pero antes de dejar este párrafo del evangelio de Juan (14:6-10), observemos que, en el versículo 10, Jesús, por tercera vez, afirma que él no habla por su propia cuenta. Esta frase es importante que la retengamos para cuando tratemos la relación entre el Hijo y el Espíritu Santo.
Aunque en el capítulo 14 de Juan encontramos un clímax del aspecto que venimos tratando, sin embargo, todos sabemos que falta el acto más sublime, celestial y salvador de todos, donde hallaremos el verdadero clímax de la revelación del Padre por medio del Hijo. Nos referimos a la muerte y a la resurrección de Jesucristo.
De todas maneras el Hijo, sabiendo que su hora de ir a la cruz ha llegado, comienza a hablar, desde el capítulo 13 del evangelio de Juan, de su regreso al Padre en los cielos. Por esta razón, Cristo como ningún otro anuncia en los capítulos 14, 15 y 16 de Juan, la venida del Espíritu Santo. Nadie honró y reveló tanto al Espíritu Santo como el propio Hijo de Dios en estos capítulos. Interesante será observar para qué y por qué será enviado el Espíritu Santo y cuál será la relación entre él, el Hijo y el Padre.
La hora del Espíritu Santo
Comencemos con el párrafo de Juan 16:12-15. En el versículo 12, Jesús advierte a sus discípulos que todavía tenía muchas cosas que decirles, pero que, por ahora, no podrían soportar. De alguna manera, el Hijo estaba aquí prometiéndoles que, más adelante, él mismo terminaría de darles a conocer toda la verdad. Y en el versículo 13, les aclara cuál será ese tiempo venidero en que les completará la verdad: «Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad…». El Espíritu Santo guiará a los discípulos a la verdad plena. Sin embargo, habíamos dicho que, en el versículo 12, parecía que Jesús mismo estaba prometiendo darles a conocer todas las cosas.
¿En qué quedamos entonces? ¿Será Cristo mismo o el Espíritu Santo? La frase que sigue resuelve todo el asunto: «…porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere». Entonces, ¿cómo podrá el Espíritu Santo hacer algo que Cristo mismo había prometido hacer? La respuesta es simple: el Espíritu Santo no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere de Cristo. Gracias a la bendita actitud del Espíritu, el que en definitiva guiará a toda la verdad será Cristo mismo.
Pero, a propósito del versículo 13, ¿observas la frase «no hablará por su propia cuenta»? Es la misma frase que Jesús había pronunciado tres veces en el evangelio de Juan (7:17; 12:49; 14:10). Ahora, esta frase está aplicada al Espíritu Santo. ¿Lo puedes ver? ¿Puedes notar lo que este hecho implica? Es algo que conmueve y estremece. El Espíritu Santo vendría con la misma actitud con que el Hijo había venido. El Espíritu, al igual que el Hijo, también sería un vaso vacío de sí mismo. Sin embargo, la pregunta es: ¿Por qué o para qué el Espíritu vendrá con esa misma actitud? Acaso ¿él también viene a dar a conocer a Dios?
Anteriormente dijimos que, si Dios, según su beneplácito, ha determinado revelarse al hombre, entonces deberá ser revelado el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, ya que Dios es una Trinidad. También ya vimos que, de acuerdo al evangelio de Juan, el Hijo en los días de su carne, dio a conocer a los hombres al Padre celestial. Así, el Padre fue revelado y glorificado por medio del Hijo. Pero, ahora, el Hijo regresará al Padre y la pregunta es: ¿Quién dará a conocer al Hijo a los hombres? Porque si Dios ha de ser plenamente revelado y conocido, no es suficiente que solo el Padre sea manifestado. También debe serlo el Hijo y el Espíritu Santo.
Pues bien, el bendito y humilde Espíritu Santo ha venido, vaciado de sí mismo, a fin de que el Hijo pueda llenarlo completamente y expresarse a plenitud a través de él. Es decir, exactamente lo mismo que vimos en el Hijo con respecto al Padre, vemos ahora en el Espíritu con respecto al Hijo. El Hijo que había dado a conocer al Dios Padre, a quien nadie había visto jamás, será ahora dado a conocer por medio del Espíritu.
Hablará lo que oyere
Pero, ¿podemos afirmar esto con todo rigor y exactitud? Por supuesto que sí. Ya advertimos que, en el versículo 13, Jesús declaró que el Espíritu Santo hablaría «todo lo que oyere», y que según el versículo 12, el Espíritu hablaría todo lo que oyere de Cristo. Pero, lo rotundo y categórico sobre el asunto está en la primera frase del versículo 14. Jesús hablando de la venida del Espíritu, dijo: «El me glorificará». El Espíritu Santo fue enviado para glorificar al Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Así, el propio Jesús ligó la persona del Espíritu con él. La persona del Padre está ligada al Hijo y éste está unido a la persona del Consolador.
No obstante, el texto del versículo 14 es aún más claro, pues Jesús, luego de decir: «Él me glorificará», agrega: «porque tomará de lo mío, y os lo hará saber». O como dice la versión NVI: «porque tomará de lo mío y se lo dará a conocer a ustedes». Es decir, así como el Hijo había dado a conocer al Padre, el Espíritu dará a conocer al Hijo. Lo que encontraremos en el Espíritu, no será aquello del Espíritu, sino lo de Cristo. Gracias al anonadamiento del Espíritu, todo lo que será expresado a través de él, será Cristo mismo.
En definitiva, así como el Padre se había expresado a plenitud a través de la sujeción libre, consciente y voluntaria de su bendito Hijo, y así, Cristo había glorificado al Padre, así también el Espíritu Santo ha sido enviado con la disposición libre, consciente y voluntaria de que Jesucristo pueda expresarse plenamente por medio de él, y así, Cristo pueda ser glorificado.
Solo de esta manera se puede entender que Cristo, hablando de la venida del Espíritu Santo, haya dicho: «No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros» (Jn. 14:18). Aquí, él no dijo: «No os dejaré huérfanos, porque les enviaré al Espíritu Santo», sino «porque yo mismo vendré a vosotros». En rigor, el que vino fue el Espíritu Santo, pero en virtud de su vaciamiento, el que se expresará por medio de él, será el Hijo.
Asimismo podemos entender ahora por qué, cuando Juan estaba en el Espíritu y escuchó una voz como de trompeta, esa voz no era otra que la voz de Jesucristo hablándole; sin embargo, una vez que Jesucristo entrega su mensaje a las iglesias, él no tiene reparos en advertir que lo dicho por él, lo dice también el Espíritu Santo (Ap.1:10-11; 2:1, 7).
Para terminar este párrafo, en el texto de Juan 16:15 el Señor Jesucristo aprovecha de hacer una aclaración importante: «Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que» (el Espíritu Santo) «tomará de lo mío, y os lo hará saber». Como ya advertimos anteriormente, el contenido del Padre no es distinto al del Hijo, ni el del Hijo al del Espíritu. No obstante, las personas en Dios no se glorifican a sí mismas, sino que el Hijo glorifica al Padre y el Espíritu glorifica al Hijo.