Con la palabra y el ejemplo, el Señor Jesús logró transformar a los «hijos del trueno» en vasos fructíferos.
Andando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés su hermano, que echaban la red en el mar; porque eran pescadores. Y les dijo Jesús: Venid en pos de mí, y haré que seáis pescadores de hombres. Y dejando luego sus redes, le siguieron. Pasando de allí un poco más adelante, vio a Jacobo hijo de Zebedeo, y a Juan su hermano, también ellos en la barca, que remendaban las redes. Y luego los llamó; y dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, le siguieron».
– Mar. 1:16-20.
En esta escena, buscando a quienes serían sus discípulos, el Señor no fue a los círculos sociales más refinados de su tiempo, sino a estos hombres rústicos y sencillos, «sin letras y del vulgo». El llamamiento tiene propósito: «Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres». Palabras misteriosas para ellos, acostumbrados al duro trabajo del pescador artesanal.
«Después subió al monte, y llamó a sí a los que él quiso; y vinieron a él. Y estableció a doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar» (Mar. 3:13). Luego, Jesús cambió el nombre de algunos de ellos: «…a Simón, a quien puso por sobrenombre Pedro; a Jacobo hijo de Zebedeo, y a Juan hermano de Jacobo, a quienes apellidó Boanerges, esto es, Hijos del trueno». El trueno asusta, es violento, exageradamente fuerte. Sabía el Señor que estos hombres, sencillos en apariencia, no eran de corazón manso, sino temibles, y sabemos que él nunca usaría palabras al azar – Boanerges, «hijos del trueno».
Los hijos del trueno
Más adelante, les vemos de nuevo. «Entonces Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo, se le acercaron, diciendo: Maestro, querríamos que nos hagas lo que pidiéremos. Él les dijo: ¿Qué queréis que os haga? Ellos le dijeron: Concédenos que en tu gloria nos sentemos el uno a tu derecha, y el otro a tu izquierda» (Mar. 10:35-37).
El Señor se acercaba a Jerusalén y, habiendo sido testigos de los milagros, y de cómo el Señor había mostrado su poder sobre la naturaleza, sobre los espíritus y sobre los hombres, ellos pensaron que algo grande podía acontecer en esa ciudad. Entonces, su imaginación les hizo aspirar a obtener poder. Si habían acompañado al Señor, dejándolo todo por seguirle, y si él iba a ser el Rey, ¡había que apresurarse en asumir una posición de poder, para dominar a las personas!
El evangelio de Mateo registra que hablaron con su madre para que intercediera por ellos ante el Señor. Eran ambiciosos y astutos, buscando la forma de acercarse y asegurarse un puesto. Pero, aun así, el Maestro no se equivocó al llamarlos.
Antes de esto, Lucas 9:51-54 registra otro gesto de ellos: «Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén. Y envió mensajeros delante de él, los cuales fueron y entraron en una aldea de los samaritanos para hacerle preparativos. Mas no le recibieron, porque su aspecto era como de ir a Jerusalén. Viendo esto sus discípulos Jacobo y Juan, dijeron: Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma?».
Tal era el carácter de estos hombres. Eran contradictorios, duros, violentos, vengativos. Si hubiese estado en sus manos tomar una decisión así, ¡ay de los samaritanos! El Señor no escogió a los mejores. Se puede decir que él escogió a los peores.
Vosotros no sabéis
«Entonces volviéndose él, los reprendió, diciendo: Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas. Y se fueron a otra aldea» (Luc. 9:55-56). Su Maestro, teniendo todo poder y autoridad para hacer mucho más de lo que ellos estaban pidiendo, prefirió tomar un camino más largo. El Señor no vino a condenar, sino a salvar. Tenía que salvarlos incluso a ellos mismos de su violencia interior. «Vosotros no sabéis de qué espíritu sois». En realidad, ese era el espíritu del enemigo, no el espíritu del Señor.
Volvemos a la escena de Juan y Jacobo en Marcos 10. «Jesús les dijo: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber del vaso que yo bebo, o ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado? Ellos dijeron: Podemos. Jesús les dijo: A la verdad, del vaso que yo bebo, beberéis, y con el bautismo con que yo soy bautizado, seréis bautizados; pero el sentaros a mi derecha y a mi izquierda, no es mío darlo, sino a aquellos para quienes está preparado» (Mr. 10:38-40).
Cuando el Señor hablaba de ese bautismo en que él iba a ser bautizado, se refería a Su muerte. Ellos también tendrían que pasar por un proceso de muerte, pero aun eran incapaces de comprenderlo.
Provocando división
Versículo 41: «Cuando lo oyeron los diez, comenzaron a enojarse contra Jacobo y contra Juan». Como resultado de su desmedida ambición, provocar división entre los hermanos no era un cálculo que cabía en sus mentes. Aprender a trabajar en equipo sería para ellos un doloroso proceso. Sin embargo, aún así, el Señor había orado al Padre, fijando su atención en estos deformes hombres y, lejos de fracasar, él consiguió en ellos un fruto maravilloso.
¿Qué hizo el Señor con ellos? Aquí mismo parte la lección. «Mas Jesús, llamándolos, les dijo: Sabéis que los que son tenidos por gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y sus grandes ejercen sobre ellas potestad. Pero no será así entre vosotros…» (v. 42-43). ¡Qué palabra! Hay un abismo de distancia entre los gobernantes del mundo, y quienes han de participar del reino de Dios.
Siervo de todos
«…no será así entre vosotros, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor». Leemos: «…el que quiera hacerse grande». No los está restringiendo, no les está destruyendo su sueño de ser grandes. Esto es algo inherente al ser humano, y el Señor no anula ese deseo de progreso.
Todos luchamos por algo en la vida, por nuestra propia superación. Hay algo legítimo en ello, pero el Señor les cambia el foco, trastocando totalmente los valores. «…el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor». Puedes ser grande, pero ello no será dominando, no será con opresión, sino siendo un servidor.
«…el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de todos» (v. 44). Hay opción de ser grandes en el reino de Dios, y aun de ser los primeros. Pero el camino es ser un siervo y, más aún, ser «siervo de todos».
«Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos» (v. 45). Ante una palabra así, había solo dos opciones. Jacobo y Juan, ese día, pudieron haber regresado a sus redes. Estas palabras fueron un duro golpe a su manera de ver la vida. Seguir a su Maestro, en ese punto, debe haberles parecido un desafío imposible. El riesgo de fracasar era muy alto. ¿Cómo abandonar ese carácter de trueno para asumir una humildad semejante?
Gracias al relato del Nuevo Testamento, tenemos el panorama completo. Pedro, Juan y Jacobo llegaron a ser los discípulos más íntimos del Señor. Fueron eficaces pescadores de hombres. Su carácter fue moldeado a imagen del Maestro. Y finalmente, en Apocalipsis 21, en la nueva Jerusalén, leemos: «el muro de la ciudad tenía doce cimientos, y sobre ellos los doce nombres de los apóstoles del Cordero» (Ap. 21:14). ¡Qué poderoso Maestro! ¡Cómo logró que hombres tan viles llegaran a ser dignos de ocupar un lugar de tanta honra junto a él!
¿Y nosotros?
Nosotros no somos diferentes de Pedro, de Juan y de Jacobo. Tenemos muchos de sus rasgos, aunque estén muy ocultos; pero tarde o temprano saldrá de manifiesto lo que en realidad somos.
Nosotros no amamos naturalmente. Se requiere un milagro, un cambio profundo. Ningún maestro nos hubiese escogido a nosotros para que fuésemos sus discípulos, y menos para encomendarnos una función tan elevada y eterna. A pesar de ello, el Señor Jesús fijó su mirada en cada uno de nosotros.
Ellos estuvieron con el Señor. La transformación no les vino por esfuerzo propio. Ellos no podían simplemente decir: ‘Dejaremos de ser como el trueno; desde ahora seremos humildes’. No. Fue la obra del Maestro, su poder y sus palabras que se hicieron vida.
Hay un atractivo en la persona del Señor Jesús. Quienes comienzan a seguirle no pueden retroceder. Aunque nos apriete firme, sabemos que debemos estar con él. Su reprensión siempre viene cargada de amor. Aunque pasemos por pruebas difíciles y se nos desmorone el mundo, somos conscientes que no podemos apartarnos del Maestro. Y así, estos hombres le siguieron, aún sin saber lo que les esperaba.
«Como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin». Que fuesen violentos, no fue impedimento para que él los amara, y ellos percibieron ese amor.
Ejemplo vivo
El Señor sabía que había llegado su hora. «…sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos…» (Jn. 13:3). He aquí la gloria del Señor. Todas las cosas le habían sido dadas por el Padre. Él es dueño y Señor de todo lo creado. Todo poder le fue dado en el cielo y en la tierra, y ante él se doblará toda rodilla y toda lengua le confesará. ¡Qué grandeza incomprensible para nuestra mente limitada!
«…había salido de Dios, y a Dios iba». ¡Qué conexión entre el cielo y la tierra, qué perfección, en este Hombre que estaba allí con ellos! De alguna manera, a esa altura, los discípulos algo habían visto de la grandeza del Señor. Así también, en nosotros, el conocimiento del Señor ha ido en aumento, y hoy le vemos más glorioso. Estos Boanerges estaban cambiando; ahora tenían una mirada distinta.
Sabiendo el Señor estas cosas, «se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido» (13:4-5). En silencio, el Maestro se pone en pie. Los discípulos, atónitos, enmudecen ante una escena jamás imaginada. Inclinado, cual siervo de todos, comienza su tarea. La suciedad de los pies polvorientos iba cayendo con el agua, y no solo sus pies, sino también la altivez de sus corazones estaba siendo simultáneamente derribada. ¿Puedes verlo?
Siendo dueño de todo, él se humilla, y toma la posición de un esclavo, el último lugar. En esa hora, los discípulos, con toda su indignidad, estaban siendo tratados como reyes, un privilegio que no tuvieron otros hombres. Sus rasgos violentos fueron derribados por su Maestro, que los ganó por amor.
Sin que lo merezcamos, él se preocupa de lavarnos, de refrescarnos, de alentarnos a seguir. Muchas veces, el Señor nos ha lavado los pies, ya sea por una oración respondida, por la visita o abrazo de un hermano, o cuando una palabra Suya, por el Espíritu Santo, viene a conmover nuestros corazones.
Ahora entendemos a Pedro cuando dice: «Señor, ¿tú me lavas los pies?». Los otros se quedaron mudos ante aquella escena. Toda su experiencia viene fugazmente a su memoria: él había confesado al Mesías revelado, había sido testigo de su gloria y oído al Padre acerca de Él en el monte de la transfiguración. Los demonios habían huido a su presencia, los enfermos sanaron, la tempestad del mar se calmó a su voz, Lázaro regresó de la muerte por mandato suyo. Y ahora, cual siervo se humilla… No, Pedro no soportó y menos comprendió a su Maestro. Esta actitud superó los límites del hombre: «¿Tú me lavas?». Y se negó en principio. ¿Podemos imaginar por un instante su quebranto interior?
«Así que, después que les hubo lavado los pies, tomó su manto, volvió a la mesa, y les dijo: ¿Sabéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros» (14-15). No temamos tomar el último lugar, y prestar un servicio, por pequeño que parezca, porque a eso nos llamó el Maestro.
El agua que lavó sus pies, lavó también la soberbia de sus almas. La limpieza interior superó la exterior. Porque así trata el Maestro con nosotros: él nos habla con tanta dulzura, con tanto amor, que no podemos resistirnos. Este Maestro es digno de ser seguido.
Lección suprema
Evangelio de Juan, capítulo 19. «Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María mujer de Cleofas, y María Magdalena» (19:25). ¡Qué momento éste! El Señor está en la cruz. Cuán terrible es su sufrimiento físico; traspasado por los clavos, su cabeza coronada de espinas, su sangre derramándose. Azotado y torturado, él había cargado su cruz en ese largo camino hacia el Gólgota.
«Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente…». Juan estaba presente allí. ¿Qué quedaba aquí del Boanerges vengativo que pretendía hacer descender fuego sobre los samaritanos, de aquel que soñaba con los privilegios del poder? Su ambición humana estaba destruida. Su Maestro amado no solo había anunciado que iba a morir; ahora estaba muriendo por ellos, por los hijos del trueno, y por estos hombres deformes que somos todos nosotros.
«Jesús … dijo a su madre…». ¿Cómo pudo hablar estando crucificado? Él no pidió nada para sí mismo. Estando en la condición más extrema, se preocupó por su madre. Tal es nuestro Maestro, nuestro modelo. Que el Señor derribe nuestros reclamos. «Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre» (26-27). ¿Tenía Juan opción de negarse ante esa mirada y esa voz desde la cruz? Los otros habían huido; pero Juan estaba muy cerca, oyendo cada palabra del bendito moribundo. «He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa».
Seguir al Maestro les significó a estos hombres ir muriendo de a poco. Su personalidad violenta, su carácter temible, fue hecho trizas. Ver al Maestro y oír sus palabras, transformó sus vidas; seguirle, produjo un efecto demoledor en sus corazones y, muy pronto, el fruto se haría manifiesto.
El fruto, otro «trueno»
Pasada la crisis, con el Espíritu Santo llenando su corazón, Juan pudo describir realmente quién era Aquel que le miró a los ojos y con voz temblorosa le habló desde la máxima debilidad, desde la cruz: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho … Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad» (Jn. 1:1-3, 14) .
¿Podemos percibir la autoridad de cada declaración? Hay otro trueno aquí, sigue siendo Juan, pero es ‘otro Boanerges’. Su estruendo aún se oye, ha traspasado no solo los oídos sino el corazón de multitudes, a través de los siglos, llegando hasta nuestros corazones. ¡Y el eco seguirá siendo replicado mientras haya creyentes en esta tierra! ¡Qué precioso es el Hijo de Dios! ¡Qué preciosa es la Roca sobre la cual estamos fundados!
Síntesis de un mensaje impartido en Temuco (Chile), en septiembre de 2014.