Una obra imprescindible en el caminar de todo creyente.
Una característica notable de los milagros de Cristo es que ninguno de ellos era innecesario. No fueron caprichos del poder, y aun siendo manifestaciones de poder, todos cumplían un propósito práctico.
Lo mismo puede decirse respecto a las promesas de Dios. Ninguna promesa en la Escritura puede ser considerada un mero capricho de la gracia. En consecuencia, si Dios prometió en el pacto realizado con su pueblo poner su Espíritu dentro de ellos, esa promesa tuvo que ser absolutamente necesaria, y también ha de ser imprescindible para nuestra salvación que cada uno de nosotros reciba el Espíritu de Dios.
1. Atrayéndonos a Cristo
La obra del Espíritu Santo es totalmente necesaria para nosotros, si es que queremos ser salvos. Esta proposición es muy evidente cuando recordamos lo que el hombre es por naturaleza. Algunos dicen que el hombre puede alcanzar la salvación por sí solo; dicen que, si oye la Palabra, está en su poder recibirla, creerla y hacer que se opere en él un cambio salvador. Quienes así piensan, desconocen lo que es el hombre, pues la Escritura nos informa que el hombre está muerto en delitos y pecados por naturaleza. No dice que está enfermo, que se ha endurecido y que su conciencia está cauterizada, sino que afirma que está categóricamente muerto.
El trasfondo del Evangelio es que el hombre está muerto en el pecado y que la vida divina es un don de Dios, y tendrías que ir en contra de todo este trasfondo antes de poder suponer que el hombre puede conocer y amar a Cristo prescindiendo de la obra del Espíritu Santo. Aparte de la influencia vivificadora del Espíritu de Dios, las almas de los hombres yacen en el valle de los huesos secos y están muertas… por toda la eternidad.
Pero la Escritura no solo dice que el hombre está muerto en el pecado; nos dice algo peor que eso: que él es plena y categóricamente reacio a todo lo bueno y recto. «Los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden» (Rom. 8: 7).
La voluntad del hombre es contrapuesta a las cosas de Dios. «Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere»; pero después sigue algo todavía más contundente: «No queréis venir a mí para que tengáis vida».
Nadie quiere venir. Ahí radica el mal mortal; el hombre no solo es impotente para hacer lo bueno, sino que es suficientemente fuerte para hacer lo malo, y su voluntad es irremisiblemente contrapuesta a todo lo bueno. Los hombres no quieren venir. No puedes inducirlos ni aun forzarlos; si el Espíritu no los atrae, ellos no quieren venir a Cristo para tener vida.
Entonces, conociendo que la naturaleza humana es hostil al Espíritu, es necesario que el Espíritu de Dios obre para corregir la inclinación del corazón, para poner al hombre en el sendero correcto y darle las fuerzas necesarias para que corra en él. ¡Oh, es imposible desconocer la necesidad de la obra del Espíritu Santo!
Un gran escritor comentó muy acertadamente que nunca conoció a ningún hombre que sostuviera algún gran error teológico, que no sostuviera conjuntamente alguna doctrina que minimizara la depravación humana. Pero una vez que se adopta el punto de vista correcto, es a saber, que el hombre está completamente caído, que es culpable y que está perdido y condenado, entonces habrá una sana doctrina en todos los puntos del gran Evangelio de Jesucristo.
Tan pronto crees que el hombre es lo que la Escritura afirma que es, tan pronto crees que su corazón es depravado, que sus afectos son pervertidos, que su entendimiento está ensombrecido y que su voluntad es perversa, entonces tendrás que aceptar que si un desgraciado así descrito puede ser salvado, tiene que ser por la obra del Espíritu de Dios, y del Espíritu de Dios únicamente.
2. Salvando las almas
La salvación tiene que ser una obra del Espíritu en nosotros, porque los medios usados en la salvación son de por sí inadecuados para el cumplimiento de la obra. ¿Y cuáles son los medios de la salvación? Ante todo, la predicación de la Palabra, el primordial instrumento de Dios. «Agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación».
Pero, ¿qué hay en la predicación que salve a las almas? Podría dar la impresión de ser el instrumento de la salvación de las almas. Hay diversos lugares a los cuales ustedes pudieran entrar y decir: «Aquí hay un ministro en verdad instruido, un hombre que enseña e ilumina el intelecto. Bien, si Dios tiene la intención de realizar una gran obra, él va a usar a un hombre instruido como éste».
Pero, ¿no es un hecho evidente que muchos predicadores de moda, elocuentes e instruidos, son justamente los varones más inútiles de la creación para ganar almas para Cristo?
Al Señor le complace revestir de poder al débil, pero no otorga poder a quienes, si se obrase algún bien, podrían atribuir la excelencia de ello a su aprendizaje, a su elocuencia o a su posición.
Dios ha bendecido a los más débiles para hacer el mayor bien. Entonces, ¿no se deduce de esto que tiene que ser la obra del Espíritu? Porque si no hay nada en el instrumento que pueda conducir a hacerla, ¿no es acaso la obra del Espíritu la que hace que se cumpla la obra?
Bajo el ministerio de la predicación, los pecadores son conducidos al arrepentimiento y convertidos en santos, y algunos hombres que venían resueltos a no creer se vieron forzados a creer. ¿Quién realiza todo eso? Tiene que ser el Espíritu que obra en el hombre a través del ministerio, pues de lo contrario tales obras no serían realizadas nunca.
Sin la acción del Espíritu, sería vano esperar salvar a las almas por medio de la predicación. La salvación tiene que ser obra de un poder superior. Entonces, con base en estos hechos, concluimos que debe haber una influencia superior, invisible y misteriosa: la influencia del Espíritu de Dios.
3. Revelando a Cristo
En tercer lugar, permítanme recordarles de nuevo que puede verse claramente la absoluta necesidad de la obra del Espíritu Santo en el corazón partiendo de este hecho: que todo lo que ha sido hecho por Dios el Padre, y todo lo que ha sido hecho por Dios el Hijo es ineficaz para nosotros, a menos que el Espíritu revele estas cosas a nuestras almas. En primer lugar, nosotros creemos que Dios el Padre elige a su pueblo. Él lo eligió para sí desde antes de la fundación del mundo.
Pero, ¿qué efecto puede tener en alguien la doctrina de la elección mientras el Espíritu de Dios no entre en él? ¿Cómo sé que Dios me eligió desde antes de la fundación del mundo? ¿Puedo subir al cielo y leerlo en el rollo? ¡No! La elección es letra muerta tanto en mi conciencia como en el efecto que pudiera producir en mí, mientras el Espíritu no me llame de las tinieblas a su luz admirable.
Y luego, sabiéndome llamado por Dios, sé que he sido elegido por él. La doctrina de la elección es algo muy precioso para un hijo de Dios. Pero, ¿qué la hace valiosa? Nada, excepto la influencia del Espíritu. Mientras el Espíritu no abra los ojos para leerla, ningún corazón puede conocer su elección. Él, mediante sus operaciones divinas, da un infalible testimonio a nuestros espíritus de que somos nacidos de Dios.
Además, miren el pacto de gracia. Sabemos que Dios el Padre hizo un pacto con el Señor Jesucristo en la eternidad pasada, y que en ese pacto le fueron dadas a él las personas de todo su pueblo; ¿pero de qué nos serviría el pacto si el Espíritu Santo no nos entregara las bendiciones del mismo?
Traigan aquí a cualquier pecador y díganle que existe un pacto de gracia, y ¿qué se ganaría con ello? «Ah», dice, «mi nombre no puede estar registrado allí; no puedo haber sido elegido en Cristo». Pero basta que el Espíritu de Dios more en su corazón por medio de la fe y del amor que es en Cristo Jesús, y ese hombre verá el pacto, ordenado en todas las cosas y que será cumplido.
Consideren, igualmente, la redención de Cristo. Él fue la propiciación de todo su pueblo, y todos aquellos que entrarán en el cielo comparecerán allá por un acto de justicia así como de gracia, en vista de que Cristo fue castigado en su lugar, y que sería injusto que Dios los castigara, pues él ya castigó a Cristo en vez de a ellos. Y, ya que Cristo pagó todas sus deudas, ellos tienen el derecho a su libertad en Cristo; él los ha cubierto con su justicia, y tienen tanto derecho a la vida eterna como si ellos mismos hubieran sido perfectamente santos.
Pero, ¿de qué me sirve eso mientras el Espíritu no tome de las cosas de Cristo y me las muestre? ¿Qué es la sangre de Cristo para cualquiera de nosotros mientras no hubiere recibido el Espíritu de gracia?
Tú has oído predicar acerca de la sangre de Cristo mil veces, pero has seguido de largo. No significó nada para ti que Jesús muriera. Sabías que él hizo expiación por unos pecados que no eran suyos, pero solo cuando el Espíritu de Dios te condujo a la cruz, y te abrió los ojos, para ver a Cristo crucificado, entonces la sangre tuvo ciertamente un significado. Ah, mi querido oyente, que Cristo haya muerto no significa nada para ti a menos que tengas un Espíritu viviente en tu interior.
Dentro de las múltiples bendiciones del pacto solo menciono algunas, solo para mostrar que ninguna de ellas es de alguna utilidad a menos que el Espíritu Santo la dé. Las bendiciones provienen de Cristo, pero nosotros no podemos alcanzarlas. El Espíritu de Dios las hace bajar a nosotros. Es como el maná en las alturas, lejos del alcance de los mortales; pero el Espíritu abre las ventanas del cielo, hace descender el pan, lo pone en nuestra boca y nos capacita para comerlo. El Espíritu es absolutamente necesario.
4. Guiándonos en el camino
Esto nos conduce a otro punto. La experiencia del verdadero cristiano es una realidad; pero nunca puede ser conocida ni sentida sin el Espíritu de Dios. Pues, ¿qué es la experiencia del cristiano? Permítanme darles solo un breve resumen de algunas de sus escenas. Una persona muy honorable vino a este lugar esta mañana. Nunca se ha entregado a ningún tipo de vicio externo; no ha sido nunca deshonesto; es conocido más bien como un comerciante recto y leal.
Ahora, para su sorpresa, se le informa que es un pecador perdido y condenado, y tan perdido en verdad como el ladrón que murió en la cruz por sus crímenes. ¿Ustedes opinan que ese hombre lo creería? Con todo, supongan que lo creyera simplemente porque lo leyó en la Biblia. ¿Piensan que ese hombre será llevado a sentirlo? ¡Imposible!
¿Pueden imaginar a ese hombre musitando: «Dios, sé propicio a mí, pecador», estando junto a la ramera y al blasfemo y sintiendo en su propio corazón como si hubiese sido tan culpable como ellos? Sería inconcebible, ¿cierto? Va en contra de la naturaleza que un hombre que ha sido tan bueno se rebaje al nivel del peor pecador. Ah, pero eso tendrá que hacer antes de poder ser salvo; tiene que sentirlo antes de poder entrar al cielo; mas, ¿quién podría reducirlo a tan arrasadora experiencia sino el Espíritu de Dios?
Yo sé muy bien que la naturaleza arrogante no se doblega a hacer eso. Somos aristócratas en nuestra propia justicia; no nos gusta humillarnos ni ser contados entre los pecadores. Si somos llevados allá, tiene que ser el Espíritu de Dios el que nos derribe. Si alguien me hubiera dicho que tenía que clamar a Dios pidiendo misericordia, y que tenía que confesar que había sido el más vil de los viles, yo me habría reído en su cara, diciéndole: «Cómo, yo no he hecho nada particularmente malo; yo no le hecho daño a nadie».
Sin embargo, yo sé que en este preciso día puedo tomar mi lugar en la más baja posición, y cuando entre en el cielo me sentiré feliz al sentarme entre los peores pecadores para alabar al poderoso amor que me ha salvado de mis pecados. Ahora, que un hombre íntegro a los ojos del mundo se sienta un pecador perdido, tiene que ser el resultado de la obra del Espíritu Santo, pues de lo contrario nunca lo haría.
Esto es tan contrario a la naturaleza humana, tan opuesto a los instintos de nuestra humanidad caída, que nada sino el Espíritu de Dios puede llevar a un hombre a despojarse de toda justicia propia y de toda la fortaleza de la criatura, y a verse forzado a descansar y a apoyarse enteramente en su Salvador.
Permítanme describir ahora a un cristiano después de su conversión. Si llega la aflicción, él mira a la tempestad y dice: «Sé que todas las cosas obran para mi bien». Sus hijos fallecen, su esposa es llevada a la tumba; él dice: «Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito» (Job 1:21). Su hacienda fracasa, su cosecha se malogra, su negocio se arruina, todo parece perdido y él se ve reducido a la pobreza. Sin embargo, él dice: «Aunque la higuera no florezca, ni en las vides haya frutos, aunque falte el producto del olivo, y los labrados no den mantenimiento, y las ovejas sean quitadas de la majada, y no haya vacas en los corrales; con todo, yo me alegraré en Jehová, y me gozaré en el Dios de mi salvación» (Hab. 3:17-18).
A continuación lo ves acostado en su lecho de enfermedad, y sumido allí, dice: «Bueno me es haber sido humillado, pues, antes de serlo, andaba descarriado; mas ahora guardo Tu palabra». Por fin, lo ves acercándose al valle de la sombra de muerte, y lo oyes exclamar: «Sí, aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento».
Ahora, ¿qué es lo que hace que este hombre esté tan tranquilo en medio de todas estas aflicciones personales, sino el Espíritu de Dios? La noble y sublime experiencia de un cristiano en tiempos de tribulación demuestra que tiene que existir una obra del Espíritu de Dios.
Pero miren también al cristiano en sus momentos de dicha. Él es un hombre rico. Dios le ha dado abundancia. Y él dice: «No valoro estas cosas en absoluto, excepto en la medida que son un don de Dios; permanezco sin apegarme a ellas, y a pesar de ello, anhelo partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor. No necesito nada en la tierra, y aun el morir me sería ganancia, aunque tenga que dejar todo esto».
Ahora, ¿qué es lo que motiva a un hombre que dispone de todas esas misericordias a no poner su corazón en la cosas de la tierra? No es una mera virtud moral. No; lo que conduce a alguien a vivir en el cielo teniendo una tentación para vivir en la tierra solo puede ser únicamente la obra del Espíritu.
5. Obrando en nosotros el querer y el hacer
Y ahora, por último, los actos aceptables de la vida del cristiano no pueden realizarse sin el Espíritu; y de esto se comprueba otra vez la necesidad del Espíritu de Dios. El primer acto de la vida del cristiano es el arrepentimiento. Si has intentado alguna vez arrepentirte sin el Espíritu de Dios, sabes entonces que exhortar a un hombre a que se arrepienta sin ayuda del Espíritu es exigir un imposible.
Arrepentirse es tan imposible para el hombre como imposible le es guardar la ley de Dios, pues el arrepentimiento está en la propia raíz de la obediencia perfecta a la ley de Dios. Si un hombre pudiese arrepentirse por su propia voluntad, entonces no habría necesidad de un Salvador.
El acto siguiente en la vida divina es la fe. Tal vez ustedes piensen que la fe es algo muy fácil; pero si son llevados alguna vez a sentir la carga del pecado, descubrirían que no es una labor tan fácil. La fe es la cosa más fácil del mundo cuando no hay necesidad de creer en nada; pero cuando tengo la oportunidad de ejercitar mi fe, entonces descubro que no tengo tanta fuerza para aplicarla. Cuando llegan el pecado y la aflicción, entonces descubro mi debilidad, y tengo que clamar pidiendo la ayuda del Espíritu. Por medio de él podemos hacer todas las cosas y sin él no podemos hacer absolutamente nada.
En todos los actos de la vida cristiana, ya sea al consagrarse a Cristo, o en la oración cotidiana; sea el acto de la sumisión constante o el de predicar el Evangelio; sea el de ministrar para las necesidades de los pobres o el de consolar a los afligidos, en todas esas cosas, el cristiano descubre su debilidad y su impotencia, a menos que esté revestido con el Espíritu de Dios.
A veces, preparas un sermón y lo predicas, pero causas el mayor lío que se pudiera generar. Entonces dices: «Ojalá no hubiera predicado nunca». Pero todo esto es para mostrarnos que ni consolando ni predicando se podría hacer lo correcto, a menos que el Espíritu obre en nosotros así el querer como el hacer, por su buena voluntad.
Además, todo lo que hacemos sin el Espíritu es inaceptable para Dios; y todo lo que hacemos bajo su influencia, por mucho que lo despreciemos, no es despreciable para Dios, pues él nunca desprecia su propia obra, y el Espíritu no puede mirar lo que hace en nosotros de ninguna otra manera que con complacencia y deleite. Si tú pudieras elevar la mejor oración en el mundo, sin el Espíritu, Dios no querría tener que ver nada con ella; pero, aunque la oración sea débil, si el Espíritu la elaboró, Dios la aceptará.
Una pregunta final
Querido lector, ¿tienes entonces contigo al Espíritu de Dios? Si no has ido más lejos de lo que has caminado por ti mismo, entonces has tomado la vía equivocada. Pero, si has recibido algo que ni la carne ni la sangre pudieran revelarte, si has sido conducido a hacer y a amar aquello que una vez despreciaste, y a despreciar aquello en lo que una vez se posaba tu corazón, entonces, si esa es la obra del Espíritu, regocíjate; pues donde él ha comenzado la buena obra, la concluirá.
Tú puedes saber si aquello es la obra del Espíritu por esto: ¿Has sido llevado a Cristo y has sido apartado de tu yo? ¿Has sido apartado de todos los sentimientos, de todos los actos, de todas las oraciones que constituían la base de tu confianza y de tu esperanza, y has sido llevado a confiar solo en la obra consumada de Cristo?
Si es así, esto es algo más de lo que la naturaleza humana puede lograr. El Espíritu de Dios ha hecho eso, y él nunca abandonará lo que comenzó una vez. Irás de poder en poder, y estarás en medio de la multitud lavada con sangre, por fin completo en Cristo y acepto en el Amado.
Pero si no tienes el Espíritu de Cristo, no eres para nada suyo. Que el Espíritu te conduzca a tu cuarto para llorar ahora, para arrepentirte ahora, para mirar a Cristo ahora, y que tengas ahora una vida divina implantada, que ni el tiempo ni la eternidad serán capaces de destruir. Dios oiga esta oración y haga que nos retiremos con una bendición, por Jesús nuestro Señor. Amén.
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