He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe».
– 2 Timoteo 4:7.
Cuando el apóstol Pablo dice estas palabras, se encuentra en los tiempos finales de su vida; interiormente, tiene el testimonio de que el día de su partida está cercano.
La historia nos cuenta que Pablo murió en el martirio. Aun así, hay un tono de satisfacción, de reposo, por haber cumplido con su tarea: ha peleado la buena batalla; su carrera está concluyendo. Es común encontrar en sus cartas estas expresiones: «Yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado» (1 Cor. 9:26-27).
En su pensamiento, no hay lugar para el adormecimiento ni para el letargo espiritual. Su primera batalla tiene que ver consigo mismo: consciente de la bajeza de su naturaleza, golpea su cuerpo, es decir, no se da licencias a sí mismo. Es tan precioso y tan grande su llamamiento, que no pierde tiempo, y pone todas sus energías al servicio de su Señor.
Muchas veces le encontramos batallando contra los judaizantes; en otras, enfrentando las maquinaciones del diablo, y siempre exhortando a los creyentes a ser fieles al Señor. A su hijo Timoteo, le manda esforzarse en la gracia, y aun a sufrir penalidades como buen soldado de Jesucristo – no solo un soldado, sino un buen soldado. Hay muchos que luchan, pero su batalla está mal encauzada; hay muchos que corren como atletas, pero no son coronados, pues no luchan legítimamente (2 Tim. 2:5).
Hay por lo menos dos objetivos que todos los creyentes debemos tener muy claros. Primero, que la voluntad de Dios es que cada día nos parezcamos más a su Hijo Jesucristo (Rom. 8:29). Y segundo, que el objetivo de Cristo es obtener su Cuerpo, la iglesia gloriosa (Ef. 5:27), con la cual reinará por la eternidad (Ap. 19:7).
Muy legítimos pueden ser nuestros objetivos particulares, nuestras necesidades cotidianas, y aun es propio que trabajemos y aun luchemos por estos objetivos secundarios, como el bienestar familiar, el trabajo secular, la educación de los hijos, etc. Sin embargo, jamás debemos perder de vista los gloriosos objetivos divinos antes enunciados.
Dios estará con nosotros en todo lo que hagamos favoreciendo la vida del espíritu, aunque ello implique sufrir, ya que nuestra naturaleza carnal siempre opondrá resistencia (Rom. 8:13). También el favor de Dios estará con todo lo que contribuye a la edificación del cuerpo de Cristo. Cualquier actitud o comentario nuestro que divida, dañe o desprestigie a los demás hijos de Dios, será una lucha vana, y la sequedad espiritual no tardará en llegar, pues el Espíritu de Dios se contrista y jamás apoyará un corazón divisorio y carnal.
Que seamos como Pablo, que como él peleemos la buena batalla, corramos la carrera y guardemos esta preciosa fe junto a los demás hermanos, en comunión espiritual. Así, agradaremos al Señor, y cuando acaben nuestros días en este escenario terrenal tendremos el reposo de haber agradado a Aquel que nos tomó por soldados.
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