Toda vez que Dios ha querido realizar alguna de sus grandes obras y recibir la cooperación del hombre, ha invitado a cierta clase de hombres a participar de ella. No a todos los hombres, sino a una clase especial. Un ejemplo de ello es la edificación de la casa de Dios. Cuando Dios instruyó a Moisés para edificar el tabernáculo, le dijo que tomara una ofrenda«de todo varón que la diere de su voluntad, de corazón» (Ex. 25:2). Fue tal la generosidad del pueblo, que Moisés tuvo que detenerla, porque sobraba.

Cuando más tarde, David reunió los materiales para el templo de Jerusalén, él acopió de su propia hacienda mucho oro, plata y otros materiales, y luego invitó al pueblo a hacer lo mismo: «Entonces los jefes de familia, y los príncipes de las tribus de Israel, jefes de millares y de centenas con los administradores de la hacienda del rey, ofrecieron voluntariamente … Y se alegró el pueblo por haber contribuido voluntariamente; porque de todo corazón ofrecieron a Jehová voluntariamente» (1 Cr. 29:5-6, 9).

En los días de restauración del templo, tras el cautiverio babilónico, ocurrió de la misma manera. «Y todos los que estaban en sus alrededores les ayudaron con plata y oro, con bienes y ganado, y con cosas preciosas, además de todo lo que se ofreció voluntariamente … Y algunos de los jefes de las casas paternas … hicieron ofrendas voluntarias para la casa de Dios, para reedificarla en su sitio» (Esd. 1:6; 2:68).

En días de Moisés, Dios había dado leyes acerca del diezmo, de las ofrendas y primicias, porque Dios quería tener un pueblo generoso, misericordioso con su prójimo, y que pusiera su confianza en Dios más que en los bienes materiales. Pero muchas veces la ley arrancó los diezmos y ofrendas de la mezquindad, porque el hombre es mezquino por naturaleza.

En cambio, cuando Dios quiere hacer algo para sí, él busca a los que le aman de verdad. ¿Cómo podría edificarse algo tan espiritual con materiales tironeados a la fuerza de un corazón estrecho? ¿Cómo podría Dios aceptar una ofrenda así de un ojo torvo, o una mano empuñada?

Por eso, en el Nuevo Testamento, cuando se habla de ofrendas, siempre se apela a la generosidad. Pablo, instruyendo a los corintios acerca de una ofrenda apela a la «generosidad antes prometida». La clave en el dar que agrada a Dios está en un corazón generoso. Dado que hay un nuevo corazón –de carne y no de piedra– no cabe la obligatoriedad de la ley, sino la generosidad de la nueva vida. La generosidad de la siembra determina la generosidad de la cosecha. Y la generosidad no tiene un rostro hosco, sino alegre. «No con tristeza, ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre».

Múltiples discusiones han surgido y seguirán surgiendo acerca de la vigencia del diezmo en el Nuevo Testamento. Muchas veces ellas solo esconden un exacerbado amor al dinero y un corazón cerrado para Dios. Pero Dios no luchará con ellos. Él los dejará luchando con su mezquindad, acariciando la bolsa de su dinero, mientras invita a los generosos de corazón a emprender juntos sus grandes obras.

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