Hay dos formas en que los cristianos pueden esperar el cumplimiento de los designios de Dios para ellos: con paciencia hasta que se cumpla el tiempo de Dios; o con ánimo inquieto, buscando siempre la ocasión de ‘ayudarle’ a Dios. Estas dos actitudes están muy bien representadas en dos personajes del Antiguo Testamento: David y Jacob.
David había sido ungido tempranamente como rey de Israel, pero no tomó el trono por la fuerza. David tenía todo a su favor para apresurar el tiempo del cumplimiento de ese designio: La unción reposaba sobre él, el pueblo le aclamaba como su salvador, los sacerdotes le reconocían, el mismo hijo del rey desechado lo ayudaba. ¿A qué esperar?
A veces hasta las circunstancias parecían estar preparadas por Dios para que tomase el reino por su mano. Sin embargo, David no se dejaba seducir por las circunstancias aparentemente favorables, pues él conocía a Dios, y sabía cuáles eran los principios por los cuales Dios actúa. Sabía que Dios no utiliza medios carnales para obtener fines espirituales. Sabía que no hay rebelión válida en el reino de Dios. Sabía que Dios es poderoso para llevar adelante lo que se ha propuesto. Por eso, David esperó pacientemente en Dios.
Jacob, por su parte, también sabía de la elección de Dios. Rebeca, su madre, lo sabía aún mejor, incluso desde antes de su nacimiento. Sin embargo, eso no les bastó, porque ambos tramaron engañar a Isaac, el padre y el esposo, para conseguir astutamente lo que Dios ya había decidido darle por gracia. Las consecuencias de una y otra actitud son muy claras y ejemplarizadoras.
Jacob tuvo que permanecer veinte años lejos de su casa, viviendo como un proscrito, sirviendo esforzadamente bajo la dura mano de Labán, un pariente astuto, con la conciencia atenazada por los temores de un hermano burlado y vengativo. Sus tareas pastoriles le resultaron una carga terrible, como el mismo Jacob lo dirá más tarde a Labán: «Estos veinte años he estado contigo; tus ovejas y tus cabras nunca abortaron, ni yo comí carnero de tus ovejas. Nunca te traje lo arrebatado por las fieras; yo pagaba el daño; lo hurtado así de día como de noche, a mí me lo cobrabas. De día me consumía el calor, y de noche la helada, y el sueño huía de mis ojos. Así he estado veinte años en tu casa … y has cambiado mi salario diez veces». ¡Qué carga! ¡Qué pesadumbre! Este el camino que se sigue cuando se utilizan los recursos de la carne. La burla es burlada hasta que el corazón desmaya.
David, en cambio, desechó toda intervención del hombre y esperó solo en Dios. Su camino no estuvo exento de quebrantos; pero esos quebrantos sirvieron para templar el acero y purificar el oro. Cuánto del hermoso carácter de David se forjó en aquellos días. Cuánto del carácter de Cristo pudo encarnar David, para expresarlo luego a través de sus Salmos. Mientras Jacob pagaba el precio de su arrebato, David construía proféticamente el carácter del Mesías.
El hombre carnal es impaciente, y siempre procura ayudarle a Dios. Su tiempo «siempre está presto» (Juan 7:6). El hombre espiritual, en cambio, es paciente, y, sea que las circunstancias le sonrían o le rujan, él espera en Dios, porque a su tiempo Dios se acordará de él.
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