Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo».
– 2 Corintios 4:6.
Así como el propio Señor separó a su pueblo de Egipto, él nos separa de la potestad de las tinieblas, del presente siglo malo y de la esclavitud del pecado, para Sí mismo.
El ángel de Jehová se le apareció a Moisés cuando éste estaba en Madián. El pueblo de Israel aún no sabía lo que Dios haría por ellos, mas el Señor, por medio de su ángel, habló con Moisés: «No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es» (Éx. 3:5, primera ocurrencia de la palabra ‘santo’). Dios santificó un pedazo de tierra para hablarle a Moisés.
En seguida, Dios separaría a Moisés de Madián para sacar a su pueblo de Egipto. Así es con nosotros. Dios, en su eterna sabiduría y misericordia, nos eligió en santificación del Espíritu (1 Ped. 1:2), incluso antes de nosotros darnos cuenta de su amor y propósito.
Al preparar el pueblo para salir de Egipto, Dios ordenó sobre la pascua: «Siete días comeréis panes sin levadura … El primer día habrá santa convocación, y asimismo en el séptimo … porque en este mismo día saqué vuestras huestes de la tierra de Egipto» (Éx. 12:15-17, segunda ocurrencia de la palabra «santo»). Después de la muerte de muchos corderos, en aquella primera pascua, Dios separó a su pueblo de Egipto, para Sí mismo. El precio fue la sangre de muchos corderos y el sello de Su redención –y que enseñaría al pueblo que ella era irreversible–, fue hacerlos pasar en seco por el Mar Rojo y echar en él los carros de Faraón y su ejército.
Así es con nosotros «por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta» (Heb. 13:12). Por la sangre del Señor somos santificados, de manera que la santificación del Espíritu, determinada por Dios en la eternidad pasada, se torna una viva realidad para el creyente.
Poco después de cruzar el Mar Rojo, Dios les enseñaría que la gran y definitiva separación efectuada por él debería manifestarse: «Porque yo soy Jehová, que os hago subir de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios: seréis, pues, santos, porque yo soy santo» (Lev. 11:45). Y no es diferente con nosotros, pues hay un aspecto presente y continuo en la santificación, como podemos percibir por la bendita oración del Señor por sus discípulos: «Santifícalos en tu verdad; tu palabra es la verdad» (Jn. 17:17).
Los aspectos pasados y presentes de nuestra santificación apuntan a algo glorioso: Dios nos disciplina «para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad» (Heb. 12:10), pues la santidad de Dios es llena de gloria. En días pasados, él resplandeció en nuestros corazones y nos separó para sí mismo. En el presente, él nos ilumina, santifica y purifica por su Palabra. Cuando él se manifieste, lo veremos como él es, y conoceremos la gloria de Dios en la faz de Jesucristo. ¡Gracias Padre, por tu obra de santificación!
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